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Bar el Submarino Amarillo en La Habana. Foto: Yamil Lage, AFP.

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La Revolución Cubana fue una radical transformación positiva en cuanto a los derechos de la mujer. Sin embargo, otros temas relacionados con género y sexualidad fueron relegados o sufrieron un verdadero retroceso luego de 1959. Por supuesto, es ridículo exigir la perfección a cualquier proceso sociopolítico. Pero también es absurdo mantener una pose apologética a ultranza, invisibilizando decisiones que tuvieron una repercusión negativa en miles de personas. Recordarlo significa la posibilidad de repensar lo sucedido y llevar a cabo acciones que permitan cambiar resultados que aún perduran, o evitar errores parecidos.

Lo cierto es que en el proceso revolucionario se consideró a la homosexualidad como un “vicio burgués”, contagioso, del que hay que mantener separada a la juventud. La “conciencia de clase obrero-campesina”, socialista, heredó y legitimó prejuicios patriarcales. No bastaba ser revolucionario, había que ser macho. Ser homosexual significaba a priori “tener problemas político- ideológicos”. Se presuponía que proletarios o campesinos estaban exentos de semejante mal, supuestamente ubicado en las ciudades y entre “burgueses decadentes”. Sobre todo, intelectuales y artistas eran sospechosos.

En un primer tiempo no hubo acciones decididas. Sólo se avizoraban auspicios: discursos políticos que la ridiculizaban solapadamente, artículos periodísticos que reclamaban acciones —eliminatorias— al respecto, polémicas sobre la pertinencia de la proyección de films como La dolce vita, de Fellini. No era sólo la homosexualidad, se castigaba cualquier expresión de género —“elvispresleyana” se le nombró— que no fuera la esperada: usar jeans, tocar la guitarra o tener el cabello largo bastaba. Es en 1965 cuando se inauguran las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (conocidas por sus siglas como UMAP), suerte de campos de trabajo, ubicados fundamentalmente en las llanuras de Camagüey, donde antisociales varios —vagos, delincuentes, religiosos y homosexuales— obedecían a una variante del servicio militar obligatorio. No se consideraban competentes para cumplir la manera regular. Se partía del viejo principio de que todo lo malo es burgués y debe ser tratado alopáticamente, es decir, proletarizarlo. Esto sólo se logra mediante el trabajo físico, en las plantaciones de caña de azúcar. Ganancia total: se enmiendan a los incorrectos —o al menos se aíslan— y se convierten en fuerza productiva gratis. Hubo un escándalo internacional al respecto: se habló de gulags tropicales. En 1968 se cerraron estas unidades y toda referencia futura a ellas, alimentando con un silencio sepulcral todo tipo de versiones y tergiversaciones.

Lo primero, la cultura

Dos años antes (1966) se publicaba Paradiso, de José Lezama Lima. Tachada de escandalosa y hermética, la mezcla perfecta de lo que no debía ser una novela revolucionaria: por estilo, ante un gusto pobre que tendía a oficializar el realismo socialista, y por contenido, pues su eros libérrimo ofendía los candores de un austero puritanismo proletario. Su capítulo ocho, en el que se cuentan las aventuras eróticas de Farraluque, significó el ostracismo definitivo del autor: homosexual, burgués, católico y culto. Durante casi 30 años no sería apreciada en Cuba una de las novelas cubanas más importantes y aclamadas por todo el mundo. Para otros autores fue peor: los poemarios de Delfín Prats fueron recogidos de las librerías por sus referencias homoeróticas. Las biografías o autobiografías de importantes artistas homosexuales como Virgilio Piñera o Raúl Martínez revelan el miedo de ser enviados al corte de caña y el dolor del exilio en suelo patrio que sentían por esos años. Sin embargo, el tema homosexual no era nuevo en la isla antillana. En 1890 nuestra incipiente antropología, personificada en Luis Montané y Dardé, hacía estudios al respecto. A principios del siglo XX, Miguel de Carrión, en Las impuras, ya refería la presencia de personajes lésbicos. En 1928, Alfonso Hernández Catá publicaba su sutil y lírica obra El ángel de Sodoma, en Madrid. No se editaría en Cuba hasta 2009. En 1938 una editorial mexicana daba a luz el excepcional Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro. Este texto, sin dudas uno de los más descarnados y crudos en el panorama literario cubano —y latinoamericano, me animaría a decir— no se editó en la isla hasta 1994, a pesar de la amplia circulación que tuvo en el país cuando fue publicado y los aplausos cerrados que recibió en su época. Estas dos novelas tienen como tema central la vivencia homosexual. Todavía no se incluyen en los programas de literatura cubana, ni siquiera en las universidades.

En 1971, en el I Congreso de Educación y Cultura, se prohibió definitivamente que los homosexuales ocuparan posiciones y cargos en los que se visibilizaran. Muchos talentos serían relegados. La docencia, sobre todo a niños y jóvenes, estaba particularmente vetada. Había que evitar por todos los medios que aprendieran de los “desviados”. Esto dio pie para que se depuraran las carreras pedagógicas de cualquier amanerado, posible homosexual: no era necesario serlo, bastaba la mera suposición de alguien, en ocasiones malintencionado o resentido. Verdadero caldo de cultivo para la cacería de brujas. La pertenencia a organizaciones políticas como la Unión de Jóvenes Comunistas o el Partido Comunista de Cuba les era vetada.

