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Foto: Pablo Vignali

Lejos, como el orto

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El cuadro de El Bosco “La extracción de la piedra de la locura” presenta de un modo irónico y doloroso la extirpación en manos de un cirujano —o curandero— con la asistencia de un sacerdote y una monja. La intervención se realiza en un campo abierto, pintado dentro de un círculo, como si este fuese un espejo en el que los que miramos la obra quedamos en el lugar de espectadores, interpelados por el único personaje que mira fijamente a quien mira el cuadro: el intervenido.

Estudios contemporáneos del arte y de la medicina medieval establecen que hay, al menos, dos alusiones a esa locura: la de la insania (necedad o enfermedad mental) y la de la lujuria (deseo sexual en exceso).

El deseo, ese perdido

En agosto el profesor Joaquín Rodríguez Nebot (JRN), licenciado en psicología y de amplia trayectoria clínica, propuso en Montevideo un seminario llamado “Tribulaciones de la sexualidad humana: del descubrimiento freudiano a la erotología”. Planteó un recorrido posible del pensamiento “psi” en torno a la sexualidad, y los padecimientos contemporáneos que provoca, cuando son desplegados en la consulta psicológica. Podríamos decir que interpela, agujerea, penetra lo humano.

La actual “desorientación”, el llamado “sinsentido” planteado por la globalización y el imperio del capital, vertido en una de sus imágenes más evidentes, la técnica, deja caer la vieja fórmula de “ir hacia el sentido perdido”. Ya no hay tal mundo de certidumbre, uno a ser reencontrado. Aun lo diverso, eso que aparentemente se abre como término, siempre implosiona en las propias discursividades hegemónicas, así como en los discursos políticamente correctos. Los avances del progresismo actual han traído buenas nuevas en torno a la coexistencia de diferentes modos de existir en el mundo, pero no dejan de cooptar en identidades establecidas: gay, lesbiana, queer, trans y otras. Son muchas las personas que en los espacios íntimos de la consulta hablan de verse obligadas a llamarse lesbiana, o hetero, sin sentir una pertenencia a esos grupos, salvo que una inclinación militante lleve a serlo.

Muchas adolescentes transitan el amor pasando de un chico a una chica y entre sí, se denominan bisexuales o no se denominan, negando rotundamente el rótulo categorial. Hay personas que se ven llevadas a definirse en categorías, viviendo la congoja de sentirse faltándole a alguien —ya que ni a la religión remite esa culpa— si sienten la extraña rareza de encontrarse deseando algo que no corresponde al sexo atribuido. ¿Es que en este mundo tan atribulado no basta con amar a alguien para volver justa y potente la existencia?

Sin embargo, postulo que hay algo que puede ser interpelado, como una batalla incesante y desviante en el propio campo en que se funda la hegemonía de las prácticas psicológicas. Pelear esa hegemonía parece algo posible y también necesario.

Hoy, con las características provincianas y restrictivas de nuestras morales, en estas ciudades nuestras, con nuestras posiciones identitarias, el espacio de la intimidad requiere aún de lo confidencial. Allí sigue siendo posible decir sobre las cosas “chanchas”, las privadas (por íntimas y por no accesibles), las impúdicas, como la sexualidad, el deseo, lo que nos hace gozar, por lo que luchamos. El sentido posible de inventarse en una comunidad no debería exiliar a la sensualidad, el deseo, la erótica. Si no seguiremos atribulándonos: con patologías y relaciones que privilegian lo psíquico dejando fuera las pasiones de los cuerpos. Lo raro como una salida posible al binarismo, las eróticas errantes, no podrán fijarse jamás en categorías identitarias prevalentes.

Dos notas en torno al placer y al deseo

El historiador francés Paul Veyne propone que Michel Foucault revoluciona el estudio de la historia desde una intuición: la rareza de las prácticas. Ni razonables y evidentes, no explicadas por los fantasmas del lenguaje, son las prácticas tal cual son, en verdad. Cuando Foucault, en 1984, publica el segundo tomo de Historia de la sexualidad, se pregunta acerca del por qué, hoy, los discursos sobre la experiencia sexual dominan la conducta moral. Para tentar una respuesta, vuelve a los griegos antiguos y estudia las prácticas sexuales en esa cultura, en ese tiempo. De cómo los filósofos y doctores determinaban normas de conducta para la actividad sexual. La ética, en relación a ello, se constituía en que cada uno debería cuestionarse las prácticas sexuales.

