“¿Qué lleva a un hijo de desaparecidos, como yo, a reunirse con el hijo de un condenado por delitos de lesa humanidad, como Aníbal Guevara?”, se pregunta en una columna Félix Bruzzone, y más adelante agrega: “¿La reconciliación? No, la reconciliación jamás: lo que me lleva es, claramente, algo mucho más intrépido: la curiosidad”. Literatura y política, esas son las vertientes que se encuentran de modo inevitable y recurrente tanto en su fundamental libro de cuentos, 76 (2008), como en sus novelas Los topos (2008) y Las chanchas (2014). Signados por la incapacidad y la incertidumbre, esta serie de personajes instauró un nuevo modo de explorar la búsqueda continua de la verdad mediante la memoria y la orfandad. O, como dice el narrador de “Sueño con medusas”: “Estas cosas nunca terminan, siempre siguen, hay que esperar y están ahí, como las verrugas, que siempre vuelven. Y si no vuelven, desconfiar”.
En Uruguay Bruzzone publicó su cuento “2073” en la Propia Cartonera, y el libro infantil Julián es un pulpo en Topito Ediciones. Por este trabajo fue que la Embajada de Argentina lo invitó a que recorriera algunas escuelas de Montevideo. Aprovechando que estaba dedicado a esa actividad en Uruguay, la diaria conversó con Bruzzone sobre la herencia y la temática de los detenidos desaparecidos, las contradicciones de las organizaciones y la construcción del relato a partir del vacío. Como advierte un linyera en Los topos: “Buscar restos entre la basura, monedas en la vereda, es buscar pedazos de un espejo. No hay nada nuevo, es lo mismo de siempre. Sos vos, pero roto”.
–Tanto en 76 como en Los topos se narra desde la perspectiva de un hijo, condicionado por la ausencia de sus padres. ¿Dirías que esto responde a un posicionamiento o más bien a una búsqueda?
-Creo que terminó siendo las dos cosas, aunque empezó como algo muy íntimo. Con el tiempo me di cuenta de que surgían ciertas cuestiones que le asignaban una dimensión más política a los textos. Pero tampoco me preocupé por cómo expresar lo que pensaba sobre las políticas de memoria, por ejemplo, porque es algo que ni siquiera ahora tengo demasiado claro. Prefiero mantener esa incertidumbre tanto sobre lo que pasó como sobre eso que pasa ahora.
–En una entrevista contás que alguien, sabiendo que sus padres eran detenidos desaparecidos, en público decía que habían muerto en un accidente. ¿A qué pensás que se debe algo así?
–Creo que cada caso tiene su propia lógica. Y esta persona que yo conocía era de una familia casi de la aristocracia, terratenientes, con cierta expectativa de pertenecer a la clase alta –sean o no de ella–, y estimo que, en ese marco, andar diciendo que había un desaparecido era un poco inconveniente. En este caso respondía a eso. Pero hay otras cosas. En Argentina se da mucho esa cuestión de negación por parte de las familias de las víctimas. Si vas a los números, esa situación resulta bastante clara. Por ejemplo, si pensás cuántos testimonios hay de la causa más grande de juicio de lesa humanidad, como es la de la ESMA [Escuela de Mecánica de la Armada, donde funcionó un centro clandestino de detención: en Argentina el Poder Judicial articuló una “megacausa” con todos los crímenes cometidos allí], hay algo así como 2.000 testimonios, y se calcula que por ahí pasaron 4.000 o 5.000 personas [que fueron víctimas de terrorismo de Estado]. Muchas de ellas sobrevivieron, y muchas tal vez ni siquiera saben que estuvieron ahí, pero en Argentina todavía hoy se habla de que hubo sólo 8.000 desaparecidos, cuando 30.000 es el número al que se llegó recabando la mayor cantidad de información posible, y es muy difícil pensar que sólo fueron esos. Si se suman los de la ESMA con los que pasaron por Campo de Mayo y La Perla, contando sólo los tres centros clandestinos de detención más importantes, pasaron por ellos más de 15.000 víctimas, y se constató que había más de 300 centros. Por eso creo que hay una gran negación. E incluso ahora hay muchos testigos que declaran por primera vez.
–Con todo lo que eso implica.
–Sí, aunque generalmente es reparatorio para el testigo ir a un juicio a contar lo que vio o lo que vivió –porque la mayoría de las veces los testigos fueron víctimas–. Obviamente, la información se va construyendo muy de a poco, porque después de tanto tiempo es difícil. Y la cantidad de imputados es mínima en comparación con lo que se estima que fue el aparato represivo. Todo eso habla de una negación inmensa.
–Ni bien asumió el ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido, dijo que lo de 30.000 desaparecidos era una mentira para tener subsidios.
–Y eso sigue teniendo mucho apoyo. Me parece que, en general, muchos tenemos una tendencia a negar lo que pasó. Me incluyo, porque yo nunca fui militante de ningún organismo, y por eso me reconozco en ese colectivo un tanto difuso e invisible de todos los que, en un punto, nunca dijimos nada. Finalmente terminé hablando porque era lo único que podía llevar a la ficción, y yo quería ser escritor. Se juntaron esas dos cosas, me di cuenta de que era lo único que podía hacer, y terminé saliendo a través de ese registro. Cuando releí 76 hace un par de años, entendí por qué había sido un libro que había generado lo que generó: en realidad contaba algo que le había pasado a la mayoría, y no a la mayoría que tiene familiares desaparecidos, sino a toda la comunidad.
