Ingresá

No es sólo una cuestión de tamaño

6 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Con motivo de la Rendición de Cuentas y de las recientes medidas tomadas por el Poder Ejecutivo para aumentar la recaudación, como cada año, la discusión sobre el resultado fiscal ha cobrado gran notoriedad pública. El foco de atención ha tendido a centrarse en las “cuestiones de tamaño”: si el Estado gasta mucho o poco, si la carga impositiva es alta o baja, o si el resultado fiscal es demasiado elevado.

El objetivo de esta nota no es entrar en las discusiones sobre el tamaño, que son importantes, sino destacar un asunto específico relativo a la calidad de la gestión de los recursos públicos, que ha recibido escasa atención en la discusión pública aunque es igualmente relevante. Motivado por la interesante resolución de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) que se conoció recientemente para vender cientos de inmuebles que tiene sin uso, me centraré en el problema de la administración eficiente de los activos públicos.

En su libro The Public Wealth of Nations, de 2015, Dag Detter y Stefan Fölster identifican un problema muy poco analizado hasta aquel momento y proponen soluciones prácticas que podrían constituir una importante fuente de recursos públicos genuinos. El problema identificado por los autores surge de la observación de que los gobiernos de todo el mundo tienen un monto de activos públicos –conservadoramente estimado– equivalente a 100% del Producto Interno Bruto mundial (PIB) (75 millones de millones de dólares), que muy frecuentemente está mal administrado y en ocasiones ni siquiera está debidamente registrado en las hojas de balance, lo que implica que el valor de estos activos sea desconocido.

Estos activos son de naturaleza muy diversa, pero pueden clasificarse en tres categorías: activos puramente financieros (por ejemplo, depósitos bancarios, fondos de pensiones), activos públicos comerciales (empresas públicas, edificios, viviendas, predios rurales) y activos públicos no comerciales (carreteras, playas). Detter y Fölster centran su análisis en los activos comerciales, pero sus argumentos son generalizables a las otras dos categorías.

Aunque Uruguay no está entre las economías analizadas por los autores, si trasladáramos de manera muy simplificada el resultado de que los gobiernos del mundo considerados conjuntamente poseen un total de activos comerciales equivalente a 100% del PIB mundial, concluiríamos que el Estado uruguayo cuenta con un monto aproximado de activos públicos comerciales de 53.000 millones de dólares (el PIB de 2016). Este es un monto muy superior a toda la deuda pública del gobierno, que actualmente asciende a 33.000 millones de dólares.

Si mediante una administración profesional de estos activos, cuyo objetivo sea la maximización del valor para los ciudadanos, se pudiera lograr una rentabilidad de apenas 1% anual, cada año el gobierno tendría, al menos, un punto del PIB adicional entre sus recursos disponibles. Las estimaciones de Detter y Fölster indican que una rentabilidad razonable para este conjunto de activos, si son administrados adecuadamente, estaría en torno a 3,5% anual.

Una de las claves de este planteo está en cómo se define “el valor para los ciudadanos”. Aquí las valoraciones políticas jugarán un papel fundamental, pero se tratará de lineamientos estratégicos de largo plazo (que pueden incluir objetivos medioambientales, sociales, de derechos, etcétera), no de intereses cortoplacistas de las autoridades de turno.

La opacidad en el manejo de los activos públicos, argumentan Detter y Fölster, permite a los políticos de turno utilizar las rentas que ellos generan en beneficio propio. Cuanto menos información exista sobre la naturaleza y el valor de esos activos, mejor. Esta sería la principal razón por la que la administración opaca de los activos públicos es un hecho muy generalizado alrededor del mundo.

La solución propuesta por Detter y Fölster para este problema consta de dos etapas. En primer lugar, sería necesario saber cuáles son los activos públicos y tener una idea de su valor. Ello implica hacer un esfuerzo por construir una hoja de balance comprehensiva en la que se compute el valor presente neto de todos los activos y pasivos públicos (conocidos y contingentes) en su sentido más amplio. Entre los activos sería necesario registrar y valuar todos los edificios y viviendas en poder del Estado, los predios rurales, las empresas públicas, los parques, las reservas naturales, las carreteras, etcétera. Aunque la implementación de una práctica de este tipo puede ser extremadamente complicada, los esfuerzos por acercarse al ideal son valiosos y existen experiencias internacionales, como la de Nueva Zelanda, exitosas en ese sentido.

En una segunda etapa, una vez registrados y valorados los activos disponibles, deben diseñarse estrategias que maximicen su valor para los ciudadanos. En muchos casos, será necesario transformar activos ilíquidos y “poco transables” en flujos de fondos líquidos, lo que puede requerir el desarrollo de innovaciones financieras que lo permitan.

En opinión de Detter y Fölster, el elemento fundamental de esta segunda etapa consiste en alejar el manejo de los activos públicos de los intereses políticos de corto plazo. Ello sería el ingrediente clave para alinear los objetivos de la administración de los activos con los de los ciudadanos.

Esto no significa, en modo alguno, que los activos públicos deban privatizarse (aunque los autores parecen mostrar cierta preferencia por la privatización). La idea sería similar a la implementada para los bancos centrales. En ese caso, el objetivo básico era tener instituciones independientes que blindaran la política monetaria de los intereses políticos de corto plazo que, muy frecuentemente, eran contrarios a la estabilidad de precios (el interés general). Aunque las autoridades en la mayoría de los bancos centrales del mundo son nombradas por los parlamentos, no dependen del Poder Ejecutivo y los períodos de duración de los mandatos no están coordinados.

Se trataría de generar instituciones administradoras de la riqueza pública con mandatos claros y gestionadas por profesionales idóneos que no respondan a intereses políticos de corto plazo.

Detter y Fölster van más allá y proponen la formación de un fondo de la riqueza nacional (national wealth fund) que administre todos los activos públicos con un plan estratégico global en favor del interés general.

En Uruguay los esfuerzos por mejorar la gestión de la riqueza pública se han centrado, fundamentalmente, en la gestión de los pasivos financieros. En 2005 se creó la Unidad de Gestión de Deuda, dentro del Ministerio de Economía y Finanzas, con el objetivo de desarrollar una administración independiente de las obligaciones financieras y de los flujos de caja del gobierno central. Como resultado, se lograron aumentos de los plazos de vencimiento, reducciones de la dolarización, disminuciones de la concentración de vencimientos e incrementos en la proporción de deuda a tasa fija. Es decir, se redujeron las vulnerabilidades ante shocks externos. Este cambio en la política de endeudamiento, en conjunto con la adopción de una política cambiaria de flotación más o menos libre, ha constituido un salto de calidad sustancial en el manejo de la macroeconomía.

Entre 2011 y 2016 la inversión extranjera en cartera recibida por Uruguay se redujo 70% medida en dólares, al tiempo que los precios de los commodities no energéticos caían 20% en el mismo período, acumulando una reducción de 33% desde 2011. Se trató de un shock externo de gran magnitud en la perspectiva histórica uruguaya. Un escenario de este tipo, con Argentina y Brasil sufriendo recesiones económicas significativas, en el pasado hubiese generado efectos económicos y sociales catastróficos en Uruguay. En contraste, no solamente el nivel de actividad siguió creciendo, sino que la calidad de la deuda emitida por el gobierno no sufrió ningún impacto.

Actualmente, aunque el déficit fiscal y el incremento del nivel de endeudamiento parecen ser las principales preocupaciones macroeconómicas, el costo del endeudamiento continúa en niveles históricamente bajos.

Aunque atribuir la resistencia de nuestra economía al shock externo y las reducidas tasas de interés actuales únicamente a los cambios en las políticas de endeudamiento y la flotación cambiaria es exagerado, parece evidente que jugaron un rol central. Esta experiencia constituye entonces un ejemplo de cómo las mejoras en la administración de los recursos públicos pueden generar efectos muy significativos en el bienestar general de los ciudadanos.

Un objetivo no demasiado ambicioso sería trazarse un plan de uso de todos los bienes inmuebles (edificios, viviendas y predios rurales) en poder del Estado. Ello implicaría no solamente dar algún uso a los inmuebles que actualmente no lo tienen, sino evaluar si el uso actual de los que sí están siendo utilizados es el mejor posible. Hay casos notorios de edificios públicos ubicados en zonas valiosas de la ciudad de Montevideo que podrían tener un uso más productivo en su conjunto.

No se trata, por supuesto, de vender las joyas de la abuela para comprar vino. Es decir, nada de lo planteado arriba va en la línea de vender edificios públicos para financiar el déficit fiscal corriente. Los recursos generados por la mejor administración de los activos (que en el caso de los bienes inmuebles no necesariamente implica su venta) deberían destinarse a cumplir objetivos específicos independientes de intereses políticos de corto plazo.

Tampoco esta propuesta debe interpretase como “excesivamente economicista”, ya que, como se indicó más arriba, el objetivo no es maximizar la rentabilidad económica de los activos, sino maximizar el valor que ellos pueden producir para los ciudadanos. Dicho valor incluirá la dimensión estrictamente económica, pero también cuestiones ambientales, objetivos sociales, etcétera.

Más allá de si la recomendación de Detter y Fölster de crear un fondo de la riqueza nacional que acumule todos los activos dentro de una misma institución es o no de interés, parece claro que generar un marco institucional con el objetivo de mejorar la administración de los activos públicos (al menos de los comerciales) sería una política muy deseable.

Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y personas.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura