Te podés parar frente al espejo un día y darte cuenta de todo. De que estás viejo, de los pelos en las orejas, de que la carne es evidencia de las cosas. Porque algunos no lo admiten, pero el cuerpo es evidencia de todo. Y mientras me miro las miserias, el dolor de los años, el odioso balance, cerrar las cuentas, llega desde la luz azul del televisor la noticia: los putos marchan.
Los putos en todos lados. Los putos que casi son fabricados en serie por empleados explotados en algún sótano clandestino. Se venden barato. Algunas personas quieren un gato siamés, otras un pastor alemán. Otras un puto en el llavero del auto, como amigo, como conductor de televisión. Somos un fetiche lícito. Bah… Ustedes: yo no.
No importa que ya no estemos en un catálogo de enfermedades. No importa nada una mierda. Entramos en el círculo retroalimentado de la automarginación, y por la puerta grande. Y después los ves en la calle, marchando. Algunos son putos. Otros no sé qué son, ataviados con plumas, con colores, desenvainando taco aguja, más agudos que el descaro, más altos que rascacielos. Las caras pintadas, tetas hechas con algodón, con medias. No entiendo. ¿Quiénes son estos seres? ¿De dónde salen? ¿Qué tienen que ver esos colores con los rincones lastimados de las habitaciones silenciadas? ¿Por qué no me encuentro a estas personas cuando voy al súper, entre la mayonesa y el atún?
Detrás de esas caras que se hacen famosas, detrás de esas reivindicaciones, detrás de la semántica, ¿los putos mismos no nos damos cuenta de que somos tan artífices de nuestra condena como aquellos a los que llamamos otros? Tantas luchas de otras minorías y seguimos en la misma o una peor. Hasta la reivindicación de la libertad y el orgullo llevan código de barras.
Pero vamos a decir que todo esto no nos importa, porque suena el teléfono. Es su voz. Dale, vení, estoy en casa, rescatame: no hay marcha, no hay padres que pesan sobre la vida.
Vino Leonardo. Se me apretó contra el pecho, casi llorando. Me dejé mojar por las lágrimas. Él lloraba, yo lo consolaba, consolándome a mí también, olvidándome de las noticias, de todo. Me contaba alguna de sus tragedias menudas. Este gurí no sabe ni qué hacer con esa hombría que se le desparrama, como si fuera un médium amateur que no puede dominar todas las voces que le llegan, que no puede separar un mensaje de otro. Toda su psiquis necesita de un hombrón que lo contenga, y yo necesito un efebo para no sé qué mierda, aunque todos esos escrúpulos se callan cuando nos tiramos en la cama y lo veo desnudarse. No me obligues a ser la puta eterna que te lama desde los pies hasta la corona, pensé. Sin embargo, toda impostura fue en vano. No pasaron 15 minutos, y me arrodillé. Agarré, recibí, encontré el pene de manera extraordinaria. Cuerpo de Cristo. Amén. No había sólo gula lasciva; fue distinto. Acaso todo lo lascivo, pero mezclado con una sensación diferente, con un imperativo inmenso. Me aferré como si aquello fuera el único nexo a una realidad, a una certeza sospechada, pero nunca vista; a una dicha.
En ese momento no, pero después uno teoriza la mezcla de cosas que sentía cuando estaba de rodillas: la furia edípica homosexual, el éxtasis rabioso de poseer, saborear el pene nunca encontrado. Y esa pudo ser la causa de esas lágrimas que se me empezaron a salir. La culpa incestuosa, el absurdo, la vergüenza de estar así, de tener un pene entre las piernas pero dejarme someter por otro. Saberse tan, tan puto. Quizá el orgullo de controlar los espasmos y los deseos todos del cuerpo de un hombre, por su parte más vil y vulnerable. ¿Qué podrán buscar las lesbianas en la cama? ¿Saben que aunque excaven en sus huecos blandos, babosos, en esas bocas mudas, jamás desenterrarán un pene?
Este pibe es una droga. Y le pago, le pago, le pago. Le compro lo que me quiera vender al precio que me pida. A veces me vende pedazos de carne que sangran; otras veces carne seca, como un tasajo agrio que venía guardando para el momento del negocio, de esa prostitución descarada que te tira a la cara cuando se levanta de la cama, va, se echa una meada de caballo y se empieza a vestir. No me hagas eso, Leonardo. Esperá a que me duerma y sacame plata de la billetera. Pero no: el hijo de puta casi siempre se viste cuando yo tengo los ojos abiertos. Le aprieto las nalgas antes de que se las enfunde en ese blue jean malvado. A veces no me dice nada, a veces me dice que lo deje vestirse tranquilo.
Cuando te diste cuenta de que tenía alguna lágrima en la cara, cortaste todo con la practicidad de quien sabe que el negocio no marcha. No te dije nada, me quedé mirándote ahí, aguantando un poco las ganas de llorar. El rito de retirada comenzó: agarraste el pantalón, unos billetes. Saliste. Cundo diste un portazo y te hundiste en la calle, entonces sí me tiré en la cama y lloré como hacía tiempo no hacía. No quise pensar nada. Sólo quería que el llanto me saliera todo, entero. Me salió de la boca en un bloque, como un monolito; así lo largué al mundo. Y después me dormí.
David Rodríguez Salles