El Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil constituyó en su momento el caso más conocido de un gobierno de izquierda surgido de los movimientos sociales y con la intención de construir alternativas al neoliberalismo.
Antes de su victoria electoral, los ideólogos del partido eran escépticos de lo que podría lograrse a través de la gestión gubernamental. Olivio Dutra -presidente del PT entre 1980 y 1986 y gobernador de Rio Grande do Sul entre 1999 y 2003- a menudo resaltaba la necesidad de “mantener una pata en la lucha social y la otra en el Estado”.
Una vez en el gobierno, Lula da Silva y el PT eligieron la ruta de la conciliación y optaron por establecer acuerdos con otros partidos políticos y aplacar a los bancos extranjeros. La opción pareció dar resultados, ya que al inicio se pudo exhibir una notable reducción de la pobreza extrema y una mejora considerable en el nivel de vida de los trabajadores. Sin embargo, desde hace ya varios meses es evidente que algo ha salido muy mal: Brasil está sumido en un inmenso escándalo de corrupción que involucra a muchos y diversos políticos, incluyendo a destacados miembros del PT. La sucesora de Lula en la presidencia, Dilma Rousseff, ha sido depuesta por una oposición de derecha cada vez más agresiva.
En este marco, académicos y periodistas brasileños y europeos debatieron sobre las lecciones que surgen de las experiencias de gobierno del PT para los partidos de izquierda.
Sin voluntad de reforma política
Sue Branford
En el actual clima de pesimismo predominante entre los activistas de izquierda, es fácil pasar por alto los resultados del PT en el gobierno. Entre otros logros, sacó a millones de personas de la pobreza absoluta, obtuvo una reducción significativa de la desigualdad social y pasó a contar con una sólida base de apoyo popular entre los sectores más pobres de la población. Sin embargo, estos éxitos, admirables en sí mismos, no fueron acompañados por otras medidas más audaces orientadas a la construcción de una alternativa real al neoliberalismo o a la consolidación de reformas estructurales a largo plazo. Los gobiernos petistas aplicaron políticas económicas estrictamente ortodoxas. Al inicio del primer gobierno esta opción era previsible y tal vez hasta acertada, ya que los bancos internacionales sospechaban de la nueva administración de izquierda y amenazaban con retirar miles de millones de dólares del país, “acabando con el gobierno antes de que comenzara”, como lo resumió Lula en una entrevista de la época. Pero luego, cuando hubo un margen más amplio para políticas más osadas, el PT no alteró su estrategia de gobierno.
Tal vez la más grave de todas las decepciones fue el hecho de que el PT no mostrara interés en la reforma política, la única manera de romper el dominio de la derecha en las instituciones del país, en particular en el Congreso. La reforma política debería haber atacado la influencia maligna de los poderosos intereses económicos privados que financian las campañas electorales. Habría sido prácticamente imposible que el PT, un partido minoritario en el Congreso, lograra aprobar una reforma sólo por medio de negociaciones parlamentarias. La única posibilidad de éxito residía en la movilización popular, pero los dirigentes del PT se negaron a convocar a sus bases. Sin duda, esta estrategia habría sido riesgosa, pero era una opción real, si se considera la enorme oleada de apoyo que el PT pudo lograr como resultado de sus programas sociales.
Por el contrario, el PT decidió aceptar las reglas del juego del sistema, incluyendo el uso generalizado de la corrupción. Pero, a su manera, esta táctica también era peligrosa, si se considera que la derecha tenía mucha más experiencia que el PT en las artes oscuras de la política. De hecho, los medios de comunicación, la mayoría de los cuales están controlados por la derecha, han aprovechado las evidencias de su participación en la corrupción para retratarlo como aun más venal que los otros partidos, lo cual es claramente injusto y muy perjudicial para el PT.
Estaba claro desde el principio que el PT tendría que hacer concesiones, aunque sólo fuera porque estaría forzado a conformar gobiernos de coalición, pero no debería haber cruzado varias líneas rojas. Al no aceptar las presiones de la derecha podría haber acortado la vida de sus gobiernos, pero habría renunciado al gobierno con la cabeza en alto. Hoy podemos ver cómo el PT se ha autodestruido, al menos como partido de izquierda. Esto es imperdonable. Tal vez tengamos que esperar hasta la próxima generación para construir otra alternativa radical al statu quo.
El cambio limitado por el bloque institucional
Anthony Pereira
Sue Branford y Jan Rocha han publicado un libro incisivo, imaginativo y provocador, Brazil under the Workers’ Party: from euphoria to despair (Brasil y el Partido de los Trabajadores: de la euforia a la desesperación, Latin American Bureau, Londres, 2015), que invita a reflexionar sobre la historia política reciente y el posible futuro del país.
