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Pablo Vignali (archivo, junio de 2015)

Foto: Pablo Vignali

Hombre no se nace, se hace

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Varones, feministas y deseantes.

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Cuando me preguntan si soy feminista, nunca sé muy bien cómo responder. Sí, soy feminista, pero no es evidente qué quiere decir que un varón se nombre así. Antes que nada, porque muchas mujeres sostienen la posición de que no es posible tal cosa, un varón feminista; mientras otras festejan cada vez que alguno declara serlo, por lo que ya decirlo es tomar una postura en un debate interno de un movimiento al que no necesariamente estoy invitado.

Los varones (y menos aun los varones universitarios) no estamos acostumbrados a que se discuta sobre si podemos hablar, y esta situación abre una serie de incomodidades. Mi actitud ante esto es relativamente sencilla. Si una organización feminista me invita a algo, voy. Si no me invita, entiendo que está en su derecho. Si entiendo que estoy en el mainstream del feminismo, salgo a apoyarlo, y si veo que no, me callo la boca. Desde el punto de vista de una ciudadanía universalista a la que nada de lo humano le es ajeno, esta solución no es la más deseable, pero la paradoja es que la mejor manera de participar en el feminismo como varón implica aceptar que uno no siempre se identifica con él.

Es que las mujeres sí están acostumbradas a que se discuta sobre si pueden hablar o no. Y también a que no se las invite adonde se habla, a que se les hable por encima si intervienen, a que si logran hablar no se las escuche, a que si se las escucha sea con condescendencia. Precisamente, uno de los problemas que el feminismo piensa políticamente es quién puede hablar y quién no, por lo que aprender a callar es tan necesario en algunas situaciones como lo es aprender a hablar en situaciones incómodas.

El feminismo politiza muchos temas como éste, que están en los bordes de la política. La desigual distribución del tiempo libre y del trabajo doméstico, el inequitativo acceso a redes informales (de amistades, de respetos, de contactos) por las que circulan el poder y la información, las distintas expectativas sobre lo que debería hacer y sentir cada uno. Se trata de asuntos en los que se puede (y se debe) hacer juicios universalistas, pero que son fuertemente situacionales, y que desafían el pensamiento político más tradicional según el cual un problema es político cuando puede ser administrado por una intervención uniforme del Estado.

Qué hombres

Ser un varón feminista, entonces, no pasa simplemente por saber callarse o apoyar ciertas batallas políticas de las organizaciones feministas; también refiere a aprovechar la expansión feminista de lo político en cuanto a pensar asuntos relacionados con la vida para aprender a entender, y a combatir, el sufrimiento cotidiano del otro (y el propio), fruto de jerarquías y poderes muchas veces informales y naturalizados.

Es que también existen jerarquías y poderes entre los varones, que operan con lógicas de exclusión y estereotipos similares a los que operan sobre las mujeres. Cuando un hombre es juzgado por ser de alguna manera afeminado o femenino (o premiado por ser “más hombre”), está operando sobre él una versión del mismo machismo que ataca a las mujeres. La vigilancia constante contra posibles señales de homosexualidad en varones heterosexuales (si no te gustan los autos, si no te gusta el fútbol, si no aprovechás todas y cada una de las oportunidades de coger) por parte de los grupos de pares son formas de ver cómo actúa la homofobia limitando la vida de varones heterosexuales. El género organiza todo un sistema de violencias, humillaciones y explotaciones que ordena buena parte de nuestras vidas cotidianas. Y el feminismo busca entender y combatir ese sistema, llamado patriarcado.

Los que no queremos vivir entre violencias, humillaciones y explotaciones necesitamos de un pensamiento feminista, pero ahí es donde las cosas se ponen complicadas. Porque mucho de lo que implica ser varón (viril, violento, desapegado, asaltado por una urgencia sexual incontenible) está directamente relacionado con ese sistema.

Haciendo una analogía con el pensamiento sobre otro campo, si uno está en contra del capitalismo y proyecta o piensa un mundo socialista, parte de la base de que éste sería un mundo sin burgueses (también sin proletarios), aun si uno es burgués (y aun si uno es proletario). Una posición difícil de sostener de manera coherente, pero que es en parte posible gracias a la mediación del Estado: uno puede estar a favor de que el Estado redistribuya riqueza y poder sobre los medios de producción, yendo contra su posición de clase. Pero con el machismo la cuestión se vuelve más compleja, porque no existe la mediación estatal del deseo político (más allá de que se puede estar a favor de políticas públicas que ataquen estos problemas), y uno tiene que hacer el trabajo por sí mismo, con uno mismo, contra estructuras que hacen a la personalidad, el deseo y las relaciones más íntimas. Ser un varón feminista implica pensar en cómo no ser un hombre, o mejor dicho, no encarnar la idea de hombre implícita en las formas patriarcales de organizar lo masculino y lo femenino.

