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Con el dedo en el gatillo

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Las trigger warnings, la censura y el exceso de corrección política.

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En 1985 Tipper Gore, esposa del futuro vicepresidente y entonces senador Al Gore, fundó el Parent Music Resource Center (PMRC, Centro de Recursos Musicales de Padres), un comité que consiguió introducir en las portadas de algunos discos una advertencia orientada a los padres sobre el contenido de sus letras. Una medida bienintencionada en relación al grado casi demente de violencia y misoginia de algunos discos de hip hop y heavy metal, pero que se fue ampliando hasta alcanzar su máximo de ridículo cuando la etiqueta fue colocada en el disco de Frank Zappa Jazz from Hell (jazz del infierno), por considerarse que tenía contenido satánico. El disco era íntegramente instrumental.

Aunque Gore y varias de las integrantes del comité provenían del ala más liberal del Partido Demócrata, la medida fue interpretada por el campo progresista como una suerte de censura, ya que la infamante etiqueta no sólo alteraba el arte de portada y condicionaba la escucha del disco sino que directamente afectaba la difusión y las ventas de las obras. El uso de las etiquetas del PMRC todavía se utiliza en algunos casos pero con el tiempo ha caído en desuso, aunque su espíritu se ha trasladado a ese enorme ámbito de difusión cultural global que son las universidades estadounidenses.

Las trigger warnings (“advertencias gatillo” o “advertencias de gatillos”) refieren a varios formatos precautorios, que pueden ser expresados con carteles o textos incluidos al inicio de los libros, pero también mediante la advertencia verbal previa de los profesores cuando van a tratar un tema considerado particularmente sensible. La idea de las trigger warnings surgió de los blogs feministas en los que se discutía sobre violencia sexual, para advertirles a las potenciales lectoras que hubieran sufrido esta clase de violencia que el tema a discutirse podía no sólo herir su sensibilidad sino “gatillar” (trigger) reacciones psíquicas producidas por el trastorno por estrés postraumático (TEPT), por lo que se anunciaba que lo que se discutiría podía resultarles perturbador y se les sugería que esquivaran la lectura si pensaban que podía resultarles dolorosa o insoportable. Un protocolo que se fue extendiendo como costumbre en los departamentos de género universitarios para ser luego reclamado por distintos grupos identitarios de estudiantes con el objetivo no sólo de no afectar a quienes sufrieran de TEPT sino a cualquiera que pudiera sentirse ofendido o escandalizado por determinados textos o exposiciones educativas.

Así, grupos de estudiantes en diversas universidades comenzaron a pedir que, particularmente en los cursos de literatura, se advirtiera -ya fuera en forma verbal por los profesores o con mensajes escritos en los textos- que determinadas obras podían causar sensaciones desagradables o angustiosas en sus lectores. En la Universidad de Santa Barbara -uno de los establecimientos donde apareció primero este fenómeno- se incluyó en la lista a obras como El Gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, y Mrs Dalloway, de Virginia Woolf (por sus referencias al suicidio), y El mercader de Venecia, de William Shakespeare (por su contenido antisemita). Más llamativamente aun, también se incluyó a Todo se desmorona, novela escrita por el nigeriano Chinua Achebe en 1958, que se considera la más importante obra de la literatura poscolonial africana, y como tal un bastión de las letras antirracistas (además de uno de los escasos textos africanos cuya enseñanza es habitual en las universidades). Aun reconociendo sus méritos literarios, los estudiantes sostenían que el libro podía “gatillar” reacciones en lectores que hubieran experimentado “racismo, colonialismo, persecución religiosa, violencia, suicidio y más”. Esta clase de reclamos no se limitaron exclusivamente a las áreas de Letras, sino que también llegaron a los departamentos de Derecho, cuando se enseñara la legislación referida a la violencia sexual y los actos de discriminación, así como a diversas materias de las ciencias sociales o políticas.

Las solicitudes de trigger warnings fueron discutidas en una primera instancia desde el ámbito de la psiquiatría, en el que varios especialistas advertían sobre la imposibilidad de resguardar a alguien afectado por TEPT de cualquier estímulo que pudiera desencadenarle una reacción postraumática. Pero dejando de lado lo terapéutico, la American Association of University Professors emitió un comunicado en el que expresaba su nerviosismo respecto de la instauración y el error de esas políticas.

“Las trigger warnings”, advertía el comunicado, “corren así el riesgo de reducir complejas visiones literarias, históricas, sociológicas y políticas a unas pocas caracterizaciones negativas”.

