En mayo de 1895 se produjo un hecho que conmocionó a la sociedad montevideana y ocupó destacados espacios en las páginas de los diarios. Definido por la prensa como “el crimen de la calle Castelar”, se trató de un doble homicidio del que fueron víctimas una mujer y su sobrina de 14 años. El homicida argumentó en su defensa que estaba enamorado de la niña, de nombre Josefina, y creía que la muerte de su tía allanaba el camino hacia la conquista. El debate periodístico y, luego, el propio proceso giraron en torno a la naturaleza degenerada del imputado, que fue exhibido como un “monstruo” que se mostró “ávido de sangre”. Si bien no fue condenado a pena de muerte por ser menor de edad, falleció en prisión en 1901.
Avatares del destino: su defensa estuvo en manos del doctor Pedro Figari, uno de los abanderados de la causa a favor de la abolición de la pena de muerte. En su comparecencia judicial, Figari destacó su preocupación por la influencia que la “publicidad hasta en sus menores detalles” podría haber producido en los ánimos y sus repercusiones en la sentencia. Reconociendo la gravedad del “bárbaro crimen”, su discurso puso un fuerte acento en su responsabilidad en asegurar las garantías de quien estaba siendo indagado. La advertencia en su comparecencia pareció tener un tono profético sobre “la participación de la prensa en sucesos bárbaros” y “la impaciencia con que se clama por la vindicta pública en estos casos”.
La figura del “anormal” se hizo presente nuevamente en los diarios montevideanos tras la figura del “parricida Chanes”, quien dio muerte de cuatro puñaladas a su madre mientras esta dormía. La prensa no ahorró en las descripciones sobre su figura y fue generosa en los calificativos sobre quien sería definido como un “monstruo ávido de sangre”. Paradójicamente, si bien la construcción de esta imagen aseguraba lo que podríamos llamar una “condena social”, dejaba abiertas las puertas a una declaración de inimputabilidad determinada por la “anormalidad”. Esta fue despejada por los informes médicos, que si bien lo consideraron un “degenerado”, evitaron una declaración expresa de locura, lo que permitió su condena a la pena capital. Lejos de atemperar los reclamos por la aplicación severa de los castigos, el diario católico y antiabolicionista El Bien mantuvo de manera constante una campaña que reclamaba la intensificación del empleo de la pena muerte y cuestionaba el “sentimentalismo” de los magistrados. Se sostenía que en el rechazo de los jueces a esta pena habían generado una suerte de supresión de hecho (pese a las cuatro ejecuciones en 1901 y 1902), privando a la sociedad de una legítima defensa “contra los monstruos inhumanos”. Ello habría obrado en la pérdida de su carácter intimidante y el aumento del delito. Sostuvieron sus defensores que el uso de la pena de muerte tenía una capacidad “pedagógica” que, sumada a la eliminación física del condenado, serviría de ejemplo a todos los posibles culpables.
Así, la supresión del delincuente y esta pedagogía del castigo no sólo fueron razones para defender la pena de muerte en el pasado, sino fundamento de los intentos más o menos vedados de su reimplantación o, en su defecto, de “nuevos” mecanismos de endurecimiento punitivo. Esta idea básica, que sirvió de soporte a ejecuciones en espacios públicos, como la realizada en 1902 en Aiguá o en el patio de las prisiones (con numerosa asistencia, pese a las limitaciones legales existentes), parece tener espasmódicos intentos de retorno. Aquellos que alternan o superponen la capacidad ejemplarizante del castigo severo y el valor de la “vindicta pública”: “compensación merecida” y “saludable advertencia”, señalaba El Bien en 1906. Se trata de elementos que los abolicionistas de fines del XIX y principios del XX combatieron por cuestiones filosóficas, pero también por la esterilidad de sus resultados. Los “panegiristas del patíbulo”, diría Pedro Figari en su conferencia de 1903 en el Ateneo, “no han probado aún su necesidad, ni siquiera su utilidad”. “Quién puede creer”, preguntaría, que su empleo puede producir “útiles enseñanzas a la sociedad”. Se trataba, concluía, simplemente de “sangre para alimentar al Minotauro social”.
Esas posiciones fueron reafirmadas en el debate que sostuvo en 1905, en el diario El Siglo, con los doctores José Irureta Goyena y José Salgado, quienes defendían la necesidad de conservar la pena de muerte como barrera frente al crecimiento descontrolado de la criminalidad. Hace más de un siglo, Figari cuestionó la cómoda posición del endurecimiento punitivo como “panacea para reducir el crimen”. Negaba, por absurda, toda capacidad “ejemplar e intimidante” y la consideraba “una vieja e inútil droga” sobre la que “entonan himnos elegíacos a su providencial efecto”. Si cuando, en medio de la inmensa pena por la terrible muerte de dos niñas, sectores de quienes tienen en sus manos la tarea de legislar reaccionan de acuerdo con el “legado” de la vindicta pública, tal vez sea hora de preguntarnos sobre los rumbos que queremos tomar como sociedad. José Batlle y Ordóñez, en un editorial de junio de 1890, reflexionaba sobre el “acaloramiento” por las circunstancias del delito, que hacía que algunos reclamaran la necesidad de que el delincuente sufriera tanto como había hecho sufrir. Estos que acompañaban la premisa de que la función de la Justicia es hacer padecer tormentos proporcionales a los de sus víctimas. Una idea de venganza, concluía, que el “buen juicio público desecha”. Si la respuesta a la indignación es tomar el dolor como una penosa oportunidad de trascender, el discurso público se vuelve una pieza más del teatro punitivo que promueve, por decirlo en palabras de Figari, el retorno de un castigo “bárbaro y barbarizador”.