Foucault plantea las diferencias de relación de hombres con las mujeres y los jóvenes, y cómo la consolidación de la práctica sexual tenía una vinculación con el conocimiento y la verdad. El uso de los placeres tenía sus reglas, y exigía una reflexión que era consigo mismo, en torno al alma y a la búsqueda del otro como un espejo de sí mismo, en el amor. Explora así esa ética, y propone que en el homosexualismo antiguo habría un obsesivo énfasis en la penetración y un discurso machista del amo(r). No hace acuerdo con que sea a través de la sexualidad que uno se encuentra con la propia verdad. Pero hay un énfasis interesante: el cuidado de sí mismo implicaba una ética rigurosa. Los actos sexuales tenían un rigor en su práctica pero no se vinculaban a problemas morales, sino que lo que era inmoral era la práctica inapropiada.

Este carácter, digamos así, de escaso vínculo de la práctica sexual y la valoración moral, se fue perdiendo entre cristianismos, circulación económica y hegemonías que fueron configurando el carácter unitario hoy de la relación entre sexualidad y moral. Ese acto de desmontaje es fundamentalmente necesario para desatribular la sexualidad humana.

Volviendo al cuadro de El Bosco “La extracción de la piedra de la locura”, las imágenes y representaciones que arroja esta obra de arte hablan de las circunstancias sociales —políticas, religiosas, económicas— que producen los discursos y temas.

De la avanzada freudiana al equívoco

Freud colocó como un elemento clave del desarrollo psíquico humano a la sexualidad, y como uno de los elementos básicos que el sujeto está dominado por el impulso. Señala Rodríguez Nebot lo desafiante del propio acto de decir esto en una época en que de eso no se hablaba.

Ese decir ocurría en la intimidad entre hombres, o de algunas mujeres, en susurros, en lugares escondidos. En la intimidad de la pareja, a veces. O en el confesionario. Entonces, todo el discurso de la sexualidad estaba compuesto de un orden de negatividad. Lo único positivo era que producía hijos. En ese dispositivo de la confesión se liga la religión con la práctica sexual. Dice JRN que en La Biblia, un libro en el que se coge a diestra y siniestra, se entabla una paradoja que es la de que lleva un pueblo detrás, y a partir de un clinamen o desviante, de un desviado llamado Jesús, que da otra interpretación, deja de ser el pueblo para pasar a ser —como ilusión y hegemonía— todos los pueblos. En ese acto lo que se somete al silencio es la sexualidad. Se comanda una orden estricta de monogamia, y con ello de fidelidad. Y se comanda una orden de no desear a la mujer del prójimo si no se quiere ser propiamente castigado.

En Oriente pasa y pasaron cosas absolutamente diferentes. Desde su arte, para nosotros casi pornográfico, hasta las posiciones del Kamasutra, los cuerpos cobran vitalidad en la experiencia sexual. Diría ahora, ahí están los cuerpos. Y por supuesto también en la ablación del clítoris en las mujeres africanas: gritan los cuerpos. Pero hablemos aquí de nuestros clítoris, para volver a exigir un pensamiento sobre la sexualidad situado, local, respetando las diferencias culturales y rompiendo primero nuestros propios velos.

Freud hace un discurso poderosísimo de todo el tema de la sexualidad centrado en la relación edípica. O sea que la forma de pensar la sexualidad en Freud es binaria, con una lógica binaria, por la que todo el sistema es de papá o mamá, juegos de identificación, contraidentificación, represión, libido, fases de la libido. Señala JRN que lo interesante en el discurso psicoanalítico es la operación mental del acto, de que la elección del objeto sexual está suficientemente cargado de esa energía libidinal y que eso está contrapesado en nuestro esquema de la estructura del inconsciente, al lado de una escena de fantasmas. O sea, que se va a relacionar con un fantasma interno, o varios fantasmas. Esta es la condición de Freud: las derivas raras como gay, homosexuales, y otras tienen que ver con contraidentificaciones.

Jacques Lacan, en la década del 50, funda parte de su edificio conceptual y metodológico en la definición de que el inconsciente está estructurado como el lenguaje. A partir de allí, Lacan introduce esta cuestión lingüística y crea toda la teoría del significante. Pero en 1976 Lacan plantea en el Seminario 24 su última hipótesis sobre el inconsciente. Allí plantea el inconsciente como equívoco, a saber, que uno se engaña. El equívoco viene a desnudar donde el sujeto falla. Todo encuentro es un desencuentro. Por ejemplo, en el encuentro amoroso hay una zona que no coincide, lo que no devuelve el espejo, lo que es refractario, al irse conociendo la persona amada no coincide con aquello por lo que se la eligió, parte de lo que no se puede explicar. Según cita Lacan, estaríamos en condición de afirmar lo que decimos, pero no lo que el otro piensa de lo que decimos. La acción quiebra y no hay retroceso: la ligazón de la carga o pulsión sexual es una acción específica, el acto de la sexuación. Y todo lo que rodea a ello es la problemática que se transforma en el concepto de erotismo.

