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Kevin Chineppe. Foto: Ismael García (archivo, 2015)

Kevin siempre supo que lo iban a matar

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La sangre se paga con sangre. Habíamos hablado un montón sobre la idea de la muerte. Tenía miedo. Como cualquiera con sentencia de muerte firmada. Le daba miedo salir en libertad. Porque sabía que iba a morir así. De repente, en el barrio, acribillado.

Kevin tenía una hijita chica. La adoraba. Se le caía la baba cuando nos hablaba de ella y sufría como un enfermo cuando la tenía lejos. Kevin le explicó que algún día papá no iba a volver. Pero le dijo que la iba a querer y a cuidar siempre.

Kevin era novio de Shakira, una adolescente que murió en febrero y que hoy es sólo un número más que se suma a la lista de mujeres que tuvieron muertes violentas este año. Shakira murió igual que Kevin. De repente, en el barrio, acribillada. Al lado de él, con balas que seguramente no eran para ella.

Kevin era el que siempre nos recibía con una sonrisa en el hogar Ser, la peor cárcel que nos tocó enfrentar con la barra de Nada Crece a la Sombra. Ahí estaba Kevin. Sonriendo como podía. Embagayado, porque siempre la tuvo jurada. Un día, mientras dormía, le quemaron la cara con agua hirviendo. Lo trasladaron a otra cárcel para cuidarlo. Fuimos a visitarlo. Le llevamos un tomate que plantamos juntos en el taller de huerta y que había crecido mientras él no estaba. No paraba de mirarlo, no lo podía entender. Dijo que lo iba a poner en su repisa, como un trofeo. No lo podía creer porque le costaba asimilar que los responsables de ese fruto fueran ellos, vidas que por un ratito crecieron al sol. Ese día conocimos el Cerrito, centro que después nos recibió durante todo el año para alentarnos a ir contracorriente.

Una parte de la sociedad celebra estas muertes. Dicen que es uno menos. Como si la pena de muerte fuera legal, cruda y discrecional. Nosotros, los integrados, le llamamos ajuste de cuentas porque decidimos nombrar así a estas muertes que nos resbalan. “Se matan entre ellos”. Pobre contra pobre, balas al medio.

Tenemos que hacernos cargo. Décadas pérdidas persiguiendo a los más débiles. Los encerramos aunque sabemos que ahí no está la solución. No hacemos nada mientras están adentro. Mucho menos cuando salen, que es cuando se debería abrir el abanico de oportunidades. Sólo estamos generando daño. Ya es hora de encarar.

Un día, mientras escribíamos entre todos una canción en el taller de rap, Kevin salió por un ratito del personaje que asumen los pibes para demostrar que están preparados para todo y se quebró. Nos contó que sí le daba miedo la muerte, que no se quería morir en un tiroteo...

Se murió un pibe que siempre supo que lo iban a matar. Nos lo hizo saber a todos. Se la buscó. Se compró todos los boletos para terminar con un corchazo en la cabeza. Pero eso no importa. Para nosotros lo que importaba era otra cosa.

Kevin es el primer nombre que anotamos en la lista de pibes que laburaron con nosotros y que ya no van a estar. No va a ser el último. La sangre la ponen siempre los pibes, de un lado y de otro.

Nos duele, porque a nosotros nos queda esa sonrisa.

Que nos quede a todos su nombre; se llamaba Kevin.

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