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La antipolítica

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Edgardo Novick suma nuevos socios a su emprendimiento. No será por su plataforma política ni por su propuesta programática, dos conceptos que no forman parte de su proyecto. Supongamos que tampoco es por motivos económicos (sin negar el poder mágico del dinero, capaz, por ejemplo, de transformar la publicidad en información).

Tanto Daniel Peña como Javier de Haedo, y dirigentes colorados antes que ellos, vieron sin duda un nicho electoral, una posibilidad clara de incrementar beneficios. Y es probable que tengan razón.

El discurso público de Novick es muy simple. Se reduce a tres conceptos:

1 Ser de “origen humilde” y trabajador son cualidades que garantizan la honestidad. Esto se enuncia en el contexto de una sociedad que empieza a pensar, a influjos de la región, que los políticos son, en general corruptos, deshonestos e ineptos. De tal modo, tenemos la siguiente formulación:

Novick ≠ políticos

honestidad ≠ corrupción

Al ser de “origen humilde”, Novick se presenta como una figura que puede comprender mejor la realidad de la mayoría de la población. Su mensaje sugiere que haber ido a una escuela y a un liceo público lo hacen diferente, por ejemplo, de políticos como Luis Lacalle Pou, que según este discurso no tendría la capacidad de “representar” a la mayoría de la población porque no puede “ponerse en el lugar de”. Se coloca así una trayectoria educativa particular (y para nada singular, ya que es la realidad de la mayoría de los uruguayos) como patente de representatividad.

Y por si esto fuera poco, se le suma el “ser trabajador”, un concepto que cae bien en una sociedad aparentemente incómoda consigo misma en esta materia (véase en este sentido la “cultura del trabajo” que pregona el gobierno).

2 Novick “se hizo de abajo”. Un cliché efectivo. Es mucho más cómodo y tranquilizador pensar que la desigualdad no es estructural, sino producto de esfuerzos diferenciales.

3 En el partido de Novick, todos son candidateables, todos pueden convertirse en emprendedores exitosos, sin importar sus ideas. De hecho, las ideas no importan. “La gente quiere que estemos todos juntos, sin importar si son del Frente Amplio, del Partido Nacional o del Partido Colorado”, dijo Novick la semana pasada, cuando presentó a sus nuevas adquisiciones. En suma, no importan los partidos, y las ideas son malas porque dividen. ¿Cómo convencer de lo contrario cuando en el discurso social comienza a enunciarse con frecuencia que “la ideología” es “mala” y que es posible una política “sin ideología”, o una gestión “sin ideología”, aunque esto sea un contrasentido que no resiste el menor cuestionamiento teórico?

Novick es entonces exitoso, y puede serlo aun más, no sólo porque tiene dinero, sino porque sintoniza con las creencias de una parte de la sociedad, que ve a la ideología como sinónimo de prejuicio y freno, a los políticos como corruptos y “todos iguales”, y que está convencida de que “se han perdido los valores”, sobredimensionando todo tiempo pretérito (cabría al respecto recordarles la canción de María Elena Walsh: “Quien no fue mujer ni trabajador piensa que el de ayer fue un tiempo mejor”).

Novick sintoniza con los lugares comunes más peligrosos para la democracia, que preparan el terreno para los autoritarismos y las tecnocracias (ambos, por cierto, profundamente ideológicos).

El éxito de Novick es la derrota de la política, pero su principal activo son las ideas que empiezan a permear en una parte importante de la sociedad uruguaya.

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