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La última historia de Homero Escribano, de Jorge Burel. Fin de Siglo, 2016. 138 páginas.

Reseñamos el libro “La última historia de Homero Escribano”, de Jorge Burel

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Ya en los rudimentarios análisis literarios escolares aprendemos a distinguir forma y contenido como dos pilares en los que se basa cualquier obra artística. El esquema tiene un claro paralelismo con la dualidad cuerpo-mente, y eso ayuda a naturalizarlo. En esta novela, con importantes aspectos de parodia, Jorge Burel plantea la historia de un escritor con una arrolladora imaginación para crear historias pero sin talento alguno para escribirlas. No es tan desopilante como el sketch de Capusotto sobre los hermanos Lorenzo y Miguel García, de similar planteo, pero logra arrancar sonrisas e invitar a la reflexión.

La estructura se asemeja bastante a la de un policial, con un misterio inicial y el protagonista que va tirando del hilo para resolverlo. No hay grandes vueltas de tuerca ni situaciones de suspenso agobiante, pero sí una historia en la que se va dosificando, a buen ritmo, la información necesaria para develar el enigma. Al mismo tiempo, el libro tiene un aire de burla hacia el ambiente cultural uruguayo: aparecen escritores de gran prestigio que no han escrito ninguna obra interesante, editoriales que se dedican a publicar los grandes clásicos pero subsisten gracias a ediciones baratas de literatura sensacionalista, obras de teatro insoportables capaces de producir pesadillas, y periodistas culturales que reseñan libros por intereses sexuales. Pero el relato se mantiene siempre en el terreno del policial, e incluso los claroscuros morales del narrador ayudan a darle un sabor noir a la novela.

La tensión entre ese género y el ambiente parodiado está muy bien resuelta: hay un crimen literario, sin asesinato ni millones en juego; el personaje que en cierto momento amaga a denunciar una compleja red de corrupción sólo llega a ventilar rencillas entre escritores y arrendamientos de argumentos.

Es acertada y enriquecedora la inclusión de un personaje lateral en el que se reconoce fácilmente a Mario Vargas Llosa. En primer lugar, porque la presencia de un escritor ficticio dentro de la historia recuerda en buena medida a La tía Julia y el escribidor. Si bien en esa obra las radionovelas de Pedro Camacho alcanzan grados de absurdo que no llegan a verse en este libro, y la extensión de la novela de Burel no permite una estructura tan compleja como la del Nobel peruano, hay temas y recursos comunes en ambas. Por otro lado, las convicciones políticas de Vargas Llosa lo convierten, para buena parte de los lectores uruguayos, en alguien reconocible a quien resulta lícito hacerle la pequeña burla de sugerir que utilizó una idea aportada indirectamente por un escritor-que-no-escribe uruguayo. Para esos mismos lectores, el recurso habría sido imperdonable si la figura sugerida fuera Gabriel García Márquez o Mario Benedetti.

Algunas decisiones que toma el autor sobre la ubicación espacio-temporal resultan un tanto difíciles de comprender. La historia se desarrolla en algún momento entre la década de 1950 y el comienzo de la de 1990, cuando los periodistas todavía utilizaban máquinas de escribir y la telefonía estaba razonablemente extendida sin que hubiesen llegado los celulares. Ningún elemento de la trama exige que la novela se desarrolle en el pasado, salvo, quizá, la nostalgia del propio Burel de las maneras de hacer periodismo de su juventud. Respecto del lugar en que ocurren los hechos, el lector asumirá que la historia transcurre en Montevideo o quizá en Buenos Aires, pero las referencias urbanas son tan genéricas que el paisaje queda totalmente desdibujado. No debería ser requisito para leer una novela que ella ofrezca un fino conocimiento del paisaje y el nomenclátor de una ciudad, pero una ubicación tan vaga puede terminar por quitarle realismo a la lectura.

Por último, la novela es también una reflexión sobre el hecho de que el autor individual sea una figura tan central en la literatura, mientras que en otros ámbitos, como el de la música o el cine, se acepta de buen grado que las obras surjan como colaboraciones entre diversos artistas. Nadie cuestiona que un músico interprete piezas creadas por otros, y muchas obras fundamentales del cine son adaptaciones de libros, sin que por ello se discuta su valor, pero está mal visto que un escritor no sea capaz de elaborar por sí mismo su obra, desde la idea inicial hasta el producto terminado. El humor y la invitación a esa reflexión acerca del mito del autor son posiblemente los más interesantes méritos de esta novela de Burel.

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