Elena Reynaga (Jujuy, 1953) tiene 63 años y milita desde 1994 por sus derechos y los de sus compañeras, las trabajadoras sexuales. Fue fundadora de Ammar (Asociación de Meretrices Argentinas) y ahora es secretaria ejecutiva de la Red de Trabajo Sexual. Estuvo de visita en Montevideo para las III Jornadas de Debate Feministas organizadas por Cotidiano Mujer y FLACSO, y participó en un panel sobre cuerpo y política.
Contesta segura y decidida. Ha sido un día largo y de discusiones intensas (siempre es así cuando se discute sobre trabajo sexual), pero ella tiene experiencia. Después de todo, en su rol de militante por los derechos de las trabajadoras sexuales ha lidiado numerosas veces con la prensa. Es por allí que comienza nuestra entrevista: “A nosotras lo que más nos molesta es la manera en que la prensa nos muestra, históricamente. Si hay un allanamiento en un lugar porque hay droga y hay delincuencia, dicen ‘y ahí hay prostitución’, ¿me entendés? ¿Qué tiene que ver? Eso hace que cada día los prejuicios sean mayores. Cuando van a hacer un allanamiento en un prostíbulo, en vez de realmente ir al fondo de la cuestión, que es el dueño del prostíbulo -en mi país están prohibidos los prostíbulos-, ¿sabés qué hacen las cámaras? Van así, encarnizadas a tomar las caras de las compañeras. Las compañeras, como los policías entraron de arrebato, están prácticamente desnudas. ¡Tené un poco de respeto! Ahora, vos fijate que si hacen un procedimiento en un lugar donde realmente hay delincuentes, se preocupan por ponerles una campera en la cabeza. Entonces decime si eso no es perverso y machista”.
Una ley sanitarista
A diferencia de lo que ocurre en Argentina, en Uruguay existe desde 2002 una Ley de Trabajo Sexual según la cual este es legal bajo ciertas condiciones: 18 años de edad, figurar en el Registro Nacional del Trabajo Sexual, controles de salud periódicos y que el trabajo se realice en locales habilitados o zonas designadas. Sin embargo, esta ley no está exenta de críticas formuladas por las trabajadoras. Reynaga plantea que es una ley “sanitarista”: “Si vos pedís que las chicas se registren en el Ministerio de Salud y que, obligatoriamente, vayan una vez por mes al centro sanitario y hagan que las revisen, y no las revisan como una cuestión preventiva y de preocupación por la salud integral de la compañera, sino que es vaginal, nomás, y las obligás a hacerse el testeo todo el tiempo... ¿Por qué no le pedís al cliente que saque un carné de cliente? Las chicas no se infectan porque sí. Por eso es que hemos aprendido tantos trucos para ponerles el preservativo sin que ellos se den cuenta. Cuando un médico discrimina, también es violencia institucional”.
La reglamentación de la ley presenta severos problemas para las trabajadoras sexuales. El Registro Nacional del Trabajo Sexual lo lleva el Ministerio del Interior, por lo que las trabajadoras que deseen inscribirse deberán hacerlo en oficinas de la Policía, con el estigma y la exposición que eso supone para ellas. Esto también tiene consecuencias a la hora de la fiscalización y el control de las condiciones de trabajo: “Venimos diciendo desde hace rato que esa comisión de trabajo debería funcionar en el Ministerio de Trabajo, y que no hace falta que cambies la ley para que el este empiece a actuar; y no mandar a la Policía a pedir los carnés, sino al inspector del Ministerio de Trabajo, y que ese pedido no sea solamente del carné: que vean en qué condiciones las compañeras están trabajando en ese lugar. No seamos hipócritas; veamos las condiciones. ¿Qué le pedís al dueño que haga? ¿Por qué le das el registro, la habilitación del prostíbulo? Ponele condiciones que favorezcan a las trabajadoras sexuales. Esas cosas no se hacen, y no necesitan reformar la ley para cambiarlas. Tienen las herramientas suficientes”.
