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El sable roto: la novela del coronel Lorenzo Latorre, de Jorge Chagas. Fin de Siglo, 2016. 129 páginas.

Historia y silencios

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Pocas figuras de nuestra historia son tan incómodas y discutidas como la del coronel Lorenzo Latorre. Fue el responsable de la modernización del país en varias áreas y quien le encomendó a José Pedro Varela la tarea de crear el sistema de educación universal que supo ser, durante varias décadas, motivo de orgullo nacional. En contrapartida, su gobierno fue una dictadura que no dudó en reprimir con gran severidad cualquier actividad que atentara contra su estricta noción del orden público. Durante la primera mitad del siglo XX existió un consenso más benévolo hacia su figura, entendiendo que la situación económica y social de aquellos tiempos justificaba el quiebre de la legalidad. A su vez, se juzgaba que la obra realizada durante su gobierno había dejado un saldo definitivamente positivo. Por otra parte, la austeridad de su figura y su preocupación por mantener la mesura fiscal facilitaba, en ciertos sectores, la idea de un dictador bueno y más preocupado por su país que por su propio bienestar. Especialmente si se lo compara con su sucesor, Máximo Santos, quien rápidamente se rodeó de lujos. Un siglo después de su gobierno, el autodenominado proceso cívico-militar utilizó a Latorre como precedente y justificativo de sus acciones, complejizando aun más el juicio histórico sobre él.

Como el subtítulo de la novela anuncia, el libro trata sobre el primer dictador militar de nuestra historia. Su estructura es relativamente simple: una serie de historiadores desfila por la casa de un Latorre exiliado en Buenos Aires, con la esperanza de clarificar algunos episodios de la historia nacional y de su trayectoria personal. Él se niega a responder, aduciendo que no recuerda o no sabe, pero las preguntas disparan memorias que van recorriendo su vida y obra.

La intención del libro no es lograr una biografía definitiva (cosa que no sería posible en este formato novelado), sino darle voz y humanidad compleja a uno de los personajes más enigmáticos de nuestra historia. Jorge Chagas compone a un Latorre endurecido, con cicatrices de guerra y el antecedente de una infancia difícil. La clase de persona que se enorgullece de su carrera militar pero que reconoce, para sus adentros, que la Guerra del Paraguay fue injusta y absurda. Incluso, en determinados pasajes, parece haber sido más un peón dentro de un esquema complejo que la máxima autoridad de un país. Su memoria está llena de latiguillos, frases recurrentes que aparecen a lo largo de los capítulos y que le dan por momentos un sabor poético. La propia lógica de la novela y su dinámica determinan que se den por conocidos muchos hechos históricos y sus actores. No es una obra adecuada para aprender historia, sino que resulta conveniente que el lector tenga una idea previa de quiénes fueron, entre otros, Venancio Flores, José Ellauri o el mencionado Santos.

Chagas, que es afrodescendiente, aprovecha para explorar, en forma tangencial, características racistas de nuestra historia, que fueron y son más duras que los que nos gusta reconocer. Se da también la oportunidad de ponerse en la piel del racista y reflexionar hasta qué punto se apoyaba en una creencia admitida, debido a los prejuicios de la época. Por momentos, incluso parece que se divirtiera enumerando los disparates que se solían repetir al respecto.

Otra reflexión que se desprende de la novela es que siempre van a existir aspectos que se le escapan a la historia, ya sea porque quien tuvo la posibilidad de dar su testimonio no estuvo interesando en hacerlo, o sencillamente porque resulta imposible documentarlo todo. El libro es, de por sí, un ejercicio sobre aquellas cosas que Latorre pudo haber aclarado pero decidió no hacerlo.

A su vez, los silencios del personaje, su convicción de que existe una verdad ética que sólo los militares intuyen, y su consiguiente tono de desprecio hacia los civiles, así como su idea de que hay un valor moral en recibir órdenes sin cuestionarlas y hacer el trabajo que resulta necesario, por más duro y brutal que sea, recuerdan a otros coroneles y generales, los que cien años después instaurarían la más reciente dictadura.

Posiblemente, lo más parecido a un juicio del autor sobre el personaje histórico aparece en un diálogo que este mantiene con José Pedro Varela, en el que se cuela una referencia a lo que denunciaría, en 1973, el senador Amílcar Vasconcellos. “Gracias a mí ya no habrá más Latorres”, dice el reformador de la enseñanza, y el dictador le responde: “Se equivoca, Varela, se equivoca. Puede que no haya más Latorres, pero, créame, siempre habrá Latorritos”.

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