En los procesos regionales de los últimos años -enmarcados en el establecimiento de gobiernos progresistas-, la relación entre los partidos y los gobiernos de izquierda suele verse como problemática, cuando no conflictiva. El objetivo de estas líneas es contribuir al análisis de este vínculo para Uruguay, partiendo de la necesidad de problematizar las condiciones de esta relación.
En Uruguay puede decirse -al menos eso es lo que sostienen Naína Pierri y Daniel Renfrew en sus respectivas investigaciones- que gran parte de la sociedad civil vinculada a temas ambientales se organizó como producto de un proceso de relación con el Estado y con una agenda de temas tempranamente globalizada.
Por su parte, Alain Santandreu y Eduardo Gudynas realizaron una completa revisión de los conflictos ambientales en Uruguay desde mediados de la década de los 80 hasta fines de la década de los 90. Allí puede verse una diversidad de organizaciones, todas ellas de base local, que denunciaban algún tipo de contaminación o rechazaban emprendimientos contaminantes. Es a uno de estos conflictos que debemos la actual prohibición de producir energía nuclear en el país, heredera de la movilización de personas de Paso de los Toros a comienzos de la década de los 90. Hay tres procesos que desencadenan lo que podríamos denominar “ambientalismo popular” en Uruguay, esto es, un tipo de militancia de base ambiental que tiene en el foco de su atención la injusticia social. La denuncia de la contaminación con plomo en la zona de La Teja, la denuncia de los primeros eventos transgénicos introducidos al país y la campaña por el plebiscito del agua en 2004 son los momentos que ponen en el tapete la indisociable relación entre la distribución de la riqueza y la distribución de las inequidades ambientales.
Podemos decir que, hasta ese momento, la izquierda política veía con buenos ojos estas causas populares y que en la mayoría de los casos estuvo de su lado, de manera más o menos entusiasta. El gran cambio, sin dudas, lo generó la llegada del Frente Amplio al gobierno, en 2005. Este cambio no fue tal solamente para la díada izquierda política-ambientalismo, sino también, y particularmente, para la relación entre el ambientalismo y las organizaciones sociales más próximas al gobierno (en particular, los sindicatos). Esto debe leerse no sólo desde la afinidad partidaria, sino también desde las lecturas ideológicas más ortodoxas que ven en la consigna etapista del ‘desarrollo de las fuerzas productivas’ un paso inexorable al socialismo.
En particular, el rechazo al proyecto de desarrollo megaminero en el país (con sus componentes de distrito minero en Valentines, puerto de aguas profundas en Rocha y planta regasificadora en Montevideo) sentó las bases para la emergencia de lo que junto con Daniel Renfrew me atrevo a denominar ‘nuevo ambientalismo’, sobre todo a partir del surgimiento de la Asamblea Nacional Permanente en Defensa de la Tierra y los Bienes Naturales, que lleva organizadas ocho marchas en Montevideo y que con una amplia consigna reunió a colectivos de todo el país que reivindican alguna problemática ambiental. Este movimiento, de amplia diversidad ideológica, ha logrado establecer una confluencia muy sólida en su plataforma, en base a las ideas de justicia, soberanía y participación.
Del otro lado, ya transitando su tercer período de gobierno, el Frente Amplio se enfrenta a la necesidad de ampliar su enfoque sobre la problemática ambiental más allá de la discusión en torno a la gestión, para dar lugar abiertamente a la discusión sobre opciones y modelos de desarrollo. La experiencia de los progresismos -y los ambientalismos- de la región obliga a encarar la tarea de abrir ese debate, so pena de volver a la retórica neoliberal de los años 90 que generó la exitosa consigna de ‘Uruguay Natural’, hoy usada como marco de políticas y como consigna de movilizaciones con sentidos muy diferentes, que no logran ser expuestos con franqueza y profundidad.