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Ramiro Alonso

Democratización de la política

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Que las izquierdas alcanzaran el gobierno en muchos países de América Latina y lo mantuvieran durante más de una década a través de varias consultas electorales es un hecho histórico sin precedentes en el continente. Casi 60 millones de personas dejaron la pobreza y 28 millones la indigencia, medidas por ingresos. Todos los razonamientos que hagamos para entender los avances, los errores y las limitaciones de las políticas llevadas adelante no deben perder de vista ese hecho trascendente en sociedades profundamente desiguales.

Olin Wright propone dos preguntas a toda propuesta de transformación de las instituciones existentes: a) ¿mejora la vida de las personas ahora?, b) ¿nos mueve en dirección a una sociedad más justa y humana? No por evidentes pueden dejarse de lado estos parámetros para iniciar una reflexión crítica. Las recientes derrotas de la izquierda en Brasil, Argentina y en las elecciones parlamentarias de Venezuela hacen imprescindible un análisis crítico y autocrítico.

Las visiones lineales de la historia hace tiempo demostraron su escasa eficacia para analizar los hechos. Ni la idea del desarrollo incesante de las fuerzas productivas, y su contradicción inevitable y superadora con las relaciones de producción como motor de la historia, ni las concepciones instrumentalistas del poder como un objeto a tomar han resuelto “mágicamente” desde esa acción el conjunto de contradicciones y desafíos de la transformación social. Por el contrario, un análisis de procesos complejos requiere ver los escenarios globales y nacionales, las transformaciones en las estructuras, tanto económicas como culturales y políticas, y también las fuerzas en pugna, las prácticas sociales que son condicionadas por dichas estructuras, pero que a su vez pueden influir sobre ellas y transformarlas.

Un plano a considerar es el debate ideológico, la lucha por la hegemonía en materia cultural. Muchas veces la subestimación de las batallas ideológicas en aras de un pragmatismo o una visión tecnocrática termina reafirmando muchos valores del neoliberalismo y debilitando el “espíritu de los cambios”. La subjetividad no es un aspecto menor de los procesos sociales ni una consecuencia más o menos directa de las mejoras en la condición socioeconómica.

La democracia debe ser reinventada, dijo Boaventura de Sousa Santos en el primer número de Dínamo. Esta democratización de la política debe alcanzar también a los partidos. Otros pensadores importantes, como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, proponen la radicalización de la democracia como estrategia finalista, retomando a Gramsci para replantear la lucha por la hegemonía, sin “leyes necesarias de la historia” ni sujetos esenciales a priori. Este enfoque incluye las batallas tácticas y va más allá, para “ redefinir el proyecto socialista en términos de una radicalización de la democracia; es decir, como articulación de las luchas contra las diferentes formas de subordinación -de clase, de sexo, de raza, así como de aquellas otras a las que se oponen los movimientos ecológicos, antinucleares y antiinstitucionales-”. Un artículo interesante de Francisco Panizza señalaba hace ya unos años que la profundización de la democracia es uno de los nudos centrales de los procesos latinoamericanos bajo gobierno de las izquierdas.

Democratizar el Estado y la sociedad son cuestiones interdependientes. Democratizar la política incluye ambas dimensiones, porque ella no puede reducirse al Estado, ya que también abarca una buena parte del accionar de las organizaciones sociales y a los partidos. Si los partidos son organizaciones sujetas al poder unipersonal u oligopólico de un puñado de dirigentes, hay grandes posibilidades de que las estrategias que lleven adelante no contribuyan a la democratización profunda de la sociedad. Algo similar, aunque con características propias, puede suceder con los movimientos sociales.

Romper con el patriarcado, con el racismo, con la discriminación etaria y por orientaciones sexuales, con la estigmatización de los adictos, con la violencia cotidiana en el hogar, en el deporte, en la sociedad, construir una convivencia distinta no son aspectos menores, secundarios frente a las cuestiones económicas. No son cuestiones privadas, separadas de la política y el Estado. Forman parte esencial de la agenda política a gestar, tanto en sus dimensiones tácticas, en las luchas actuales, como en el horizonte de proyectos societarios distintos al capitalismo tardío que vivimos hoy.

