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La Revolución Rusa y Uruguay

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La izquierda uruguaya de principios del siglo XX fue, en gran medida, determinada por el batllismo. El reformismo social del gobierno, empoderado, además, por la victoria contra el Partido Nacional en la revolución de 1904, marcó el proceso de la historia y de la izquierda. Centrémonos en el socialismo.

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En 1894 los socialistas crearon el primer centro socialista; en 1895 fundaron su primer gremio importante, la Asociación de Albañiles de Mutuo Mejoramiento. Desde el inicio debieron competir con los anarquistas y ya en el siglo XX tuvieron un adversario más problemático: el batllismo. Vieron frustradas sus intenciones fundadoras varias veces. En 1901 se presentaron a las elecciones municipales liderados por Álvaro Armando Vasseur, sin mayor suerte. En 1904 vivieron su primer relevo generacional importante con la Profesión de fe socialista, de Emilio Frugoni, que desde ese año hasta su muerte fue la figura más destacada del socialismo. El batllismo ya estaba presente en el escenario político y los socialistas buscaron un acercamiento que terminó mal. En las elecciones de 1905 participaron en coalición con los batllistas sin lograr ningún resultado efectivo. Y en Uruguay, sin presencia en el Estado, la existencia política es imposible. Recién en 1910, con la ayuda de los votos “prestados” por Carlos Manini Ríos, socialistas y liberales entraron en el Parlamento.

El batllismo, desde siempre, tuvo por el socialismo “cierta cordial simpatía”, como decía Domingo Arena, y las coincidencias se expresaban en todo sentido, pero especialmente en el programático. 77% de las propuestas del socialismo estaban contenidas en el programa batllista. Así, perfilar una propuesta por izquierda se volvía muy complejo, pues el espacio reformista –ya tradicional en la socialdemocracia europea– estaba ocupado por el reformismo de José Batlle y Ordóñez. A los socialistas sólo les quedaba el extremo del espectro. Por eso, en 1911 se autodefinieron “la extrema izquierda avanzada del Uruguay”, que picaneaba al gobierno para que fuera “más allá” en las reformas que realizaba. El Partido Socialista del Uruguay (PSU) esperaba que el tiempo desenmascarara el carácter “burgués” del batllismo y entonces sería el momento del socialismo criollo.

El socialismo y el internacionalismo

Este radicalismo ubicó al PSU junto a los sectores más revolucionarios del socialismo internacional. En todas las controversias de la Internacional Socialista estuvieron, siempre, al lado de Karl Kautsky, Jean Jaurès, Rosa Luxemburgo, Pablo Iglesias. Tanto en el affaire Millerand como, y principalmente, en la controversia revisionista, el PSU apoyó las tesis marxistas clásicas, casi con fe religiosa. Y, obviamente, apoyó la propuesta de no votar los créditos en caso de que la guerra mundial estallara.

Cuando la casi totalidad de la socialdemocracia votó los créditos al inicio de la Primera Guerra Mundial, los socialistas uruguayos quisieron ver una patraña de la “prensa burguesa” en esa información. Publicaron, de apuro, una edición especial de El Socialista con decenas de telegramas que desmentían el hecho. Que los socialistas apoyaran el conflicto, el chauvinismo nacional, la carnicería entre hermanos no podía ser verdad. Desde esa edición hasta un año después nada se dijo del tema. Recién en 1915 el PSU asumió la “traición” de la socialdemocracia como una cruda realidad, que condenaron duramente.

Octubre de 1917 estaba muy cerca.

La crisis uruguaya, 1913

Desde finales del siglo XIX, Uruguay vivió una larga onda de bienestar. Si bien los sectores populares sufrían la pobreza, la inflación y se mantenía la asimetría en la distribución de la riqueza, la expansión de la economía permitió las políticas reformistas.

