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Llego a la pensión a la hora de siempre. El patio, con sus baldosones de ajedrez, se vuelve inhóspito en invierno.

La dueña me saluda como siempre, sin mirarme, sin dejar de verme. Me controla desde que abro la cancel hasta que cierro la puerta. En el vidrio esmerilado se superponen la H y la L en una gótica, fósil de una época de frente alta y mirada soberbia.

La vieja se yergue para mirarme, pero sigo caminando, no le doy oportunidad de que me hable. Sigue lustrando la reina.

“Adentro todo está igual pero hay cosas que faltan”. Eso es lo que la vieja quería decirme. “No están tus frascos de perfume arriba de la cómoda, ni el cubrecama”. Veo la manta arrugada en el rincón.

Tiro el portafolios sobre la cama y cambio de ruta. Busco los cigarros, elijo el plan B. Elijo “noche de whisky y salto al vacío”, diría el viejo cínico.

No soporto la soledad de la pieza, prefiero el frío, el humo y los borrachos. Salgo, esquivo un alfil, una torre, y estoy en la calle.

Me quedo sin movimientos. No sé donde estarás a esta hora. Tengo la certeza del vacío de la pieza y la manta arrugada. No me detengo en lo que pensarás. Si a esta hora hablarás con alguien. Desearía que estuvieras llorando, pero lo descarto.

Soy tu plan C, y no hay lágrimas para un plan C.

Sebastián Bello.

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