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Federico Murro

El verdugo de Juan A

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Parado ahí, en calzoncillos, apoyado en el quicio de la puerta. Quizá quiera esconder lo que luego será imposible evadir. Por eso no se saca el calzoncillo, que es lindo, con dibujos, y parece juvenil. Nada menos sexy que un tipo con la pija chica.

Para un pendejo como yo, que lo único que quiere en este momento es llevar a cabo todas las fantasías construidas en años de masturbación, un pijicorto es lo peor que puede pasar. Y parece que mi culo es un imán de pijas cortas.

Pero me meto en esos bailes. Creo saber, por portación de rostro, de qué porte será el pene, pero en general me equivoco. Y luego es demasiado tarde.

Los chupo, como si fueran la pija de Rocco Siffredi, sólo que lucen como la del hijo de mi vecina, que tiene siete años. No diré “saben”, porque en general saben bien.

La primera vez que me penetraron fue con una pija chica. Debo decir que no estuvo mal, que a pesar de los nervios el tamaño me ayudó, no tuve miedo. Ese miedo al desgarro, que parece que es muy normal. Pero luego la fantasía del desgarro, y más tarde, el deseo del desgarro.

Y yo soy medio tontolote, me parece. Se ve que el portador de pija pequeña se muestra más tierno y vulnerable, que es lo que en el fondo me termina seduciendo. Pero en la superficie lo que busco es lo que llaman chongo. Un chongazo de pija bien grande y dura, masculino. Que sea puto, porque los hetero tapados me dan asco, los casados y los que se quieren casar.

Pero lo cierto es que en este mareo de la vulnerabilidad me han tocado pijas más bien pequeñas. En particular pienso en Juan, un tipo al que hubiera amado, un genio, nos gustaban las mismas cosas, la música y eso. Pero la tenía muy chica. No era un micropene (“Microchota”, le decíamos a un pibe con el que se acostaba una amiga y al que no demoró en dejar tirado), pero casi. Era un tipo bastante más grande que yo, bastante fogoso, pero creo que se había vuelto esencialmente pasivo gracias al tamaño de su pene. Y en ese momento lo último que necesitaba era un pasivo. Porque era yo quien estaba buscando concretar mis sueños de pasivo, que en nada se relacionaban con el tamaño de su pene. Me hice el rico hasta que no me llamó más. Una pena.

Lo hablé con amigas (con las que curten con tipos), y ellas estuvieron de acuerdo, que el tamaño sí importa y todo eso, incluso alguna me dijo que primero un buen chongo de buena pija, medio vulgarote, que apenas sepa hablar. El amor y todo lo demás vendría después. La única disidente era Anita, que me decía que me dejara de joder, que si se le ponía bien dura me podía hacer gozar. Y es verdad, yo gozaba. Pero ¿qué iba a hacer si lo que yo quería era tener entre mis manos, en mi boca y finalmente en mi culo una pija bien grande?

Llevo en el cuerpo esa dualidad: la superficie y el fondo, el chongo vergudo que me penetre con fervor versus el tipo tierno, que me cuide, que me coja suavemente. En los tres años que llevo siendo sexualmente activo, y ya con 21 años, por dios, no he logrado conciliar esas partes.

Suelo creer que la pornografía ha operado secretamente en mi sensibilidad. Todos esos penes gigantes, esas penetraciones abusivas han moldeado mi deseo al punto de que ya no me pertenece. Todas las horas frente a la computadora viendo gangbangs, pijas taladro en culos que parecen huecos... Estoy oprimido, pienso, abandonado a las fantasías de la embestida e imposibilitado para el encuentro con un hombre real. (Soñé hace poco que me perseguía un centauro. Cuando me alcanzaba, era él quien me montaba. Fue lo más cerca de dios que estuve en mi vida).

Claro, tampoco puedo ir pidiendo credenciales antes de acostarme con un tipo. Como la portación de rostro no es confiable para determinar el tamaño, no me queda otra que entregarme a lo que venga. Muchas veces rezo como un mantra unos versos que me quedaron grabados del liceo: “Tómame ahora que aún es temprano”. Lo hago a modo de enfocarme, de concentrarme en el cuerpo que tengo enfrente, de obviar lo que no me gusta o rechazo de él. A veces lo modifico: “Tómame ahora que estoy muy caliente”. Pero no siempre funciona. A veces la pequeñez se impone, y mi ano, que supo atraer esa minucia, comienza a repelerla, cerrándose inexorablemente.

El problema con los pocos vergudos con los que me he topado es que muchos de ellos están como enamorados de su propia pija. Exhiben el trofeo que dios les dio, como si fuera suficiente para consumar el goce. Además, muchas veces, detrás de las máscaras de la virilidad, me he encontrado con los pasivos más rabiosos.

Y lo cierto es que el miedo al desgarro y el deseo del desgarro se entrelazan con misterio.

Cada día me propongo ser más compasivo con los no agraciados, en cada cita procuro sortear el detalle que supone el tamaño. No siempre lo logro.

No debo olvidarme de que yo también llevo la vergüenza de la minucia, que no desaparece con sólo darme vuelta o con no nombrarla.

Voy entendiendo que se trata de otra cosa.

(La palabra “vergudo” se parece demasiado a la palabra “verdugo”).

La vida quizá deba ser menos pornográfica, aun si nos amarran y nos muerden los pezones.

(¿Debería llamar a Juan?).

Me vuelve otra parte del poema ese que me acuerdo del liceo, que creo que no tiene nada que ver con eso, aunque creo que lo escribió una vieja medio cachonda. Algo sobre un mausoleo, sí, que el deseo se volvía inútil con el tiempo, como una ofrenda en un mausoleo.

Emiliano Sagario.

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