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Válvulas de escape

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La novela policial sueca se ha convertido en un reconocible producto de exportación cultural a partir del éxito internacional de un par de sagas, notoriamente la trilogía Millennium, de Stieg Larsson, editada, tras la muerte de su autor, de 2005 a 2007 (y cuya continuación se encomendó recientemente a David Lagercrantz), y la docena de libros de Henning Mankell protagonizados por el inspector Kurt Wallander, publicados entre 1991 y 2009. Las obras de ambos autores fueron traducidas a numerosos idiomas y adaptadas al formato audiovisual. No es raro ver exhibida en algún lugar preferencial de las librerías locales la última novedad del género procedente de ese país o de otros cercanos, y que a menudo presentan historias sórdidas y violentas.

Más allá de la fuerte asociación que se ha instalado entre aquella región del mundo y este tipo de policial, hay, por supuesto, otras conocidas obras que transitan caminos literarios distintos. Tomas Tranströmer (1931-2015), premio Nobel en 2011, fue probablemente el poeta más significativo que dio Suecia en las últimas décadas. En el área de la literatura de terror, John Ajvide Lindqvist, nacido en 1968, editó Déjame entrar (2004), una sensible historia de vampiros que fue magistralmente adaptada al cine cuatro años después por Tomas Alfredson y llegó -tarde- a Uruguay bajo el vergonzoso título Criatura de la noche.

Entre los autores nórdicos que han preferido explorar otros géneros literarios, en lugar del policial, se encuentra Jonas Karlsson. Su obra La habitación puede entenderse a la vez como un drama psicológico y como una sátira con importantes influencias kafkianas.

Tras algunos incidentes en su anterior trabajo, Björn es transferido a una empresa en la que realiza labores administrativas de oficina. Nunca se explica bien qué es lo que se hace en ese lugar, sólo que su tarea tiene que ver con el manejo de determinados expedientes. También sabemos que el edificio donde está instalada la empresa es grande, pero él suele moverse solamente en el piso donde está su despacho. En otras dependencias se ocupan de archivos más importantes, y cuanto más alto es el piso, mayor es el rango de la sección. El superior inmediato del protagonista es apenas un mando medio, y sobre él hay otros, que son mencionados cada tanto pero a los que nunca se ve. Björn se muestra demasiado estructurado en el trabajo y rígido en la forma de encarar las relaciones laborales. En un primer momento, el lector uruguayo podrá darle el beneficio de la duda y atribuir esas características a diferencias culturales, pero con el correr de las páginas se irá dando cuenta de que hay algo extraño en él.

En ese ambiente opresivo y exigente (en buena medida porque él se carga con demasiadas ambiciones), Björn encuentra, según su relato en primera persona, una habitación vacía que usa cuando quiere tomarse un respiro, y desarrolla una relación con ella que mucho tiene de adicción. Hay elementos sospechosos, y la trama se acelera cuando sus compañeros comienzan a decirle que tal habitación no existe y que les resulta bastante perturbador verlo tieso durante varios minutos mirando la pared.

Así, el lector percibe que la versión de los hechos que había recibido proviene de alguien cuya percepción de la realidad está alterada y que es capaz de convencerse de estrambóticas teorías conspirativas. Esto lo lleva a dudar de otros aspectos de su relato: por ejemplo, de cuándo ocurrieron realmente determinados hechos, y de si en verdad el protagonista es tan bueno como dice al realizar su trabajo y manejar ciertas situaciones.

Es clara la herencia kafkiana en la descripción del lugar de trabajo, con una multitud de escritorios en fila, donde cada uno hace su imprecisa labor burocrático-administrativa sin un mínimo de privacidad. Los expedientes que se manejan están numerados según su importancia y urgencia, siempre con tres o cuatro cifras. Cuando al protagonista le encomiendan el 97, eso se puede interpretar -si decidimos creerle- como un anticipo de un ascenso inminente.

La novela plantea una fuerte crítica a la ambición desmedida de personas como el protagonista, que se creen intrínsecamente superiores al resto y destinados al éxito. Su constante esfuerzo por sobresalir y sus ansias de ascenso le impiden disfrutar de su trabajo o cultivar en la oficina relaciones humanas que no puedan aportarle algún beneficio en lo laboral. De hecho, Björn parece ser una persona muy solitaria, de quien nunca sabemos que interactúe con alguien más que sus compañeros o un ocasional médico.

El final resulta tan perturbador como ambiguo, y si bien hay que reconocer el riesgo artístico que asume Karlsson, es posiblemente el eslabón más débil de la trama. En todo caso, La habitación ofrece una lectura agradable e interesante, y un buen antídoto contra tantos libros que prometen un futuro de éxito y superación.

La habitación

De Jonas Karlsson, Salamandra, Barcelona, 2016. 157 páginas.

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