Participación y lucha
Reynaga identifica como un problema las dificultades para la participación de las trabajadoras sexuales: “Hay una ausencia total de la participación de las compañeras. Si las compañeras estuvieran ahí reclamando... El Estado no hace las cosas por sí solo, primero y principal. Todas las luchas y las reivindicaciones que se lograron, tanto por parte de los trabajadores como de las mujeres y la comunidad LGTB, son reivindicaciones que vos peleaste antes. Cuando alguien hoy, en un evento, dijo que aprobaron la ley [de Matrimonio Igualitario], con fritas y todo... ¡No! La Ley de Matrimonio Igualitario no se aprobó de la noche a la mañana; eso es no visibilizar la lucha que vienen haciendo los compañeros y las compañeras desde hace muchos años. En Argentina llevó diez años la pelea. Entonces no es que les dieron con fritas las cosas. No te las dan. Nunca te las dan con fritas”.
Una buena ley de trabajo sexual, entonces, tiene que contemplar varias cosas. Y en primer lugar, “tiene que estar construida con la participación de las compañeras, y de todas las compañeras: las que trabajan en privado, las que trabajan en la calle... ¿Me entendés? Después, hay que entender que yo no quiero una ley especial para mí. Yo quiero la misma ley que tienen todos los trabajadores, porque si quisiera algo especial sería como discriminarnos a nosotras mismas. Sí, a lo mejor, en la reglamentación nosotras queremos algunas cosas, que tampoco son especiales. Si vos te ponés a pensar por lo menos en la ley de trabajo en mi país, los mineros tienen su propia ley, porque atiende a cosas específicas. Los maestros no trabajan hasta los 60-65 años, ¿me entendés? Este es un trabajo en el que vos trabajás con la imagen, con el cuerpo, con la belleza. Entonces a los 60 años no estás lo mismo que a los 40, y, por lo tanto, no queremos jubilarnos a los 60. Porque como yo trabajo con la imagen, ¿qué es lo que me baja la autoestima a mí? El insulto, la descalificación. Entonces imaginate a mí a los 60... ¡A los 50 ya me decían que me vaya a cuidar a los nietos! Y eso que yo no parecía. Pero ya venían chicas de 20, ¿me entendés? Y eso pasa en todos los trabajos”.
Entrar al feminismo a codazos
La relación de las trabajadoras sexuales con el resto del movimiento feminista es, en ocasiones, tensa. Para ilustrar esto cuenta que allá por 1996, cuando empezaron a ir a los encuentros, “todos los talleres decían ‘mujer y política’, ‘mujer y sindicalismo’, ‘mujer y sexualidad’, ‘mujer y lesbianismo’, y el nuestro decía ‘prostitución’. Ni siquiera éramos mujeres ahí. ¡Por lo menos, nómbrennos! Había un rechazo... Las miradas eran muy agresivas, y dimos toda una pelea hasta que pusieron ‘mujer y prostitución’... Algunas nos cansamos de ir y dar explicaciones. Mis compañeras retomaron ahora, y dieron otra pelea para conseguir el espacio que nosotras queremos, donde se hable de trabajo sexual, de legislación. Sin embargo, ellas no renuncian a llamarse feministas: “Si ser feminista es defender los derechos de las mujeres, si ser feminista es ir en contra del patriarcado... bueno, ¡nosotras somos feministas, hermana! No voy a esperar a que vos me des el título. El movimiento de mujeres necesita de todas las mujeres. Entonces, si nosotras empezamos con decir ‘yo sí soy’, creo que no vamos a lograr esa unidad. Porque hay muchas mujeres que todavía no se consideran feministas”.