En la sexuación aparece un dominio de la situación y sólo en determinado momento se pierde: en el paroxismo del orgasmo. Todo el erotismo que rodea es para entrar en la zona caótica de los segundos del orgasmo.

Freud victorianamente alude a la condición partida de la femineidad: la mujer pura —la gran mamá— y la otra, la gran puta. Una división esquizoide de la mujer. En el relato de Freud la condición erótica de la mujer es degradada por el hombre. Y se interroga: ¿qué quiere la mujer? Ni idea tenía Freud. Desde allí el psicoanálisis hizo avances y retrocesos hasta que apareció el movimiento gay, que atravesó la clínica de modo insondable.

Y allí aparece el trabajo enorme de Michel Foucault, atravesando la pregunta sobre el equívoco en la sexuación y cuáles son las condiciones para que el sujeto se transforme en un estado para accionar sexualmente. Esto tiene que ver con el rasgo erótico, es aquello que hace que inevitablemente la persona reaccione, una reacción límbica, que pega en todos lados, en el cuerpo, que nos hace entrar en estado de excitabilidad. Aquí hay enormes diferencias en el campo psicoanalítico y clínico en general. Y es donde aparecen los aportes imprescindibles de todo el movimiento LGTB, de su pensamiento y militancia.

De los argumentos más poderosos en el concepto de biopoder de Foucault es que el poder no tiene género. Lo que hace es desestructurar la base de la relación de género: este es el discurso de la dominación, el juego del dominio. Foucault habla del poder y dice que el eros se manifiesta en un poder que es transgénero, no pasa por ser femenino o masculino, o dirimido en lo que se espera socialmente de lo masculino o lo femenino.

Sin desconocer la importancia de mujeres que, desde principios del siglo XX, como Emma Goldman o Rosa Luxemburgo, comienzan a colocar el tema de género, de los discursos de lo femenino y de los derechos de las mujeres.

Así, se sigue con un listado de paradojas y aporías, que tienen que ver con lo que se espera de un femenino y un masculino. Sobre lo biológico, y la posesión del pene, se establecen una serie de relaciones ligadas a la perpetuación de lugares sociales de dominio.

Y sobre estas paradojas va a entrar Foucault para decir: nada de esto sirve, esta bipolaridad anclada entre lo femenino y lo masculino es un discurso biopolítico que permite la continuación de los dominios de unos sobre otros.

En este sentido, la diversificación del estado de la sociedad griega y romana es totalmente diferente del orden de emparejamiento de la cultura judeocristiana. En esta última, se establecen las formas de capitalización, con el dominio colocado claramente en lo masculino. Estamos en una fase de transición, en que nos estamos acercando a los griegos pero también nos alejamos. Este es un diagnóstico del presente, según JRN.

Quiere decir que desde ahora, cuando entramos en encuentros, son desencuentros permanentes, ligados por puntos de conectividad. Y el otro no es otro, sino que es un distinto. Y las relaciones pueden ser homosexuales, heterosexuales, gay o trans.

La condición erótica se ha ido desvaneciendo en la medida en que lo hace la categoría de lo femenino y lo masculino, como particularidades. Sexuaciones masculinas y femeninas, llenas de bultos y siliconas. Esa cosa del acto de llevar a una exorbitante masa muscular o a la redondez aparecen como parodias de lo masculino y lo femenino. Y esto no tiene que ver con la cultura gay. Pasa porque se va instalando otro tipo de discurso que tiende a la producción de diversidad en paralelo a los discursos raciales, étnicos y culturales.

Foucault trae un discurso político que no es sobre la ruptura de la producción de género, sino sobre lo humano en la diversidad que será totalmente aleatorio: gente que se quiere cambiar de sexo porque tiene ganas, no por ser anormal, su deseo va por ese lado. Y esto no pasa ya por la patologización. Está habilitado por el discurso médico, por la tecnología médica. Qué pasa con el placer y con la condición erótica es otra cosa. Catherine Millot, psicoanalista que analizó transexuales en su libro Exceso, dice que lo que se juega allí es su condición erótica, no la del orgasmo, y la certeza de que el cuerpo está “equivocado”, ¡a ver si la medicina lo reubica!, para rescatar su condición erótica, porque es su derecho, de él o de ella. Y es ahí donde Foucault plantea el problema lingüístico, de que nuestro lenguaje es de género, pero el sexo no lo es. La sexuación, el acto de la sexuación y la condición erótica no son de género.

