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Esta es una de las frases más reiteradas en uno de los audios transmitidos por Whatsapp entre el personal -masculino- de CUTCSA. Estos mensajes tienen como propósito principal poner en alerta y avisar, para que se tomen las precauciones necesarias: “A borrar, ¿eh?”. Quien tenga alguno de estos videos debe eliminarlo inmediatamente. El tono de voz, el ritmo y los términos utilizados -“prostitución infantil”, “menor teniendo relaciones sexuales”, “delito”, “causales”, “allanamiento”, “Interpol”- reflejan la preocupación por un hecho que puede alcanzar a varios, y también dan cuenta de la gravedad del asunto.

Sea porque el temor a caer junto al grupo de “Los fenómenos” y pagar las consecuencias es importante, o porque hay una relativa conciencia de que mantener relaciones sexuales con menores es un delito, los más cercanos a los culpables parecen ser los más precavidos. Algo que no sucedió en otros ámbitos. La discusión liviana e impune que se produjo en los comentarios de los portales informativos y las redes da cuenta de que el país de los nuevos derechos no existe.

El objeto no es hacer de abogada del diablo -de CUTCSA, del presidente de la empresa, Juan Salgado, y de los colegas de “Los fenómenos”-, sino señalar que las palabras tienen efectos. Hacemos cosas con palabras, entonces no es lo mismo decir “menor”, “botija” o “pendeja”; el rango de variación de la vulnerabilidad es importante, y de este deriva la responsabilidad que les otorgamos a ellos o a ellas. Si sólo se trata de unas “pendejas” que “se ofrecen” -como dijeron el abogado de los procesados y tantos en las redes-, acá no pasa nada. Sólo se trata de un intercambio de fellatio por boletos. Nada de qué preocuparse; a no exagerar.

La naturalidad con que se difundió esta última idea ayer en las redes duele. Quienes sostienen que esto no es un problema no advierten que ese intercambio es absolutamente desigual y, por lo tanto, injusto. La desigualdad de género, potenciada por la diferencia generacional y de estatus, queda invisibilizada por las condiciones socioeconómicas: esto es “natural” porque las adolescentes del caso son pobres. Tal vez un episodio de estas características entre chiquilinas de 16 años de otro estrato socioeconómico tendría otra lectura; seguramente aquellas serían mejores candidatas a víctimas. Esta mirada la hemos visto de forma reiterada en uno y otro caso de violación y feminicidio: algunas eran descritas como “chicas bien, estudiosas y de buena familia”, mientras que acerca de otras se señalaba que andaban siempre “en la calle y con cualquiera”.

Detrás del argumento de “no exageremos” también está la idea de que “sólo” se trató de sexo oral y que cuando se realizaron otras prácticas sexuales “estándares” se debió a que una de las chicas era “la novia” del hombre. Otra vez: no hay abuso, no hay violación, no hay desigualdad de poder. Este no es un pensamiento de unos pocos, sino de muchos, y es fiel al espíritu de la legislación que hasta hace pocos años continuaba vigente. A fines de 2005, Uruguay derogó de su legislación los dispositivos que eliminaban el delito de violación en caso de que el agresor se casara con su víctima. Ni los novios ni los esposos podrían violarnos, ¿no?

Entonces viene a cuento esta “cuestión del patriarcado”, término desplegado en la década de 1980, que luego entró en desuso y ahora ha retornado. Las relaciones sociales son desiguales, no sólo en términos de clase, sino en términos de género. Y esta desigualdad es tan estructural que se naturaliza y no logramos visualizarla, mucho menos, por ende, contestarla. En consecuencia, nuestro campo de posibilidades para pensar y contestar los mandatos, en este caso de género, también es muy limitado.

Tenemos matrimonio igualitario, interrupción voluntaria del embarazo, cambio de identidad de género, adopción de menores por padres del mismo sexo, entre otros derechos reconocidos en la legislación, pero seguimos pensando la administración del placer y el cuerpo desde un esquema heteropatriarcal. Está bien que ella se ofrezca y él le pida algo para él. Jamás al revés. El argumento de que lo sucedido es “normal” es que a las pendejas les gusta: les gusta que las usen, o que las violen un poquito, diría un cantante famoso.

Si no fueran menores, si no fueran siempre, de alguna forma, un poco vulnerables, no tendría gracia. El derecho al goce y a la libertad sobre el cuerpo no es el mismo para varones y mujeres, y esos mandatos diferentes son los que estructuran los códigos del patriarcado. Por ejemplo, fenómenos que manejan ómnibus (en general autos) y fantasean con un sexo oral a escondidas; mujeres que aprenden que esa práctica tiene un valor simbólico (y en ese caso, además, monetario) distinto.

El patriarcado nos estructura las posibilidades de pensar y hacer a todos y todas. No sólo a las mujeres, también a los hombres (este propio binarismo es su primer código, que aquí no llego a desarmar). Si nosotras debemos cumplir ciertos mandatos: ofrecernos, dejarnos (proteger y abusar), cumplir, sentir, etcétera, etcétera, a los hombres les corresponde otro tanto, pero de la otra orilla. En general, no es simétrico, porque justamente de eso se trata: hay privilegios. Pero también es cierto que quienes no cumplen con los mandatos son castigados, ya sea simbólica o físicamente.

Si pudiéramos discutir de esto, estaríamos un paso adelante, pero no lo estamos. Por ahora, lo que tenemos es un aprendizaje a partir de la experiencia directa de un sector de la población, en general la clase trabajadora, que ya no puede dejar pasar, o al menos dejar ver, así estas prácticas. El Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos lo experimentó hace unos meses, ahora le tocó a la empresa transportista CUTCSA. Esto podría verse como el vaso medio lleno. Sin embargo, otros continuarán realizando estas prácticas, porque estarán mucho menos vigilados, o amparados en sus privilegios. Y tantos otros y otras seguirán considerando que es algo normal, que el patriarcado es un invento de moda, y que la política y el cuerpo son cosas totalmente distintas.

Investigadora del Departamento de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.

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