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Jihad Diyab, ayer, durante la huelga de hambre. •Foto: Federico Gutiérrez

Ojalá

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Jihad Diyab: “Voy a seguir este camino hasta el final, porque deseo reunirme con mi familia en el lugar que quiero”.

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Jihad Diyab está solo. Encerrado en su cuarto, reza a la pared blanca, en dirección hacia donde, muy lejos, está la Meca. Lleva 28 días sin comer y diez sin tomar líquido, en reclamo por encontrarse con su familia, que está en Turquía, también muy lejos. Está deshidratado y perdió masa muscular. El lunes pasado lo tuvieron que llevar a la emergencia del Hospital Maciel, pero no le gustó cómo lo trataron. Costó mucho que permitieran que se quedara su amigo traductor que, de perfil bajo, prefiere no dar su nombre a la prensa. Alejandra de Bittencourt también pudo pasar, dice, después de mucha insistencia. Junto con otros militantes, forma parte del grupo Vigilia por Jihad Diyab.

“Siendo un hombre libre, se fue de viaje, como podía irse cualquiera, y se armó un escándalo descomunal. Hablaban del terrorista suelto en América Latina. ¿Por qué no se puede querer ir de este país? Se dice que es un egoísta, un malagradecido. Te dejan solo en un lugar donde no entendés a nadie, las costumbres ni la religión...”, explica a la diaria la militante, sentada en la terraza de la casa de Diyab. Es un apartamento sencillo, ubicado en Soriano y Aquiles Lanza, libre de adornos. Sobre uno de los pocos muebles descansan libros de cocina árabe que no le sirven de mucho en estos días. La puerta no cierra sin la ayuda de un cartón que sus allegados, que entraban y salían durante la tarde de ayer, colocaban cada vez.

El viernes, el médico que lo visitó dijo que se tenía que internar, y Diyab estuvo de acuerdo, pero primero quería contactarse con su esposa. El sábado lo llevaron al Hospital de Clínicas. “Le plantearon que lo iban a llevar a una habitación con dos camas, con baño exclusivo, sin restricciones en las visitas. Cuando él llega al hospital ve que lo ponen en un ala que está para inaugurarse, donde no había más gente, y se entera de que las órdenes son que hay cinco personas autorizadas a verlo, dentro y fuera del horario de visita”, cuenta De Bittencourt, una de las que estaban en la lista. Y sigue: “Había policías afuera, y al que está en una garita, fuera del hospital, lo hicieron entrar en el lugar de admisión. Era él quien decía quién pasaba y quién no”. “Yo ya estuve preso 13 años, incomunicado. No quiero que me digan que la gente que me está rodeando no puede verme”, les dijo a sus allegados el sirio, que, indignado, decidió volver a su casa. La integrante del grupo que lo apoya dice que le prometieron una ambulancia en diez minutos, que, pasadas tres horas, no había llegado, así que se fue en taxi. No esperó a que le hicieran el chequeo. “Sintió que le habían mentido, que se había repetido lo del Maciel”, dice la militante, que ve que el ánimo y la energía de Diyab van bajando, que se pierde en lo que está hablando. Cuando intenta caminar para ir al baño -a veces a lavarse para poder rezar-, se cae.

Pero son distintas la versión y la visión de Christian Mirza, el nexo entre el gobierno y los seis refugiados procedentes de la cárcel de Guantánamo que llegaron en diciembre de 2014. Ayer, Mirza fue a visitar al sirio, como hace cada tanto, y la charla fue la más larga de todas, dicen sus allegados. También en la terraza, el hombre que hace de vínculo -de forma honoraria- explica que, en coordinación con Raquel Ballesté, directora del Clínicas, decidieron internarlo en el piso 9, para que estuviera más cómodo. “Es una sala especial, que no tiene capacidad; no puede haber diez personas”. Según Mirza, la lista de los cinco habilitados a acompañarlo se armó en colaboración con sus allegados, y no hubo una presencia policial particular ni coordinación alguna con el Ministerio del Interior. ¿Y el policía de la garita? “El hospital puede disponer que su personal de seguridad esté donde esté”, contesta. “Cuando Diyab dice que se siente más preso que paciente, creo que es una muestra de que está sumamente confundido, porque no es así”.