En todo caso, el tema fue difundido en forma masiva a partir de una extensa investigación/nota de opinión de Greg Lukianoff y Jonathan Haidt publicada en la revista The Atlantic y titulada “The Coddling of the American Mind” (algo así como “el mimado excesivo de la mente estadounidense”). Lukianoff (abogado constitucional y presidente de la Fundación por los Derechos Individuales en la Educación) y Haidt (psicólogo social especializado en conflictos culturales) exponían una serie de ejemplos llamativos de trigger warnings, pero sobre todo contextualizaban el fenómeno, separándolo de la cultura de lo políticamente correcto y poniendo el foco en los efectos del uso del lenguaje y la expresión de ciertos grupos sociales: el pensamiento que se expresaba en la filosofía de las trigger warnings como un reclamo individual -aunque amparado en la representación de minorías cada vez más fragmentadas- de bienestar emocional absoluto. Esto era interpretado por los autores de la nota como la continuidad de una educación -la de los alumnos terciarios estadounidenses- marcada por la sobreprotección y la escasa interacción con personas y pensamientos ajenos a su clase social. En lo que definían como “proteccionismo reivindicativo” describían el fenómeno como una extensión de las seguridades de la infancia -expresada también en el reclamo de safe places (lugares seguros), ámbitos en los que no se permite el ingreso de nadie que promueva algún tipo de confrontación ideológica o identitaria- y como una posible amenaza al método socrático de cuestionamiento de las propias ideas adquiridas, además de considerarlo un ejemplo de lo que algunos psicólogos llaman “razonamiento emotivo”, que es simplemente el predominio de las sensaciones subjetivas sobre lo que convencionalmente entendemos como hechos objetivos. La nota era de corte francamente pesimista, si no alarmista, y a pesar de la aparente protesta general de los expertos y académicos, algunas voces también relativizaron el supuesto peligro o la naturaleza censora de estas advertencias.

La batalla generacional menos esperada

Una de las peculiaridades de las trigger warnings es que el reclamo sobre su pertinencia no proviene de las jerarquías universitarias o del sector docente, sino mayoritariamente de los alumnos, lo que ha producido un paradójico enfrentamiento generacional. Buena parte de los profesores universitarios actuales se formaron -o fueron alumnos de quienes lo fueron- en el activismo estudiantil de los años 60, cuando una de sus causas aglutinantes fue la lucha por la libertad irrestricta de expresión encarnada en el Free Speech Movement, surgido en 1964 en la Universidad de Berkeley, California.

Sin embargo, entre la generación de estudiantes que reclama estas advertencias y controles discursivos se está lejos de la unanimidad. Una encuesta de la Knight Foundation entre alumnos universitarios confirmó que 69% está a favor de que los institutos de enseñanza tengan políticas contra el uso de términos ofensivos y/o discriminatorios. Pero, al mismo tiempo, 54% de esos alumnos piensa que el clima actual en los campus universitarios les impide decir lo que creen porque otros lo pueden encontrar ofensivo. En relación a las trigger warnings, las opiniones están aun más divididas. Kate Manne, una profesora de filosofía de la Universidad de Cornell, fue de las voces docentes que defendió públicamente el uso de las trigger warnings en un artículo de The New York Times explicando que dichas advertencias no excusaban al alumno de ninguna lectura o exposición a un tema, sino que simplemente lo preparaba, algo que no le parecía un recaudo excesivo en un país en el que se calcula que los trastornos del tipo TEPT alcanzan niveles epidémicos (3,5% en relación a 0,5% medio en el resto del mundo). Manne se oponía a que hubiera una reglamentación específica al respecto, pero defendía el uso de estas advertencias como parte de su autonomía como profesora y de un pacto de respeto por la sensibilidad de sus alumnos.

Bajo este punto de vista, las trigger warnings no serían ni más molestas o censoras que las advertencias de que tal o cual película contiene escenas gráficas de violencia o sexo. Pero significativamente Manne destacaba en su artículo su pertenencia a la misma generación de quienes reclaman este tipo de advertencias y controles, es decir, de quienes crecieron ya en un sistema educativo que hizo prácticamente desaparecer de la enseñanza pública la que puede ser considerada la novela fundacional de la literatura estadounidense, Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, una de las primeras obras de ficción en cuestionar el racismo y la esclavitud de los negros. El libro utilizaba el término nigger (negro) en boca de su principal personaje para referirse al esclavo Jim, una palabra que cuando la obra fue publicada en 1885 no tenía el carácter totalmente peyorativo que adquirió durante el siglo XX, por lo que a posteriori se la ha considerado una novela de contenido ofensivo o perturbador. Y eso termina convirtiéndose en una lectura prejuiciosa y que tiene el poder de suprimir otras lecturas.

Como suele suceder en las pequeñas batallas culturales o en lo que puede considerarse una nueva guerra sobre los límites de la expresión, el tema de las trigger warnings es algo que supera la mera discusión acerca de lo censor o condicionante de una frase de advertencia escrita u oral, para inscribirse en una discusión sobre la importancia real de las subjetividades personales, la concepción de la autonomía y la madurez en ámbitos universitarios y la importancia de los contextos. Y más allá de lo que estos discursos generen a futuro, importa interpretar lo que las trigger warnings dicen sobre el presente.

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