Pensar la economía es otro capítulo de las reflexiones sobre la democratización. Como decía hace poco Richard Wolff, reivindicando un modelo cooperativo y autogestionario, “los adultos pasan la vida en el trabajo y en el trabajo no hay democracia”.

Democratizar el Estado significa problematizar la distancia con la población, abrir nuevos y múltiples canales de participación, romper con el “autismo estatal” y con las lógicas clientelísticas de captura del Estado por los partidos. En este campo están las iniciativas para aumentar la transparencia, garantizar el acceso a la información, utilizar los medios electrónicos de acceso y participación, el gobierno electrónico y, más aun, el gobierno abierto. En Uruguay, la participación de los usuarios de la salud tanto en la base como en la conducción del Sistema Nacional Integrado de Salud es una de las claves de la reforma sanitaria, con muchas más luces que sombras. La creación de comisiones de participación por centro educativo, un instrumento fermental para construir procesos pedagógicos más amplios, ha sido resistida desde los ámbitos gremiales y recibió escaso impulso desde las autoridades.

Mucho antes de acceder al gobierno nacional, la izquierda promovió estrategias de descentralización participativa, con base territorial. Existe una larga experiencia en este sentido y constituye un grave error desestimarla desde la política nacional en estas nuevas etapas. La descentralización participativa implica nuevas formas de distribución del poder y la construcción de nuevos poderes, la gestación y/o el fortalecimiento de actores comunitarios, la consulta a la población y su involucramiento en las decisiones, la cogestión entre la comunidad y el Estado de emprendimientos y servicios. Acotarla a los temas locales es una forma de impedir su profundización. Por el contrario, lo local, lo departamental y lo nacional deben articularse para responder a los problemas de la población en cada territorio, y eso incluye las posibilidades de participación democratizadora. El presupuesto participativo, las asambleas de salud, las redes de salud, de infancia, de adultos mayores y de medio ambiente son ejemplos muy ricos sobre los cuales hay que reflexionar críticamente para innovar creativamente. Desarrollos teóricos como los de planificación participativa y gestión asociada constituyen aportes a integrar en estos debates.

La financiación de los partidos y las campañas electorales es uno de los nudos que ponen en evidencia los mecanismos por los cuales el dinero, el poder económico, incide en la política. La corrupción se vuelve estructural en algunos contextos y afecta al conjunto del sistema político. Pero aun en los casos en que no alcanza esas dimensiones, el dinero es un gran factor de poder antidemocrático en la política. Los principios de transparencia y rendición de cuentas han tenido muchas dificultades para implementarse efectivamente.

La reducción de la política a la gestión de gobierno es un grave problema para la izquierda. La política como acción colectiva y de masas sobre problemas de la sociedad no puede perder relevancia por el hecho de que la izquierda llegue al gobierno. Por el contrario, debería dar un salto en calidad. Ni encerradas entre las cuatro paredes de la institucionalidad ni anémicos apéndices del gobierno, las organizaciones políticas pueden ser un centro de prácticas políticas hacia y con la población, con capacidad de iniciativa y movilización ciudadana, un dinamizador de ciudadanía activa, y a la vez estructuras democráticas y participativas a su interna. Las fuerzas sociales son parte central de la lucha por una hegemonía antineoliberal.

Los gobiernos, los partidos y las fuerzas sociales pueden, desde sus roles, sus características y contradicciones, pero en alianzas, sumando fuerzas, promover formas de hacer política que salgan de los moldes tradicionales y que superen o complementen estos moldes. Ese tipo de prácticas requiere cambios en las estructuras políticas del Estado y a la vez son condición para esas transformaciones.

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