Deleuze y Guattari, como Lacan, se encuentran en el lugar en que la sexuación tiene que ver con la presencia de un punto absolutamente parcial, que no es total, y por lo tanto, esto es lo que hace que la dimensión de la sexualidad humana pueda calibrar en cualquier lado. Y puede terminar en que un hombre se termine calentando con un pañuelo con olor a mujer, nada más. O que una mujer termine en un orgasmo porque le rasquen la planta del pie. Pero, ¿no es el clítoris? No, no lo es. Hay un desplazamiento por el que toda la superficie se transforma en una erótica, en un cuerpo erótico todo. Y esto hace que en cada uno de nosotros se condense en puntos disposicionales absolutamente distintos. Esto ya no tiene que ver con una condición de género, sino con una condición de encuentro parcial que se produce en un punto y en un instante, y que por lo tanto todo acto de sexuación es único e intransmisible para otro. Cuando alguien quiere describir qué sintió en una buena relación, no alcanzan las palabras. Ni tampoco alcanza la dramatización por la acción corporal.

Jean Allouch, psicoanalista, un tipo que fue miembro de la Escuela Freudiana de París, un hombre muy ligado a Lacan, trabaja en ese diálogo situado casi en el límite de lo imposible, lo que no podemos evitar: “ella” y “él”.

Sin embargo, nuestra sexuación no pasa necesariamente por “ella” y “él”, sino por el punto pequeño de inflexión que hace que algo se sexualice. Obviamente implica a posteriori que hay que ordenar esto, tan potente. Y la manera de ordenarlo es trayéndolo a una cuestión de género y a una política de dominio.

Dice JRN que hemos entrado en una zona transitiva, en la que el dominio de discurso biopolítico es familiarista. Entonces tenemos a los gays adoptando chicos o teniendo hijos con manejo espermático, familiarismos que son experimentaciones sociales, que nos obligan a pensar el desviante.

El tema que posiciona mi voz en este texto es qué pasa después, qué hacemos los psicólogos clínicos y analistas con toda esta materia. Y allí aparecen todas las tecnologías del “yo”, que al decir de JRN son tecnologías yoicas de intervención para “acomodar” a otros, por ejemplo, las terapias de pareja o la intervención psicoanalítica. Todos los aparatos tienen algo para decir, en la incertidumbre de manejo que hace aparecer esta transición. Paradoja, si hay una necesidad de ordenar es que hay un desorden tal que tiene que ver con el caos que es la sexuación y el acto del orgasmo, que, por suerte, es efímero, pues no estaríamos sobre la tierra de permanecer en ello.

Lacan dijo que el psicoanálisis iba a dejar de ser psicoanálisis y derivar en una erotología, que sería el trabajo sobre la condición erótica. Y dice que el objetivo de esa sexuación no es el orgasmo, sino el tránsito que uno hace. Y en ese tránsito uno construye. La construcción tiene que ver con la sinergia, con el apasionamiento, estamos siempre en una actitud de antesala, ya que el otro no puede sostener indefinidamente la condición erótica solicitada.

No somos lo mismo que hace dos años ni 20, vivimos y es un desarrollo, un envejecimiento, pero también es incertidumbre, porque nuestra condición erótica va cambiando. ¿Hacia dónde? Quién lo sabrá.

La hiperconectividad de internet cambia la condición erótica y la sexuación. Hoy se puede ver desde una mujer cogiendo con un hombre hasta cadáveres y perros garchando entre la mierda. ¿Qué pasa en la pantalla? Esto es lo que tenemos adelante.

Jean Allouch, en una fecunda producción, ligada a las escuelas de pensamiento latinoamericanas, presenta en el libro El sexo del amo. El erotismo desde Lacan la condición de la palabra erotología, establecida entre otras dos, eros y logos, una propuesta de no ubicar a cada sexo en un sitio, y de cómo cada “mamífero hablante” se realiza singularmente como sexuado.

Es por ello que Allouch o cualquiera de nosotras, que vivimos un cuerpo y unas prácticas sexuales, sean estas las que sean, entenderemos que hay que escuchar algo más allá de Dios, las regulaciones monogámicas, el eros condenado a la razón, la práctica sexual desoída de la condición moral, los machismos, los cambios y mutaciones de sexo, la instalación en lo trans como una habitabilidad posible, lo que dice el otro o el orto.

El orto como un agujero que se lo traga todo y escupe todo, una rareza pienso, que nos saca del binarismo pene-vagina.

¿Penetrar el cuerpo del amor, del amo, del sober(ano)? ¿Qué tan lejos estamos?

Carmen De los Santos.

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