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En alguna oportunidad la canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939) explicó que para imaginar el esquema de opresión que expone en esta novela sólo tuvo que hacer el ejercicio de seguir hasta sus últimas derivaciones lógicas las ideas más arraigadas acerca de las mujeres. El cuento de la criada se publicó en 1985 y tuvo su primera versión fílmica en 1990, con una película dirigida por Volker Schlöndorff sobre guion de Harold Pinter (en Uruguay llegó a verse en televisión, titulada Entre la furia y el éxtasis). Le siguieron adaptaciones para radio, ópera y teatro hasta que, en abril de este año, se estrenó la primera versión en formato serie, producida por Hulu con asesoramiento de la propia Atwood (al parecer, esta versión va a extenderse en su próxima temporada más allá del final abierto del libro).

La criada de la historia es Defred (su nombre en inglés es Offred), una de las pocas mujeres fértiles que quedan en un mundo que alguna vez fue el nuestro pero que, tras una serie de atentados, evolucionó hacia una teocracia cristiana. Lo que sabemos de ese mundo (la República de Gilead, que alude a la Galaad bíblica) es lo que Defred nos va contando a lo largo de una serie de capítulos que intercalan el presente de la narración (la vida de Defred en la casa de su comandante) y los recuerdos de la época anterior a Gilead.

Defred es una mujer en condiciones de procrear que es adjudicada a una familia de la más alta posición social, para que se aparee con el comandante y geste hijos que serán criados, luego del nacimiento, por la esposa de este. Nos enteramos así de que las mujeres fértiles son escasas en Gilead (y tal vez en el resto del planeta, de cuyos detalles no estamos al tanto), y alcanzamos a comprender que alguna catástrofe, algún abuso de los recursos, algún exceso en la guerra tuvo como consecuencia esa esterilidad masiva que pone en peligro ala especie. Pero Gilead está pensada para resistir. Las cosas han sido dispuestas para que un mundo de jerarquías claras y rígidas, férreamente controlado y organizado, pueda dar lugar a una nueva era de prosperidad y crecimiento. El problema es que hasta que ese dorado futuro llegue, hay que hacer sacrificios. El de Defred –cuyo nombre original se perdió en el pasado, así como se perdieron su hija, su esposo y todo lo que alguna vez fue su vida– consiste en soportar ser violada por su comandante en el marco de lo que se llama “la ceremonia”: una conjunción carnal con tres participantes y completamente exenta de erotismo, amor o ternura, orientada exclusivamente a obtener un embarazo. Durante la ceremonia, Defred permanece vestida, salvo por la imprescindible exposición de su zona genital. La sostiene sobre sus rodillas la esposa del comandante: será ella la que recibirá los homenajes en caso de que se produzca el milagro, y será ella la que se quedará con el hijo. La criada es apenas el recipiente en el que se vuelca la semilla con la esperanza de que prenda, de que se aferre a la vida y consiga remontar los nueve meses hasta el nacimiento. Pero no es fácil. Los comandantes tampoco son tan fértiles, y los bebés, cuando llegan, son frágiles, poco aptos para la supervivencia.

Atwood explica, en el texto que sirve de introducción a esta edición de Salamandra, que cuando empezó a escribir la novela vivía en Berlín occidental y había visitado varias veces ciudades al otro lado de la cortina de hierro: “Experimenté la cautela, la sensación de ser objeto de espionaje, los silencios, los cambios de tema, las formas que encontraba la gente para transmitir información de manera indirecta”. Por otra parte, la Segunda Guerra Mundial le había enseñado que todo orden es provisorio. Pero hay otra referencia que se puede rastrear en la novela: el personaje de Serena Joy, la esposa del comandante al que Defred fue asignada, está basado en Phyllis Schlafly, la feroz activista conservadora que logró, en la década del 70, detener la enmienda que consagraba la igualdad de derechos de las mujeres ante la ley en todo el territorio de Estados Unidos.

Serena Joy fue, antes de Gilead, una fervorosa defensora de los valores familiares, de la religión y las buenas costumbres. Ahora, en el presente del relato, es una señora ya entrada en años que renguea y usa bastón, que viste el color azul de la pureza, como corresponde a las esposas ricas, y que gasta su infinito tiempo libre en podar sus rosales y tejer a mano bufandas de complicados diseños para los hombres que combaten en el frente. Porque Gilead está en guerra. No sabremos nunca contra quién, aunque es fácil entender que se trata de subversivos, de rebeldes que amenazan la ordenada estructura de castas, roles y rituales que dan forma a la nueva república.

Como en la fábula de la rana que muere dentro de una olla sin haber percibido que el agua subía de temperatura, los habitantes de Gilead fueron asimilando los cambios hasta que ya no hubo marcha atrás. El relato de Defred nos da algunas pistas: primero hubo un atentado terrorista que fue seguido por la declaración de un estado de excepción. Los derechos empezaron a verse restringidos, los controles y requisas se hicieron cotidianos, la posición de las mujeres se volvió subordinada (primero perdieron el derecho a usar su propio dinero; finalmente terminaron perdiendo el nombre y pasaron a ser reconocidas por el vínculo de pertenencia con su comandante: De-Fred, De-Warren, De-Wayne), las antiguas religiones fueron prohibidas y sus practicantes perseguidos, los niños fueron asignados a nuevos hogares, los hombres que no se incorporaron al servicio del Estado terminaron muertos y exhibidos como ejemplo. Se terminaron las palabras escritas y en su lugar se instaló una iconografía simple. Se popularizaron los linchamientos y las delaciones. Se instaló la sospecha.

Suele decirse que El cuento de la criada es, junto con Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932) y 1984 (George Orwell, 1949), una de las grandes ficciones premonitorias del siglo XX. La llegada a la presidencia de Estados Unidos de Donald Trump a comienzos de este año, con el consiguiente retroceso de los derechos de las mujeres y el resurgimiento de los grupos xenófobos y los extremismos de derecha, volvió a plantear el peligro de que, ante un escenario de temor por la amenaza terrorista, el sentido común pueda inclinarse por sacrificar las libertades con tal de obtener la protección de los ejércitos. La idea de una teocracia en Estados Unidos, ha dicho Atwood, no parecía concebible en los años 80. Debemos admitir que hoy ya no parece imposible en ningún lado.

El cuento de la criada, de Margaret Atwood. Traducción de Elsa Mateo Blanco. Barcelona, Salamandra, 2017. 412 páginas.

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