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Rodaje de película porno uruguaya / Foto: Alessandro Maradei

Foto: Alessandro Maradei

Triunfo de las “máquinas de follar”

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La era del porno.

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Amarna Miller es madrileña, tiene 24 años, es licenciada en Bellas Artes y se declara admiradora de José Mujica, lo que quedó reflejado en notas y recuadros que pasearon su nombre por casi toda la prensa y los portales web nacionales.

En principio, este sería sólo un testimonio más de la simpatía cosechada internacionalmente por el ex presidente. Por eso, antes de que nombre y seña de Amarna se perdieran entre otros tantos, los redactores de titulares se encargaron diligentemente de poner las cosas exactamente donde las querían y contarnos, antes que nada, de qué manera Amarna se gana la vida y paga sus cuentas: es una popular y ascendente estrella del actual porno europeo.

Para el bienpensante de paso, la nota que dio a conocer la influencia de la personalidad del ex presidente en una actriz porno no sería más que relleno editorial colorido, cuando no chismorreo chabacano y malevolente. Mirada desde un poco más lejos, la anécdota tal vez sirva para entender mejor la sensibilidad de nuestro tiempo: en esta era, el porno transversaliza símbolos, objetos, feudos y materialidades que pocas décadas atrás le estaban estricta y terminantemente vedados.

La libido y sus pulsiones, ahora reflejadas también en el millón de refracciones del porno global, hicieron un pacto de acero con la economía de mercado; juntos, conquistaron el mundo, y ya nada les es ajeno. Lo que ayer transitaba los caminos de lo secreto, lo subversivo y lo prohibido hoy repica titulares en todas las lenguas, interactúa con y se expide sobre actores y personajes de la más variada índole y jerarquía, y dirige a tropeles de conspicuas amas de casa a vaciar librerías o reventar cines por productos como Cincuenta sombras de Grey.

Miller cruzó el Atlántico y llegó a nosotros a través de los robustos vasos comunicantes que la pornografía, su mundo y su industria, hoy en desbocada “fuga hacia adelante”, establecen marcando el paso de su desfile entre las correas de transmisión de teléfonos, tabletas y computadoras, multiplicándose cotidiana y simultáneamente a lo largo y ancho de cientos de millones de individuos en las cuatro esquinas del mundo.

La omnipresencia porno -buscada o fortuita- encarna su triunfo global como objeto preminente de consumo -sea simbólico o material- a puro golpe de sable en su dominio exponencial desde, para y por internet.

Cifras en tu cuerpo

En 2015 pornhub.com -uno de los sitios web de referencia de exhibición gratuita y comercial de pornografía- arrojó estadísticas que manejan números cósmicos: 88.000 millones de videos vistos, 1.872 petabytes (un petabyte equivale a 1.024 terabytes; y un terabyte, a 1.024 gigabytes), descargados por 22.000 millones de visitantes anuales, 4.392 millones de horas de sexo filmado. Dicho de otra forma, más de 500.000 años en video, 2,5 veces más tiempo que el que el Homo sapiens lleva en la Tierra.

Gracias a la banda ancha, por medio de computadoras de escritorio, laptops, smartphones y tabletas, el porno tomó por asalto horas muertas de oficina, salas de espera, ómnibus, baños o cualquier lugar donde el consumidor decida acceder a su infinita oferta online. Los contenidos son inasibles; sólo describirlos y clasificarlos ocuparía volúmenes enteros. Abarcan todas las apetencias sexuales: las convencionales, las parafilias, las prácticas aceptadas o aberrantes, según quien juzgue, desde las que puede o podría manifestarse la sexualidad humana en este mundo instantáneo y seguro, con pretensión de satisfacción inmediata garantizada y sin ningún tipo de límite ni para billeteras y explicitudes, un mundo donde la performance estrictamente profesional convive -hoy hasta arrinconada- con el sinfín de opciones de consumo, servicios y meros desempeños pornográficos de factura casera que anidan en el millón de refracciones del porno amateur.