Sin dar detalles, Mirza cuenta que el fin de semana estuvo en contacto con el canciller, Rodolfo Nin Novoa, y con Presidencia. “En estas horas [el domingo de tarde] se siguen haciendo gestiones para lograr una solución viable a cortísimo plazo. La idea del gobierno es, si se abre esa posibilidad, concretarla. Él nos dice ‘o me voy a encontrarme con mi familia o me voy a encontrarme con Alá’ y nuestra respuesta es ‘vamos a tratar de que te encuentres con Alá cuando lo disponga, no ahora’. Me consta que el canciller se puso a trabajar en esa línea”.

Ayer, la dirección del Hospital del Clínicas emitió un comunicado en el que se afirma que Diyab se retiró por voluntad propia. “El hospital y la dirección de este servicio universitario respetan la autonomía del paciente y el derecho a decidir sobre su salud, pese a la opinión contraria del personal médico que lo atendió. Si Jihad Ahmad Diyab decide cambiar su decisión, será nuevamente recibido en el hospital”.

Dos oscuridades

Jihad Diyab está acostado en un colchón en el piso, tapado hasta los hombros, con los ojos entrecerrados: la luz del cuarto le causa dolor en los ojos, así que le tuvieron que llevar una lámpara más tenue. A su lado están su alfombra para rezar, enrollada, y el único medio de contacto que tiene con su familia: la laptop por la que chatea vía Skype. Está flaco, con el pelo y la barba más largos que de costumbre. Casi inmóvil, susurra al traductor las respuestas a las preguntas. En contraste con su imagen frágil, contesta con palabras firmes y decididas.

¿Cómo te estás sintiendo, en cuerpo y mente, después de estos 28 días de huelga de hambre y diez días de huelga seca? ¿Es la más larga que hiciste?

-No puedo enfocar bien, a veces me olvido de cosas y a veces no sé qué es lo que estoy haciendo. Me duele todo el cuerpo, particularmente los riñones. Siento tanto, tanto frío, y me siento muy débil. Mi cuerpo no está bien. Quiero decir algo, y que los medios lo sepan: yo he pasado por una huelga de hambre en Guantánamo. Hay alguna gente de aquí que se pregunta cómo estoy vivo o cómo no entré en coma después de tanto tiempo sin comer ni beber. Sí, hay estudios médicos sobre eso, pero es teoría, no práctica como la que hice en Guantánamo. Me alimentaban forzadamente, pero no comí por 32 días y no tomé nada por 15 días. El último día estaba practicando deportes y de pronto me desmayé.

¿Cómo fue el diálogo que acabás de tener con Mirza?

-El gobierno quiere llevarme al hospital. Cuando me llevaron [el sábado] me di cuenta de que me pusieron en un lugar alejado de la gente, como si quisieran que esté solo, lejos del mundo. Eso no me gustó, y me volví a casa. Yo sé que algunos medios no creen, o ven raro que pase diez días sin agua, pero es porque no lo practicaron. De todas formas, yo sé bien lo que estoy haciendo y voy a seguir este camino hasta el final, porque deseo reunirme con mi familia en el lugar que quiero. Nadie me puede parar, y no me importa lo que digan.

¿Cuando rezás, qué le pedís a Alá?

-Le estaba pidiendo ayuda para encontrarme con mi familia pronto. Le pedí que me diera la paciencia para poder atravesar lo que estoy haciendo, y le dije a Alá que tengo esperanzas en que el Día del Musulmán, que es el viernes que viene, me encuentre con ellos. Le dije: “Oh, Alá, el matrimonio de mi hija va a ser el mes que viene y no podré ir, y estoy triste por eso. Y los extraño mucho”.

Los allegados a Diyab se empiezan a multiplicar en la puerta de su casa. Llegan las velas que van a alumbrar la vigilia en reclamo de que el gobierno haga algo al respecto, que todos los días arranca a las 19.00, en la vereda, y que recibe algunas miradas reprobadoras de los vecinos. Cuando Mirza sale, se da el encontronazo: lo increpan, cruzan versiones sobre lo que pasó en el Clínicas. Él se va, y el grupo de vigilia se queda.

Jihad Diyab no está tan solo.

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