El poder de poder hablar de sí mismas
Los obstáculos para que eso suceda pueden ser varios. “Está esa visión que nosotros teníamos, errónea: ‘feminismo es igual a lesbianismo’. Eso era muy malo. Las trabajadoras sexuales somos seres humanos, vivimos en esta sociedad prejuiciosa y pacata, y nosotras somos producto de esa sociedad. No vamos a negar eso. Así como a la gente le cuesta tanto hablar de la sexualidad propia, a nosotras nos costaba hablar de la nuestra. Nosotras nunca hablábamos del lesbianismo. ¿Cómo vos que, como dicen acá algunas lenguas, le das placer al hombre, vas a hablar de tu propio placer, que justamente no es con el hombre, que es con el que vos trabajás? Entonces, bueno, hay que empezar a separar que una cosa es mi trabajo y otra cosa es mi vida personal y mi propia sexualidad y mi propia decisión. Pero nosotras éramos tan duras con nosotras mismas, tan discriminadoras con nosotras mismas, tan represivas con nosotras mismas, que no discutíamos eso, y estaba oculto. Hablábamos siempre de los demás y nunca de nosotras. ¿Qué nos pasa a nosotras, qué sentimos nosotras? Que la gente dice... Bueno, mirémonos a nosotras. ¿Qué nos gusta a nosotras? En esta cuestión de separar lo laboral de lo personal, ¿qué nos gusta a nosotras, qué nos hace felices?”.
El negocio de la clandestinidad
El campo de la discusión contemporánea sobre el trabajo sexual puede dividirse (de manera arbitraria y con riesgo de equivocarse, como siempre en estas cosas) entre abolicionistas y reglamentaristas. Cuando le señalo que encontraba similitudes entre su discurso y el que se maneja respecto de la guerra contra las drogas, Reynaga sonríe: “En ese sentido, admiro profundamente a Uruguay. Les metió la mano en el bolsillo a los narcos. No sé si en su totalidad... no estoy acá, pero por lo que uno ve de afuera hay un problema del que se hicieron cargo y por lo menos están intentando resolverlo. Nuestro país está tan ciego...”. Se corrige: “No es que está tan ciego”. Su semblante se ensombrece: “Con esa excusa de que no van a promover... Mentira. Los dueños del tráfico de drogas son los mismos dueños del tráfico de personas y de la explotación laboral nuestra. Estamos hablando de los mismos. Entonces, cuando vos más clandestinizás el trabajo sexual, más negocio es para ellos. Me da mucha bronca que lo decimos, lo decimos, lo decimos... Hemos demostrado algunas cosas, pero siguen mirando para otro lado. Por eso digo que muchas veces esos dueños están en la Cámara de Diputados, están en la Justicia (jueces, fiscales...) y están en las comisarías, y hay muchos que están en el poder político. Ya estamos cansadas. Y no lo digo por boca de jarro. Lo decimos con conocimiento de causa. Lo que pasa es que si yo doy nombre y apellido, por lo menos de mi país... ¿Me entendés? Termino apareciendo como Sandra, como Karla, como algunas compañeras que por ir en contra de los sistemas terminaron acribilladas, y después nadie acompaña la lucha de nosotras. Yo creo que soy más valiosa viva que muerta, entonces, no subestimo más al enemigo”. Se refiere a Sandra Cabrera, trabajadora sexual argentina y militante de Ammar, asesinada el 27 de enero de 2004 por denunciar la trata de personas, la explotación de menores, la mafia y la corrupción de la fuerza policial, y a Angélica Quintanilla (conocida como Karla), joven trabajadora sexual de El Salvador, presidenta de la Asociación Liquidámbar, que trabajaba junto con Orquídeas del Mar para denunciar las violaciones a los derechos humanos a las que son sometidas las trabajadoras sexuales, y que fue asesinada el 6 de mayo de este año. Ambos asesinatos están impunes. “Me parece que está bueno lo que decían acá, de problematizar el tema, pero me parece que en este fervor de problematizar nos estamos olvidando de las consecuencias. Yo decía hoy: ¿quién nos acompaña? ¿Quién está ahí parada frente al Congreso, frente a las cámaras de televisión, pidiendo justicia para esa compañera que mataron hace un par de semanas?”.
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Esta nota fue escrita para Cotidiano Mujer en el marco de “Ni más, ni menos”, espacio de análisis político con enfoque de género en el que estudiantes avanzados de la Licenciatura en Ciencia Política (Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República) hacen su pasantía de egreso.