Amparados en el Estado batllista, el anarquismo pudo fundar la Federación Obrera Regional Uruguaya (FORU), en 1905, y con el respaldo oficial las huelgas fueron todas exitosas. En 1912, debido a problemas internos, la FORU dejó de existir hasta 1916 y con la crisis económica de 1913 la situación de los sectores populares se volvió dramática.

En 1913 las potencias europeas retiraron gran parte de sus inversiones de la periferia a la espera de la guerra inminente. Los créditos internacionales se bloquearon, o sea que para el batllismo una de las fuentes principales de financiación desapareció. El gobierno uruguayo no pudo hacerse cargo de sus obligaciones globales y, con el boicot financiero del Banco de Londres, el Banco Comercial y el Banco Italiano, se desencadenó una de las más graves crisis financieras de la historia uruguaya, que dio fin al ciclo de expansión. La respuesta batllista fue radicalizar su propuesta económica y social, pero no pudo revertir la pauperización de los sectores populares. En consecuencia, anarquistas y socialistas radicalizaron sus discursos y sus acciones.

Desde el resurgimiento de la FORU en 1916 hasta 1921, Uruguay vivió una huelga general por año. La alianza o “cordial simpatía” del batllismo con la izquierda terminó. Luego, la derrota batllista en la elección a la Asamblea Nacional Constituyente de 1916 hizo el resto.

Convocada para reformar la Constitución, por primera vez el voto universal y secreto le jugó una mala pasada el gobierno. El oficialismo perdió y desde entonces se vio obligado a pactar con las facciones conservadoras del Partido Colorado para mantener el poder. El “aburguesamiento” del batllismo, tan esperado por los socialistas, por fin ocurrió, mientras que los anarquistas más duros rompían definitivamente con aquellos que coquetearon con el poder.

El PSU aprovechó la crisis y la radicalización social desde una buena posición. Tenía su área sindical en la poderosa Federación Obrera Marítima, que operaba como una “central” socialista en contraposición a la FORU. Su secretario general era un peluquero que tenía su negocio cerca del puerto. Se había afiliado al PSU en 1913. Se llamaba Eugenio Gómez y desde ese lugar creó su prestigio y sus apoyos.

Así, en las elecciones de 1919 el socialismo logró dos diputados. Su votación fue tan buena en Montevideo que obtuvo un miembro en el Concejo Departamental, Alfredo Caramela, el primer hombre de izquierda que integró un cargo ejecutivo municipal. La estrategia socialista daba sus frutos.

Anarquistas y socialistas convivían, mal que bien, en las luchas sociales, cada vez más radicales y violentas. El escenario era percibido, por muchos, como potencialmente revolucionario. Para la FORU era evidente, mientras que para un sector de los socialistas la crisis y los enfrentamientos abonaban concepciones que cuestionaban el orden establecido con un discurso cada vez más radical.

En noviembre de 1917 se anunció en la prensa que los líderes “maximalistas Lénine y Tronski” habían tomado el poder en Rusia.

Reacciones en Uruguay

No se tenía ninguna claridad, en principio, sobre qué sucedía en Rusia. La mayor parte de la FORU, de inmediato, vio una revolución anarquista y sentenció que Lenin y León Trotsky eran anarcos. Los socialistas fueron más prudentes, pero apoyaron el proceso, especialmente el sector liderado por Gómez y Celestino Mibelli. La opción revolucionaria, entonces, era viable, la profecía marxista para unos y sindicalista revolucionaria para otros se había cumplido. ¿Podría aplicarse el mismo método en Uruguay? Teniendo en cuenta que el costo de vida entre 1914 y 1920 subió 49%, en tanto el poder de compra de la clase obrera se redujo 20%, ¿no había condiciones de miseria similares a la rusa para hacer la revolución? Muchos pensaron así.