Mi discrepancia con Branford y Rocha está centrada en la lógica contrafactual implícita en su marco analítico. Argumentan que el PT podría haber utilizado la supuestamente “enorme oleada de apoyo” derivada de los programas sociales del gobierno para movilizar a los pobres, construir movimientos sociales y luego utilizar esas bases para hacer posibles cambios económicos, políticos y sociales más radicales.
Yo sostengo que esa supuesta posibilidad es una fantasía. No es realista pensar que los beneficiarios de Bolsa Familia, preocupados por su supervivencia, podrían haber sido movilizados como una especie de tropa de ataque del PT. Incluso si hubiera sido posible, haber recurrido a este tipo de táctica probablemente habría dado lugar a la destrucción del gobierno del PT. Brasil es un país en el que los medios de comunicación, las fuerzas armadas, el poder judicial, el Congreso Nacional, la mayoría de los gobiernos estaduales, la industria, las finanzas y la agroindustria están bajo el control de poderosos intereses de clase. Los márgenes de acción de los gobiernos del PT siempre han sido muy limitados. Basta con observar el alboroto causado por las muy moderadas políticas sociales de redistribución. ¡El PT hasta llegó a ser acusado de totalitario!
Desde el gobierno, el PT trató de democratizar el acceso a los medios de comunicación, impulsó planes nacionales de derechos humanos y creó la Secretaría de Seguridad Pública, en el Ministerio de Justicia, y la Comisión de la Verdad. También trató de promover la igualdad racial por medio de cuotas en las universidades federales.
El hecho de que en estas y otras áreas el PT no fuera muy exitoso tiene mucho que ver con la forma de funcionamiento del presidencialismo y los gobiernos de coalición en Brasil. Los bien organizados grupos de poder tenían y tienen un amplio espacio en el sistema político para oponerse eficazmente a las reformas progresistas. El cambio fue gradual no porque el PT no quisiera reformas más profundas, sino porque las reformas fueron bloqueadas por la oposición. Necesitamos una evaluación precisa, realista y objetiva de las limitaciones de los gobiernos petistas, o vamos a condenar a los futuros gobiernos de izquierda a repetir los mismos fracasos. Los gobiernos del PT redistribuyeron el ingreso, sacaron gente de la miseria y de la pobreza y redujeron la desigualdad social. También, por desgracia, se involucraron en la corrupción con el fin de financiar sus campañas y conseguir votos en el Congreso. Esa corrupción fue presentada por los medios de comunicación como más nociva para la democracia brasileña que la corrupción más común, la que no fue creada por el PT. Tal vez esto se debe a que la corrupción ha sido en beneficio del partido, y no para satisfacer intereses personales. Si el PT realmente ha muerto, no ha sido por suicidio, sino por asesinato.
¿La izquierda resucitará?
Alfredo Saad-Filho
El PT ha sido una de las experiencias más influyentes de la nueva izquierda latinoamericana. Fue refrescante en su esencia participativa, democrática y abierta, con raíces en los movimientos de base que se opusieron con firmeza a la dictadura militar y a diversos aspectos de la dominación de clase.
Sin embargo, después de la derrota por la mínima que el PT sufrió en las elecciones de 1989, el partido se fijó una nueva estrategia centrada en la “gobernabilidad”. Decidió que, con el fin de ganar las elecciones y gobernar de forma efectiva, tendría que hacer alianzas políticas y aceptar las restricciones “normales” de la política, incluyendo el estricto respeto a las reglas del juego, el alejamiento de la acción extraparlamentaria y la participación en las elecciones con campañas electorales cada vez más caras. La alternativa probable era la marginación política y, en última instancia, la desintegración del partido.
Una vez que el PT decidió el camino de la institucionalización, el paso siguiente fue capitalizar el carisma de Lula, así como el interés de una amplia gama de grupos sociales en acordar una estrategia nacional de desarrollo más audaz. Lula fue finalmente elegido presidente en su cuarto intento, en 2002, tras la consolidación del más amplio espectro de alianzas políticas imaginable alrededor del PT, al tiempo que la dirigencia diluía los compromisos históricos del partido.
Lo que vino después no es novedad. El primer gobierno de Lula apostó al éxito de políticas macroeconómicas neoliberales, además de promover una amplia gama de iniciativas de política social modestas pero efectivas, simbolizadas por la Bolsa Familia. Durante su segunda administración, el PT impulsó políticas económicas más audaces, basadas en una forma híbrida de neoliberalismo con elementos de neodesarrollismo. La sucesora de Lula, Rousseff, amplió el alcance de los elementos heterodoxos en sus primeros años, pero la crisis global fue creando un entorno político y económico muy adverso. La economía se desaceleró y la coalición política que sustentaba al gobierno se fragmentó. En los últimos meses, el gobierno de Dilma estuvo marcado por su aislamiento social, político e institucional.