A pesar de que es bien sabido que la pornografía no es una mera invención de la sociedad de la información -ya que esta, por hecho y derecho propio, perteneció siempre al equipaje inmanente de toda la peripecia cultural humana en variopintas y profusas conceptualizaciones, representaciones y valoraciones-, su volumen actual, tanto de producción como de consumo, y el avance cada vez más palpable de su “normalización” en todo ámbito simbólico exige preguntarse -entre muchas otras cosas igualmente pertinentes- si es probable que la humanidad esté ante un umbral -o ya decididamente un tránsito- de reformulación de su propia sexualidad. Tal vez la más categórica e integral de las que se tengan noticia.

Cómo la masividad del porno somete a las expresiones, los usos, los imaginarios y las representaciones de lo sexual es algo que todavía no ha sido cuantificado, salvo por alguno de sus efectos particulares sobre individuos y sociedades, efectos que están ahora mismo cruzados por el debate permanente de las comunidades científicas y académicas. La psicología intenta acordar definición y método para el tratamiento de una creciente y todavía imprecisa “adicción al porno”; la economía sobrevuela el impacto de una industria audiovisual multimillonaria que deja en ridículo cualquier número que pueda exhibir cualquier otro intangible cultural sobre producción, distribución y volumen de mercado; el derecho se las ve con toda una gama de emergentes respecto de posesión, definición, uso e intencionalidad ofensiva o delictiva de materiales pornográficos industriales, amateurs o individuales. Nuevas estructuras laborales que atener al derecho, inciertas reglas de juego en relaciones y derechos de consumo, junto a una multiplicidad de otras demandas y vacíos.

La sociología explora las orillas del posporno y por qué Miller y Mujica hoy se pueden vincular en los diarios. La tecnología avanza en el diseño de dispositivos mecánicos y multimedia que complementan y multiplican la experiencia pornográfica, mientras que la filosofía observa esta realidad ya como un articulador fundamental del lenguaje contemporáneo y toda la centralidad cultural. Para quienes buscan las preguntas por el lado de lo subjetivo, aparecen ambigüedades e intemperies varias: la condición de acceso a ese infinito sexual irrestricto e inmediato exige forzosa y anónima individualidad; sí a todo, pero solo. El acoso a lo vincular y al relacionamiento interpersonal sexual y amoroso al que somete la contraposición del imaginario, expectativas y alcances de la pornografía desde el placer y la satisfacción dispensada sin más vínculo y compromiso que el establecido con la interfase digital de turno; la convivencia -o ya simple sustitución- de la educación sexual en niños y adolescentes con una “educación pornográfica” cada vez más precoz, explícita y a contrapelo de todo el condicionamiento sexual pasible de ser construido prioritariamente desde la propia experiencia sensible, el consabido -y trillado- tópico de la consagración de algunos estereotipos racistas y sexistas junto a otras percepciones problemáticas y distorsivas sobre la realidad de los desempeños, estímulos y alcances, tanto del cuerpo propio como del ajeno, pueblan sólo algunos de los inquietantes flancos que esta era del porno, en su avasallante ascenso, reveló sobre muchas zonas del dispositivo preestablecido que otrora resguardaba y definía buena parte de nuestro sexo “analógico”.

Orgasmo global

Nuestra sexualidad de tercer milenio tal vez esté ahora mismo comenzando un proceso de refundación material y sensible, imprevisible y sin antecedente alguno, tanto en sus modalidades como en sus distintas percepciones y valoraciones. El paradigma porno instalado por esta “máquina de follar” digital y vertiginosa arrincona a sus detractores y obtiene una validación cada vez más rotunda en el espacio de lo público y lo privado. La pornografía como medio de acceso a un placer y satisfacción sexual sin espera -obturada y siempre parcial, pero sin demandas y a resguardo de toda exposición emocional y física-, además de devenir en este pringue mercado de la pulsión que mueve y amasa capital en proporciones siderales, también instaló una poderosa discusión en el modelo de lo íntimo, incrustando una referencia insoslayable en el eje mismo de nuestro “espíritu de época”.

La extensión de su triunfo hoy planea sobre todo el ser y “deber ser” del universo sexual; empujando la emulación digitalizada de sus sementales y ninfómanas -en toda práctica, en toda combinación posible- a un tránsito de ida y vuelta, que va desde las fronteras de la fantasía hasta el desafío frontal a las formas de construcción, exigencias y expectativas de nuestra sexualidad o, más inquietante aun, a aquello que imponemos a la ajena.

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