Las desigualdades en términos de género afectan múltiples aspectos de nuestras vidas. Mientras algunas de ellas han sido señaladas con énfasis e insistencia, tanto desde la academia como desde los movimientos sociales, otras permanecen aún poco visibilizadas.
Siendo un ámbito ilícito, el mundo del delito escapa al control y la regulación del Estado. Sin embargo, sería inadecuado pensar que por ello es una esfera donde reina la anarquía o el libre albedrío. Por el contrario, también allí existen fuertes condicionantes que indican, con mayor o menor precisión, qué se puede hacer y qué no, y, en definitiva, cuál es el lugar para cada quien. Así, al igual que el mundo del trabajo legal, el mundo del delito está fuertemente estructurado por el sistema de género. También en el ambiente delictivo predominan los valores patriarcales y las mujeres son generalmente consideradas débiles, menos confiables, o directamente poco idóneas para las iniciativas ilícitas. Excepción de ello son, claro está, los delitos en los cuales se reafirman los estereotipos de género o los que son compatibles con los roles que tradicionalmente se les ha asignado a las mujeres en función de su sexo (básicamente, madres y esposas).
Este panorama desigual trae aparejadas diversas consecuencias. Por un lado, las mujeres cometen sustantivamente menos delitos que los hombres (constituyen, por ejemplo, apenas 8% de la población reclusa), y cuando delinquen, sus niveles de reincidencia son claramente inferiores a los de su contraparte masculina. Según el Primer Censo Nacional de Reclusos, mientras más de tres cuartas partes de las mujeres privadas de libertad eran primarias, más de la mitad de los hombres eran reincidentes.
Pero, más allá de los niveles diferenciales de delito, la criminalidad femenina se caracteriza por incursionar en modalidades que las distinguen de los hombres. Por un lado, los delitos violentos cometidos por mujeres (si bien viene aumentando su participación en las infracciones contra la propiedad) se encuentran estrechamente vinculados a la esfera doméstica y son, a menudo, respuestas desesperadas a largos procesos de victimización. Por otro lado, los delitos no violentos cometidos por mujeres a menudo apelan a los estereotipos de género (fragilidad, sensualidad, docilidad), que utilizan como recursos específicos para moverse dentro de un contexto claramente desventajoso. Estas modalidades están presentes en los delitos contra la propiedad cometidos sin el uso de la violencia, pero también, y sobre todo, en los ilícitos que las mujeres cometen en mayor medida: los vinculados al tráfico y la venta de estupefacientes. Así, la mayor parte de las mujeres recluidas lo está debido a delitos de drogas, a diferencia de los hombres, que son encarcelados principalmente por delitos contra la propiedad.
Y es que las actividades de narcomenudeo y microtráfico permiten a las mujeres continuar desempeñando tareas domésticas y de cuidados, de las que son frecuentemente responsables, y generar ingresos extras. Pero esta incursión en el delito no debe ser entendida como producto de iniciativas de personas aisladas que actúan individualmente. Por el contrario, la participación de las mujeres en el comercio ilegal de estupefacientes forma parte de una cadena mucho más compleja, donde los puestos ocupados por ellas son generalmente los de menor jerarquía y mayor visibilidad.
Así, el accionar delictivo de las mujeres no responde necesariamente a ninguna de las dos representaciones simplificadoras que a menudo aparecen en el debate público. Por un lado, las provenientes de las visiones más conservadoras, que describen a la mujer que ha cometido delitos como un ser masculinizado, que rompe no sólo con la conformidad con la ley, sino también con los ideales de feminidad y los deberes propios de su género. Por otro, las de ciertas versiones del feminismo, que a menudo la conciben como simple víctima de la opresión patriarcal y cuyo accionar se entiende como mera reacción ante esta situación.
No se trata de victimizar a las mujeres que incurren en el delito. Pero sí resulta necesario comprender que los condicionantes que limitan sus oportunidades de desarrollo en el mundo de la legalidad también se reproducen e intensifican en el ambiente delictivo. Esta constatación cobra especial relevancia en un contexto como el actual, en el que los pedidos punitivos tienden a homogeneizar el trato hacia quienes se han involucrado en ciertos hechos delictivos, más allá de sus niveles de participación en la actividad. Y, sobre todo, tienden a olvidar que las consecuencias negativas del castigo y, en particular, del encierro, no quedan acotadas a quienes han infringido la ley, sino que impactan asimismo en las personas que dependen de ellas, básicamente, sus hijos e hijas.
Ana Vigna Socióloga