El PT “original” fue víctima de un suicidio, comprensible pero no menos letal, hace ya muchos años. El partido resucitó como un partido socialdemócrata, nacionalista y desarrollista, y después de su reencarnación fue asesinado por la alianza neoliberal conformada por el capital transnacional, el sector financiero, la clase media-alta y los medios de comunicación, en el marco de la crisis mundial y la oposición interna a la integración social en un país profundamente dividido.
¿Podría el PT resurgir de entre los muertos por segunda vez? Eso aún está por verse. Una pregunta mucho más difícil de responder es si la izquierda brasileña -entendida como el conjunto de las fuerzas que luchan por la igualdad y la democratización política y económica- podría renacer en el Brasil, con o sin el PT, en los próximos años. Yo soy muy pesimista, pero deseo desesperadamente estar equivocado.
Vías de participación popular
Hilary Wainwright
Muchos izquierdistas de todo el mundo, incluyéndome, tenían grandes esperanzas en el PT. Estábamos particularmente interesados en su estrategia política basada en la construcción de movimientos populares al mismo tiempo que el partido ocupaba espacios en el sistema institucional y desplegaba recursos públicos para profundizar la democracia y satisfacer las necesidades sociales.
Para muchos de nosotros esa estrategia constituía una propuesta de transformación socialista más ambiciosa que el limitado parlamentarismo típico de la socialdemocracia europea, al mismo tiempo que se proponía ampliar los derechos políticos liberales de una manera que la tradición leninista raramente se había planteado.
Creo que hay buenas razones para afirmar que el PT tenía en su ADN fundacional el potencial para una movilización más radical. Me interesa destacar las oportunidades políticas que se hicieron evidentes en el marco de los presupuestos participativos y otros experimentos de democracia radical y participativa en los municipios gobernados por el PT, como Porto Alegre en el sur, Santo André en el cinturón metropolitano de São Paulo, o Recife y Fortaleza en el noreste.
A pesar de que en general los alcaldes petistas ganaron las elecciones con un fuerte mandato popular, al igual que Lula y Dilma tuvieron que enfrentarse a un poder legislativo (a escala municipal, en su caso) dominado por partidos hostiles. En lugar de ofertar compromisos y sobornos a la oposición, muchos alcaldes del PT optaron por “compartir el poder con los movimientos de donde provenimos” -en palabras de Celso Daniel, el alcalde de Santo André que fue asesinado en 2001-. Los alcaldes petistas evitaron sobornar o negociar con concejales hostiles por medio de la apertura de las finanzas del municipio a un proceso transparente y participativo de toma de decisiones, descentralizando el poder hacia la población local.
“Hemos gobernado durante 16 años sin corrupción”, me dijo Ubiratan de Souza, uno de los teóricos principales de los presupuestos participativos en Porto Alegre y en el estado de Rio Grande do Sul. El factor esencial de la estrategia propuesta por Ubiratan, Olivio Dutra, Tarso Genro y otros pioneros de los presupuestos participativos fue el reconocimiento de que el éxito electoral no es suficiente para iniciar o consolidar un proceso de transformación social y que la gestión gubernamental puede ser fortalecida con transferencias de poder a los ciudadanos. En sí mismo, el presupuesto participativo no es fácilmente transferible al nivel nacional. Pero sus principios fundacionales prefiguran formas de radicalización de la democracia que podrían ser desarrolladas tanto en las instituciones del Estado nacional como al interior del propio PT. Sin embargo, una parte significativa de la dirección del partido tenía ideas muy diferentes en mente. José Dirceu y José Genoíno creían fuertemente que el gobierno era la prioridad por encima de todo lo demás e ignoraban los objetivos de construcción de poder popular. Desde su perspectiva, el gobierno y el poder eran sinónimos. La cúpula del PT centralizó cada vez más el partido en detrimento de los núcleos locales, en nombre de la victoria electoral. El PT había surgido como el primer partido de masas de Brasil basado en una nueva ética de democracia popular, pero después de la decepción electoral de 1994 -y más aun después de 1998- asumió las reglas de corrupción del corrupto sistema.
El estrangulamiento constante de la democracia -eso es, después de todo, lo que la corrupción significa- implicaba que el partido perdiera toda autonomía del gobierno. También significó que todos los mecanismos que enlazaban al partido con los movimientos sociales -abriendo canales para satisfacer expectativas sociales- se cerraran. La experiencia del PT ofrece una lección muy importante para otros partidos de izquierda, como Syriza, en Grecia, y Podemos, en España: la única posibilidad de transformar la sociedad reside en el desarrollo y el mantenimiento de canales de verdadera participación popular.
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Sue Branford es la editora responsable del Latin American Bureau, en Londres.
Anthony Pereira es el director del Brazil Institute del King’s College.
Alfredo Saad-Filho es profesor de Economía Política en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres.
Hilary Wainwright es investigadora adjunta del Centro Internacional sobre Estudios de Participación de la Universidad de Bradford. Este artículo está basado en un debate publicado originalmente por Red Pepper, una revista política británica bimensual fundada en 1995.