Ingresá

Citas: un traje y ningún Campari

4 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

I. Sepan disculpar, pero esto que voy a contarles pasó de verdad. Aunque en realidad me importa poco y nada si los ofendo, o si no me creen, o si piensan que soy un loco o una escoria o las dos cosas a la vez. Tal vez el solo hecho de verme, de escucharme, les genere asco, pero este es mi relato y de nadie más.

Lo conocí en una de esas fiestas a las que llegás y te arrepentís de haber ido. Esas fiestas en las que los hombres usan pantalones formales demasiado ajustados y championes, y las mujeres llevan el pelo muy corto y la piel tatuada al aire. Me lo presentó la anfitriona, con el consabido: “Ay, vení que te quiero presentar a alguien”. Creo que se llamaba Gustavo, con la a estirada, pero a esa altura por mi cuerpo pululaban todo tipo de sustancias, así que no puedo estar seguro.

Era interesante sin ser atractivo, y mucho menos lindo. Antipático sin llegar a ser forro, suave sin llegar a delicado, con clase pero no esnob. Pronto entendí que mi incapacidad para definirlo sin otra cosa que un punto medio radicaba justamente en que no lo entendía, pero necesitaba entenderlo, definirlo, hacerlo encajar en alguno de mis esquemas y patrones. Entiendan que no era un tema de prejuicio, sino de humana necesidad, de poder identificarlo para poder identificarme. Entiendan que quería entenderlo, como quien entiende una operación matemática compleja.

Y es que este tipo vivía sin vivir realmente. Comía con parsimonia y sin hambre, cogía por coger, o por obligación, y besaba como un autómata desabrido. Hasta en el mero acto de respirar había una desidia en la que se intuía que morir de asfixia negligente no le preocupaba.

Por mi parte, siempre he vivido esclavo, de mi carne y de la de los demás. Me habitan gruñidos y jadeos y ronroneos y tantas otras cosas que entenderán que tuve que matarlo. Cuando finalmente terminé de vaciarlo, asumió ante mis ojos la que no podía ser otra que su forma verdadera. Nunca había sido una persona, sino apenas un traje de humano.

II. Había postergado la cita durante un par de semanas, en parte porque mi deporte favorito es patear las cosas para adelante, pero también porque mi otro deporte favorito es patearme las bolas. Pero había otro detalle que había hecho que me lanzara a patear cosas, citas y bolas: era demasiado linda. Y antes de que me pregunten: sí, se puede ser demasiado lindo, y no está bueno.

Tenía un apellido patricio, y de hecho, se llamaba Patricia. Morocha, con un pelo interminable y unos ojos oscuros y aterciopelados que me ponían a temblar hasta el tuétano, y que contrastaban con esa piel blanca con la que parece que soñaban los charrúas. Si la cosa hubiese sido sólo cáscara, mi Edipo bien resuelto me hubiese permitido sortear los peligros de ese cuerpo, pero había otro componente: Patricia poseía un intelecto afilado, y lo acompañaba con una actitud de niña maravillada y chic; y a mí eso me puede.

El bar en el que habíamos decidido encontrarnos le iba a permitir mimetizarse con perfección camaleónica. Vinilos en las paredes, luz tenue, jazz suave, conversaciones mezcladas en un murmullo deliciosamente indescifrable. Uno de esos lugares a los que uno llega con la mano entrelazada en una cintura conocida, o a los que cae en plan de “mirá que yo también puedo ser copado”.

Distraído por la música y la ventana, me di cuenta de que había llegado recién cuando sentí que su perfume me abrazaba, una fragancia fresca que me inundó las fosas nasales y le hizo jaque mate a mi serenidad en cuatro movimientos. La miré, parada al lado de la mesa, sonriente, y por un segundo me pareció que su cabeza estaba rodeada por un nimbo de luz. Me dio un beso en el cachete, uno de esos con mucho labio, y yo sentí que mi seriedad se transformaba en un castillo de naipes al que alguien había decidido abanicar. Pasados los “todo bien”, le hice una seña a un mozo, y mientras se arrimaba le pregunté qué tomaba.

-¿Tendrán jugo de naranja?

-Acá preparan un muy buen Garibaldi, así que sí.

-¿Garibaldi?

-Campari con naranja -aclaré medio atragantado por el miedo a sonar esnob, y además pelotudo, porque hacer un “muy buen Garibaldi” era mezclar las dosis justas de Campari y naranja, y eso no requería conocimientos de química ni mucho menos.

-Ah, bárbaro.

La conversación rápidamente se orientó a que no tomaba alcohol, y ahí descubrí que tampoco fumaba, ni tabaco ni marihuana, así que el porro que había traído se iba a quedar en su caja de “abra en caso de emergencia”. Tampoco tomaba café, apenas mate; bebía té, preferentemente en hebras, y le encantaba el jengibre, y yo empezaba a sentir miedo, no por el incipiente hippismo que empezaba a poblar la mesa, sino porque desconfío de quien no tiene vicios, y sobre todo vicios públicos. Una persona así naturalmente va a tener vicios privados horrendos.

Pero Patricia era demasiado perfecta, me dije, y seguro que esas manos tersas jamás habían experimentado la soda del jabón en polvo barato. Seguramente mis dudas se debían a demasiadas sesiones de terapia dedicadas a sobreanalizar mis vínculos, así que con el aplomo de un par de Garibaldis entre pecho y espalda, la invité a retirarnos y caminar un poco porque la noche estaba preciosa. Una media hora después descubrí que besaba sin prisa y con pocas pausas, en las que me miraba por encima de sus lentes y se mordía apenas el labio, y a mí el mundo se me terminaba.

Cualquier clase de debate interno pseudomoralista acerca de si la invitaba o no a mi casa quedó postergado por las ganas de mascarle ese cuello perfecto, de dominar esa espalda inmaculada que se insinuaba en alguna foto de perfil, de que se me pasaran las horas paladeando su carne tierna y los huesos de sus caderas, y vaciar mi idolatría por ella en ella.

No sé si hicimos el amor o si cogimos furiosamente, pero sí que al amanecer me pidió que le abriera, alejándose toda bañada en luz hasta desaparecer en la esquina, sin darse vuelta ni una sola vez. Lo sé porque me quedé una eternidad en la puerta, mirándola irse, cegado por el sol que finalmente me ahuyentó hasta mi cama, donde dejé que mi cuerpo adoptara la posición de un bichito de la humedad al que le levantaron la piedra. Y cuando percibí su fragancia impregnada en las sábanas sentí que la vida se me volvía ruinas, y como a las viejas glorias que habitaban en ese triángulo que está en la base del esternón se las empezaba a comer la duda.

Martín Núñez.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura