La semana pasada a Maite la mandaron por tercera vez al rincón de pensar. Esa fue la primera vez que le importó un bledo. A principios de año cayó ahí por decir que Rivera era un hijo de la gran siete. Hace un mes por vomitarle a la maestra en la cartera. Pero esta vez fue por motu proprio. Se la buscó. Por eso capaz no le importó. Tan poco le importó que su mente viajó. Se imaginó a la maestra, a sus padres y al director, todos colorados de vergüenza, con los pantalones caídos, exhibiendo sus bombachas y calzoncillos sucios. Eso le hizo mucha gracia. Tan poco le importó que piensa hacerlo de vuelta, una y otra vez, con calzoncillos y bombachas de diferentes colores y diseños graciosos. Tan poco le importó que esta vez el rincón de pensar le pareció un lugar hermoso, amistoso, lleno de misterios, de colores, de aventuras jamás contadas. Cuando se sentó allí, frente a la arista correctiva, con cara de qué me importa, primero se dejó estar, se dejó abrazar por las dos paredes, se adentró en esa línea media como si fuera un pasadizo al infinito. Segundo: cortó comunicación con la clase y la voz de la maestra y los muy buenos alumnos que participan y son un ejemplo en conducta, y entabló conversa con las manchas de humedad del paisaje anguloso que esta vez no la enfrentaba, sino que la rescataba del mundo. Recorrió la línea vertical de arriba abajo como dibujándola ella. Se sorprendió con su perfección, escuchó su historia: las manos de los albañiles que la hicieron, los dedos de los ingenieros que la mandaron a hacer, los niños que sentaron allí antes que ella, sus angustias, sus miedos, sus enojos, sus por qué me castigan, sus por qué seré tan bobo, sus ay cuando llegue a casa. Los comprendió. Los honró. Entendió el significado del encuentro de esos dos paredones amarillentos tan bien pegados uno con otro, jugó con ellos como si estuviera jugando con sus primos mellizos, o con dos muñecas iguales pero diferentes. Fue una experiencia increíble. Que deseaba repetir. Sintió haber aprendido mucho más en esos minutos allí que en todos los días de clase.
—Maite.
En ese instante le pareció escuchar su nombre pero estaba gozada descubriendo mapas en las manchas de las paredes y escapes en los puntos donde seguro algún día hubo un clavo.
—¡Maite!
Se parecía tanto a la voz de la maestra, que debía ser la maestra.
—¡¡Maite!! ¡Vení para acá!
—Un ratito más, maestra. Todavía no aprendí a comportarme.
—Vení para acá te digo, ¿o querés quedarte todo el día en el rincón?
—Bueno —le dijo Maite.
Y la mandaron volver al planeta rectangular de las aulas y los horarios y los castigos y los más te vale que traigas buenas notas y los no vayas a perder otra vez la goma. Y las ganas de salir borrando.
Sonó el timbre y ella partió de la escuela con el propósito claro de volver. Como la murga. Para eso debía idear una lista de cosas que a la maestra le hicieran sancionarla tan gravemente. Al llegar a su cuarto, se puso a buscar en google: “travesuras en la escuela”, y me llamó para preguntarme a mí a ver qué hacía yo para que me castigaran. Con ese material hizo una lista:
LISTA DE COSAS MALAS PARA IR AL RINCÓN:
• Cantar “Orientales la caca o la tumba” en el acto del jueves (fuerte para que escuche la maestra).
• Pegar un moco en el mapa de Uruguay.
• Decirle a la maestra que es una zorra.
• Dibujar al director desnudo en el pizarrón.
• Pedirle a algún compañero que me muestre el pitito.
Esta semana a Maite la van a cambiar de escuela. Parece que en esta no aprende. El último día que estuvo en clase se me acercó y me dejó un papelito arriba del banco:
“No te pierdas el rincón. Hay cosas que si mirás, las ves”.
Hoy caí yo al rincón. Y miré, y se ve. Ella tenía razón: un pasadizo al infinito, y a cada lado como dos continentes de manchas amarillentas, un libro abierto bien abierto lleno de imágenes que cada uno lee como quiere. ¡Qué maravilla! Y en el mejor momento me pareció escuchar mi nombre.