En el presente siglo, el cine italiano recuperó algo de su presencia internacional, sobre todo con base en comedias agridulces sobre parejas o grupos de amigos de clase media en la franja entre los 30 y los 50 años de edad. Perfectos desconocidos es una de esas películas y llega a Uruguay precedida de un éxito excepcional: tuvo la segunda mayor recaudación en boleterías del cine italiano el año pasado, ganó los David di Donatello de la Academia de Cine Italiano a mejor película y mejor guion (entre varios otros premios en su país de origen e internacionales, otorgados en las mismas categorías y a algunos de los actores). Ya se hizo una remake griega y se está finalizando la española, dirigida por Álex de la Iglesia.
Es una obra de cámara, que transcurre casi totalmente en un apartamento, durante una velada en la que siete amigos se juntan para cenar. El único otro ser humano al que vemos es la hija de la pareja anfitriona, y ni siquiera aparecen en la pantalla fotografías o imágenes en un televisor de otras personas, mientras que el mundo exterior a ese apartamento, que es sobre todo el cielo de esa noche, en la que hay un eclipse de luna, es claramente artificial. La idea habría podido plasmarse en una obra de teatro, pero el guion fue concebido directamente para cine.
Algunos comentarios vinculados con los secretos que la gente almacena en los celulares, y a la actitud de uno de los amigos, que dice que no tiene nada que ocultar, lleva a los comensales a establecer un juego: en lo que queda de la velada, todos los presentes dejarán sus celulares sobre la mesa, compartirán con los demás los mensajes que les lleguen, y aplicarán el altavoz si hablan por teléfono con alguien.
Las intimidades y secretos que se revelan tienen distintos grados de gravedad. Involucran desde hechos que alguno habría preferido mantener en un espacio reservado (el psicoanálisis, la expectativa de una cirugía en los senos, la homosexualidad, los sentimientos hacia algún familiar de la pareja), pasando por situaciones que pueden despertar celos (el chat erótico con un desconocido, el vínculo mucho más cercano de lo que se suponía con la ex pareja, la complicidad que la hija tiene con el padre, mientras que considera que la madre es una yegua), hasta directamente las aventuras extraconyugales. La noche termina amarga, con varios corazones lastimados y confianzas vulneradas. Hay un epílogo en una línea de tiempo alternativa, y no se llega a definir cuál de las dos deberíamos tomar como “realidad”. No se trata de un toque de ciencia ficción; simplemente es un artificio formal que se aplica en los últimos tres o cuatro minutos de metraje para cerrar la obra, sin que eso comprometa su clasificación como “comedia dramática naturalista”.
El mensaje no es el medio
Hay quienes ven en Perfectos desconocidos un comentario sobre problemas vinculados con nuestra dependencia de la tecnología. Pero no es eso lo que se desprende de la película: no es que se nos muestre la adicción al uso de los celulares, ni la conducta de prestarles mayor atención a las comunicaciones mediadas por esos aparatos que a otras personas presentes: aquí los teléfonos son, sencillamente, las herramientas que registran y conservan comunicaciones que, de otra forma, habrían terminado sin dejar rastros, y ello aumenta el peligro de que se revelen opiniones o hechos que uno no planeaba que se difundieran, algo similar a un “qué pasaría si todos pudieran leer las mentes de todos”. Cierta cuota de hipocresía y mentira es inherente a nuestra cultura, y quizá a la cultura misma, en el sentido antropológico de la palabra “cultura”.
Hay algunos buenos diálogos, y los actores son realmente excelentes. Pero también hay cierto empeño poético-sentimental kitsch en la metáfora de la luna (que se va oscureciendo, debido al eclipse, a medida que se enrarece el clima entre los amigos), y todavía más en la música sentimentalona que suena en los momentos confesionales en que el drama prevalece sobre la comedia. Sobre todo, es medio forzada la cantidad de mensajes y conversaciones comprometedoras que se suceden durante unas pocas horas y también (en un grupo de personas con tantos secretos incómodos) la disposición de todos a participar en un juego que (según podían prever, salvo que hayan tenido una increíble mala suerte justo esa noche) puede afectar seriamente a sus parejas y amistades. Cualquiera de ellos podría haber argumentado, por ejemplo, que al charlar por altavoz se está exponiendo la privacidad de gente que no participó en el pacto de sinceramiento telefónico y que ni siquiera conoce su existencia (gente querida, además, a la que uno debería proteger, como en el caso de la hija de uno de los presentes, o de la pareja del único que se presentó solo a la reunión). Y cuando la cosa empieza a ponerse fea, a cualquiera se le podría ocurrir que ya es hora de patear el tablero e interrumpir el juego, en vez de quedar todos prisioneros de él, como si fueran jóvenes encerrados en una cabaña en una película slasher. El colmo es cuando llama la amante de uno, y aunque del otro lado nadie habla, al establecerse la conexión ella empieza a hablar (asumiendo, sin corroborarlo, que es su amante quien la escucha) y cuenta su angustia porque acaba de hacerse un test de embarazo en el baño y le dio positivo.
Hay un tufillo a moralina en todo. Cuando se revela que determinado personaje tiene amantes, se arma un clima de condena a su alrededor (además, se trata del personaje que había dado muestras de homofobia). La actitud de la película es, por supuesto, antidiscriminatoria con respecto a la homosexualidad, pero el ejemplo de homosexualidad que entra en consideración es el de una pareja estructurada. El marido fiel y enamorado es bueno, tiene un excelente vínculo con los demás y tiende a ser comprensivo, mientras que su esposa infiel es intolerante y retorcida. Uno pensaba que la hija de 17 años se acostaba con su novio, pero resulta que no, sigue virgen, pero está tentada a dejar de serlo y previamente consulta con su papá sobre qué hacer. Las constataciones de infidelidad son dolidas, pero civilizadas. Ese disciplinamiento alrededor de la pareja nuclear y el culto a la sinceridad y la fidelidad parecen mucho más yanquis que italianos: hay que ver si es que la película fue pensada para un público internacional, o si la globalización viene yanquizando la cultura italiana (o, por lo menos, la noción de los productores y directores italianos acerca de qué tipo de valores es correcto que aparezcan en una película). El hecho es que este film, supuestamente cínico y nihilista en relación con los vínculos humanos, se desarrolla dentro de un paradigma bastante estrecho de normalidad, basado en la pareja nuclear monógama.
La puesta en escena es sumamente hábil, lidiando en forma original con el clásico desafío cinematográfico de filmar personajes alrededor de una mesa: aquí no hay ningún esfuerzo por brindar orientación espacial alguna: salvo cuando dos personajes están en campo, es imposible saber quién mira a quién o quién le habla a quién, pero no importa. Y hay un imbroglio muy divertido que tiene que ver con teléfonos cambiados, que resulta el mejor toque de comedia de la película (y que me imagino que va a quedar bárbaro en la versión de Álex de la Iglesia).
Perfectos desconocidos (Perfetti sconosciuti)
Dirigida por Paolo Genovese. Italia, 2015. Con Giuseppe Battiston y Anna Foglietta. Life Cinemas 21, Alfabeta y Punta Carretas; Movie Montevideo y Portones; shopping de Punta del Este.