Se presenta, entonces, un problema adicional, que es el del deseo, de hombres y de mujeres. ¿Qué tanto se puede operar políticamente sobre las ganas, la diversión, la inseguridad o la atracción? ¿Qué tanto el deseo de las mujeres pasa por las características patriarcales de los hombres? ¿Cuánto del deseo de los hombres pasa por la competencia con otros hombres y usando a las mujeres como árbitros o medidas de ciertos “atributos” masculinos? ¿Qué quedaría del amor si se borrara todo esto?

No lo sé, pero sí creo que la forma en que suele estructurarse el deseo y el amor es causa de infinidad de violencias y subordinaciones. La pareja monógama tiende a hacer del otro una propiedad, o por lo menos dificulta lidiar con su libertad. La familia basada en una pareja es sumamente vulnerable si uno de los dos tiene problemas económicos (imaginemos cuánto menos vulnerables al desempleo serían arreglos afectivos-domésticos más expandidos). La soledad y el desamparo de muchos viejos también está directamente relacionado con este formato de organización de los afectos.

Afecto, capital

Al mismo tiempo, y por suerte, todas estas estructuras están siendo fuertemente cuestionadas. El matrimonio perdió casi todo su prestigio, la soltería dejó de ser un estigma (y hasta pasó a ser un valor), las vidas con arreglos afectivos no heterosexuales y monógamos se hacen cada vez más vivibles. Pero no queda claro que sea solamente una práctica feminista la que cuestiona ciertas formas tradicionales del patriarcado.

El nuevo mundo libre es un mundo en el que los afectos están individualizados, mercantilizados, informatizados y medidos en su performance (aplicaciones como Tinder son el mejor ejemplo de esto), cosa que se parece más a un mundo neoliberal que a una utopía feminista (o socialista) sin explotaciones ni humillaciones. Pareciera que estamos en camino de sustituir al segundo arreglo afectivo más burgués -la familia basada en una pareja heterosexual monógama- por el más burgués imaginable: el individuo libre.

Que no se entienda, por favor, que me estoy plegando a la moda de, bajo el estandarte de lo políticamente incorrecto, despreciar al pensamiento feminista y asociarlo en bloque a las imposiciones del imperialismo cultural yanqui. No tiene que haber nada de imperialista ni domesticador ni censor en el feminismo, y en todo caso también es censor aplicar la etiqueta de “políticamente correcto” a cualquier pensamiento sobre estos temas asimilándolo a sus versiones mercantiles, tecnoburocráticas y primermundistas.

Este mismo problema ocurre con muchos movimientos: el antirracismo, la liberación de las drogas y la lucha contra la propiedad intelectual tienen sus versiones mercantiles, tecnoburocráticas y primermundistas, que por sus capacidades económicas e ideológicas muchas veces terminan influenciando fuertemente a las versiones locales de esos movimientos. Pero tampoco hay que olvidar que en Estados Unidos también existen el racismo institucional de exportación, la DEA y Hollywood, luchando con igual o mayor fuerza contra esas mismas causas.

El imperio no es (en estos temas) un bloque, ni nosotros un receptor pasivo. Por su poder, es capaz de enviarnos a sus evangélicos rabiosamente machistas y a sus tecnoburócratas feministas a dar acá las batallas que no logran resolver allá. Los argumentos antiimperialistas y anticapitalistas contra el feminismo (como los que podrían hacerse relativizando la barbarie de Estado Islámico, y los que esgrimen algunos machismos de izquierda) empobrecen al antiimperialismo y no ayudan a comprender las dinámicas reales de ensamblaje entre patriarcado, capitalismo y colonialidad.

Este trabajo de comprensión es fundamental, porque no se puede entender la división internacional del trabajo en el capitalismo sin la raza (ni la raza sin entender la historia colonial del capitalismo), ni entender la capacidad del capitalismo de reproducirse sin entender las dinámicas de organización del afecto y la solidaridad familiar (ya que sin familia no hay herencia ni reproducción de la fuerza de trabajo).

Entender estas complejidades no es excusa para no pensar acá, en esta parte del mundo, en cómo distribuir los cuidados, cómo abordar mejor los arreglos afectivos, cómo desterrar la violencia de género y cómo cambiar nuestras formas de ser y de relacionarnos para no someternos (y no someter a otros) a jerarquías, violencias y humillaciones. Es que el lado bueno de ver cómo el capital y el neoliberalismo operan sobre las formas de relacionarnos y desearnos es que demuestra que es posible actuar políticamente sobre el deseo y crear nuevos amores.

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