Las huelgas aumentaron en cantidad y calidad, y abarcaron a gran parte del proletariado urbano, la mitad en los momentos más álgidos. La violencia fue dueña de los conflictos sindicales. Las muertes y la radicalización obrera dieron el tono a los difíciles momentos vividos. Todo esto coadyuvó a que los militantes revolucionarios comenzaran a descreer de la institucionalidad “burguesa” como medio apto para llegar al socialismo, y a suponer que Uruguay y Rusia vivían crisis similares. No es casual que en la campaña electoral de 1919 Gómez proclamara: “Aquí como allá [Rusia] existe la explotación del hombre por el hombre; aquí como allá los obreros se ven obligados a recurrir a la huelga para conquistar mejoras y respeto a sus derechos; aquí como allá el Estado burgués pone la fuerza del ejército al servicio de los planes reaccionarios de la burguesía; aquí como allá, es necesaria la organización de los trabajadores en el terreno gremial y en el terreno político, para conquistar la emancipación integral de la clase proletaria”.

Cuando la información se decantó y quedó claro que en Rusia un partido había tomado el poder y estaba haciendo la revolución socialista, las aguas de aquella izquierda uruguaya se dividieron. La mayor parte de la FORU interpretó la nueva época asumiendo que los hechos “demostraban” que para llegar a la anarquía era necesaria una fase de dictadura proletaria, como enseñaba la Revolución de Octubre, pero ejercida por los sindicatos, jamás por un partido. Fueron llamados “anarcodictadores”. La minoría no transigía con ningún tipo de poder estatal, dictatorial o de partido; para este sector era tan condenable “la dictadura de la levita como la dictadura de la camisa”. Fueron denominados “anarcopuros” o “anarcopuritas”. Esta fractura no tuvo remedio y generó la larga decadencia del anarcosindicalismo hasta su desaparición a manos de los comunistas a finales de la década de 1920.

Los socialistas también se fracturaron, y el sector probolchevique fue el mayoritario. Mientras Frugoni, en los albores del proceso, lo evaluaba como inviable, como otra Comuna de París a la que igualmente había que apoyar, Gómez sostenía lo contrario: “A Rusia le faltan muchas cosas que son indispensables para sostener el régimen colectivista [...]. En Rusia hay poco industrialismo; la nación se encuentra en un caos político [...]. Sin embargo, a pesar de carecer de estas condiciones el pueblo ruso, puede suceder que esa legión de talentosos socialistas maximalistas y revolucionarios se unan estrechamente y convertidos casi en mártires de los nuevos ideales corran del uno al otro confín de Rusia para ordenar el colectivismo [...] [y] pudiera suceder que el régimen colectivista fuera implantado y sostenido a pesar de las dificultades enormes que presenta para ello”. Gómez sentó las bases del voluntarismo como una de las claves de la realización política, una de las señas de identidad tan caras al comunismo.

A finales de 1919 llegaron las noticias de que se había creado la Internacional Comunista (IC).

El debate sobre las internacionales

Luego de la Primera Guerra Mundial, el socialismo internacional quedó fracturado en tres organizaciones. La vieja Internacional Socialista se reconstituyó y profundizó su perfil reformista, tan criticado como causa de la “traición” de 1914. Los comunistas, convencidos de que la Revolución Rusa sólo era el primer paso de la revolución global, organizaron una internacional radical, que se conformó como un partido mundial cuyo centro era Moscú, la IC. Su disciplina era estricta, sus mandatos, órdenes. En 1921 elaboraron 21 condiciones de ingreso que los partidos debían cumplir rigurosamente. Las condiciones de ingreso a la IC imponían cambiar el nombre de Partido Socialista por Partido Comunista; separar de las filas a reformistas y centristas; crear un aparato clandestino e infiltrar el Ejército, en el entendido de que el mundo estaba en una situación de guerra civil; conformar grupos comunistas en los sindicatos, apoyar incondicionalmente a la Rusia soviética, depurar el partido y las representaciones parlamentarias, sanear los programas que debían ser ratificados por el ejecutivo de la IC y expulsar a aquellos miembros que no aceptaran las 21 condiciones.