Luego, en 1980, con el éxodo masivo del Mariel, se les exigió a los homosexuales que abandonaran el país junto al resto de la denominada “escoria”. Muchos gays y lesbianas se escondieron en casas de amigos, en otros pueblos; muchos heterosexuales arreglaron sus cejas y se dijeron maricones para ser exiliados. A partir de los 90 la profunda crisis socioeconómica hizo imposible un estricto control social. Comenzó cierta tolerancia, aunque todavía las fiestas gay eran casi conspirativas, intervenidas con frecuencia por las fuerzas policiales y seguidas por varios días de detención. Aún nuestros policías no se familiarizan con el tema; con más discreción, las detenciones prosiguen, sobre todo con las personas trans y en los llamados “sitios de encuentro”.

Evidencia personal y jurídica hoy

Al manifestar mis primeras tendencias homoeróticas —bastante precoces— en mi infancia, lo primero que se me dijo fue: piensa en tu futuro, en la universidad, en la pertenencia a organizaciones políticas. Sobre estos argumentos mi familia irguió la resistencia inicial. Me pregunto: ¿cómo habría sido el proceso de aceptación familiar si el tratamiento revolucionario a la homosexualidad hubiera sido otro? Más allá de vagas especulaciones, otra pregunta salta ante mi nariz. Evidentemente el comportamiento estatal durante esos años politizó negativamente el hecho de ser homosexual; es decir, reforzó, legitimó e incluso institucionalizó la homofobia: ¿no es hora de hacer algo al respecto? Esta historia es una de las armas más esgrimidas por la oposición internacional. Resulta interesante cómo se deja hablar a esas versiones —con todas las posibles exageraciones y subjetivaciones de los hechos, recordemos el caso Reinaldo Arenas— y que no se brinde una explicación oficial ni se tomen medidas concretas que cambien el estado de las cosas.

En nuestro Código Penal, que data de 1987, aún dice en el Título XI, Capítulo I, “Delitos contra el normal desarrollo de las relaciones sexuales”, Sección cuarta “Escándalo público”, en el artículo 303: “Se sanciona con privación de libertad de tres meses a un año o multa de cien a trescientas cuotas al que: a) importune a otro con requerimientos homosexuales…”. No creo necesarios los comentarios. En la sección referida a la corrupción de menores (Capítulo III, Sección primera, artículo 310), se sanciona al que induzca a un menor a “ejercer el homosexualismo o la prostitución”. Nótese la similitud establecida.

Sin embargo, desde 2007 se celebra la Jornada Cubana contra la Homofobia —años después se incluiría la transfobia en el título— con una amplia cobertura internacional. Queda pendiente que sea más respaldada por la televisión y la prensa nacionales. Ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (18 de diciembre de 2008) y el Consejo de Derechos Humanos en Ginebra (22 de marzo de 2011 y 7 de marzo de 2012), Cuba se ha pronunciado a favor de los derechos de la población LGBTI. En el número 57 de los Objetivos de Trabajo del PCC, aprobados en la Primera Conferencia del Partido Comunista de Cuba del 29 de enero de 2012, se refiere a la necesidad de luchar contra un grupo de prejuicios y actos discriminatorios, entre los cuales se contemplan los referidos a la orientación sexual. En el nuevo Código de Trabajo (Capítulo I, Sección I, artículo 2, inciso b, aprobado en 2014, se logró la inclusión de la no discriminación por orientación sexual, no así la identidad de género. Pero todo esto queda en un plano discursivo: ya dice un viejo adagio que de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno.

¿Por qué no se llevan a cabo acciones más expeditas en favor de los derechos LGBTI? ¿Por qué la inmovilidad legislativa al respecto? Se refiere la anécdota de que cuatro iglesias protestantes muy reaccionarias —la Metodista, la Convención Bautista Occidental, la Convención Bautista Oriental y la Asamblea de Dios— han presentado protestas oficiales ante lo que consideran promoción a la homosexualidad. Cierto es que son asociaciones religiosas con una enorme cantidad de miembros, pero en un estado laico como Cuba —que en ocasiones ha rozado muy cerca al ateísmo institucionalizado—, ¿cuándo se han tomado en cuenta razones religiosas a la hora de legislar?

Se dice que el pueblo no está listo, sin embargo el pueblo no ha estado preparado para muchas otras medidas adoptadas antes y ha respondido bien. Las normativas no sólo se limitan a la garantía de derechos sino que tienen también una labor pedagógica que enseña un deber ser. La atención legal de las necesidades de las personas trans (más allá de lo biomédico), la reproducción asistida a las mujeres lesbianas, la posibilidad del matrimonio —con la subsecuente protección patrimonial de las parejas— y la adopción de niños por parte de la población LGBTI, son una prioridad que no debe ser pospuesta por razones tan endebles, sobre todo cuando de fondo hay una historia tan complicada como la que se ha esbozado en estas líneas. Esperamos que el discurso se traduzca pronto en garantía —real— de derechos, puestos en entredicho durante demasiado tiempo.

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