En respuesta a esta división, los partidos socialistas “independientes” de Europa, liderados por el socialismo austríaco, postularon una política equidistante del parlamentarismo y el nacionalismo de la Segunda Internacional y del dogmatismo y el simplismo de Moscú, que suponía que las condiciones eran homogéneas en el mundo. Se llamaron la Unión de Viena y postulaban la reunión de todo el socialismo en una nueva organización que reconstruiría el internacionalismo. Lenin la llamó “Internacional dos y media”; en Uruguay se la conocía como “los reconstructores”.

El debate sobre la IC fue tomando importancia progresivamente en el socialismo uruguayo. Los bandos se dividieron entre los “internacionalistas” liderados por Gómez y Mibelli y los liderados por Frugoni que adherían a la Unión de Viena. Nadie en el PSU de 1920 consideraba la vieja Internacional Socialista una organización creíble. Era lógico, teniendo en cuenta la radicalización de la época y el espacio de “extrema izquierda avanzada” que ocupó el socialismo desde sus orígenes. El PSU no tenía mucho lugar para reformas o moderaciones.

El debate fue intenso a lo largo de 1920. Los reconstructores sostenían que el ingreso a la IC era un acto de precipitación, que había que esperar más información, que no se podía aceptar que la línea viniera “por cablegrama desde Moscú”, que las medidas que servían en Rusia no servían en Uruguay. Los internacionalistas sostenían que la situación estaba dada para la revolución, que “aquí como en Rusia” la miseria y la crisis creaban las condiciones para tener un partido radical y revolucionario al estilo bolchevique, que la hora de la revolución mundial había llegado. Marcado por la pasión y el voluntarismo más que por la racionalidad, finalmente el 20 de setiembre de 1920 el PSU decidió abrumadoramente ingresar a la IC, pero se cuidaron muy bien de no fracturar el partido. Si bien el ejecutivo quedó en manos de los internacionalistas, el líder “reconstructor” Frugoni entró en el ejecutivo votado por unanimidad, al igual que Gómez.

Poco después llegaron a Uruguay las 21 condiciones de Lenin.

Las fracturas definitivas

La llegada de las 21 condiciones confirmaron en gran parte las posiciones de los reconstructores y Frugoni. Para los internacionalistas era imposible dar marcha atrás. Así, el debate entre octubre de 1920 y abril de 1921 fue entre quienes sostenían que las condiciones de ingreso a la IC eran inaplicables y que la línea vendría desde Moscú y quienes obstinadamente creían que la propuesta comunista sintonizaba con la realidad uruguaya. Finalmente, el sexto congreso extraordinario del PSU, el 19 de abril de 1921, aceptó las 21 condiciones y pasó a llamarse Partido Comunista de Uruguay (PCU). La fractura fue real, no sólo del aparato. En 1922 se realizaron elecciones parciales, a las que concurrieron socialistas y comunistas. El PSU obtuvo 943 votos y el PCU, 2.745. Si bien ambos partidos sumados obtuvieron menos votos que en 1919, los comicios muestran que a nivel de la masa socialista–comunista la fractura fue favorable a estos últimos. Sin duda, la mayor parte del PSU quiso y aceptó la fractura y la radicalización como consecuencia de la compleja situación política y social. Los comunistas y la revolución fueron mayoría irrefutable.

Los anarquistas tuvieron una quiebra similar. Los anarcodictadores fueron mayoría absoluta. La fractura fue violenta, y el asesinato de Ricardo Carril, uno de los teóricos del anarquismo dictador, atizó el proceso que desembocó en la fundación de la Unión Sindical Uruguaya, mayoritaria en el movimiento obrero, donde malvivieron durante seis años anarquistas dictadores y comunistas. Finalmente, el PCU fundó en 1928 la Confederación General del Trabajo del Uruguay, y hegemonizó al sindicalismo uruguayo.

Desde 1921, por 50 años la izquierda uruguaya se mantuvo dividida y, muchas veces, enfrentada. Una larga historia que es imposible resumir aquí.

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