–Sin que se reivindique ni se condene esa lucha. En ese sentido, el libro se distanció del lugar común que se había transitado hasta entonces.
–Sí, pero antes había visto Los rubios [película de 2003, dirigida por Albertina Carri], que también es bastante crítica con el proceso de cómo se elaboró todo ese trauma. En el terreno de la literatura, seguramente se distanció, pero en cuanto al tema, había varios puntos previos de los que agarrarse.
–Manuel Soriano, por ejemplo, escribió Fundido a blanco (2013), que en parte se plantea desde el punto de vista del hijo de un torturador.
–En un momento escribí una nota sobre hijos de represores en la revista Anfibia [junto con el antropólogo Máximo Badaró, titulada “Hijos de militares, 30.000 quilombos”], y una de las partes que estaban pensadas se refería a las ficciones que se trabajaron sobre ese tema. Por eso me puse en contacto con Manuel [Soriano] para que me contara un poco, y le pregunté cómo había hecho para construir al personaje del hijo del represor, si había entrevistado o no a chicos como él, y me dijo que no, que había hablado con hijos de desaparecidos para construir al personaje. Ese modo de construir al hijo del represor fue lo más interesante, por muchas cosas. No sólo porque evidentemente hay muchos puntos en común, sino porque habla de hasta dónde todavía hay gente que no habla –y ese fue un problema cuando hicimos la nota–: igual que sus padres, decidieron no hablar sobre el tema, no exponerse.
–“El hombre que fumaba” arranca con tu propia historia: el padre que desaparece en marzo de 1976, el hijo que nace en agosto, y la madre que desaparece en noviembre.
–Sí, eso fue todo tal cual. Lo que se narra en ese cuento es bastante fiel a lo que pasó, salvo cuando el personaje se casa con una prima. Pero mi relación con eso fue un poco así. Y hay otro tema: mi abuelo, el papá de mi mamá, era marino. Mi relación fue bastante mixta: por un lado, mi mamá está desaparecida por militante, y por otro está mi abuelo, que era marino ya retirado y no participó en el aparato represivo.
–Un relato que también incluís.
–Sí, eso también está. Mi abuelo murió al poco tiempo de que yo nací, pero había un contexto en el que las fuerzas armadas aparecían en la familia: mi abuela seguía cobrando la pensión, yendo al Centro Naval. Había toda una relación. Ella, por un lado, siempre me decía que mi vieja había sido una revolucionaria y había luchado por un mundo mejor y etcétera, una versión muy idealizada, y por otro, íbamos todos los fines de semana al Centro Naval, y eso ni se lo cuestionaba. Y no sólo eso, sino que además ella tenía dos hermanas, y las dos estaban casadas con marinos. Y uno de ellos era muy cercano, íbamos bastante seguido a la casa, me enseñaba física en el secundario y etcétera, y era un facho absoluto. Las dos o tres veces que llegamos a hablar de ese tema, fue imposible. Y mi abuela me hacía participar en todo eso. A tal punto que, por ejemplo, en 1982, durante la Guerra de Malvinas, el presidente era Galtieri, que se llamaba Leopoldo Fortunato. En esa época yo tenía cinco o seis años, y cuando me preguntaban cuál era mi nombre favorito, yo les decía Leopoldo Fortunato, porque era el presidente. No tenía noción de que algunos gobiernos eran democráticos y otros no, pero claramente eso nadie me lo reprimía, tampoco.
–A su vez, convivías con el peso de la ausencia de tus viejos, algo que después se reformuló en ficción.
–Era una sensación de orfandad. Está bien que mi abuela era muy buena madre y todo, pero no dejaba de ser una situación de orfandad. Por eso cuando salió 76, Damián Ríos [escritor y editor de Blatt & Ríos] dijo al presentarlo que se trataba de un libro sobre cómo ser huérfano. Eso me mató, porque evidentemente se puede leer como una forma de rearticular ese problema que suele abordar la literatura, pero no por una cuestión argumental, sino por todas las ausencias que hay en cualquier texto, y las necesidades que presenta cualquier texto.
–Desde esas ausencias y necesidades abordás varias tensiones, como cuando planteaste que al proceso de memoria, verdad y justicia le faltaba aire, y que estaba dominado “por una solemnidad que lo empasta”. ¿A qué te referías?
–A que es muy difícil salirse del blanco o negro, sigue todo tan tirante como siempre, y ahora quizá mucho más. A veces, lo que intento es tratar de evitar esa tirantez, de encontrar distintas maneras de hacerlo. Pero creo que en ningún lado las encontré tanto como en la literatura. Eso en el mundo real es muy difícil, y en la escritura hay más libertad incluso que en el cine, porque al aspirar a otro público, el cine vuelve a quedar un poco atado a esa dicotomía. Creo que en la literatura hay mucho más margen. Y es una apuesta más a futuro, a las nuevas generaciones. Cuando hablo con gente que piensa cómo estimular a hablar y a romper el pacto de silencio, siempre aparecen las palabras “reconciliación”, “amnistía”, “condonación”, cosas que en Argentina son muy difíciles de plantear. Personalmente, creo que está bien que no se puedan plantear y que no exista esa posibilidad, porque eso le hace justicia al proceso que se vivió. Hay que morir en esa. En Argentina hicieron todo mal, ¿qué vas a hacer frente a eso? Por eso realmente es inmoral plantear esas cosas. Tal vez en otros lados se dio distinto. En Perú, por ejemplo, tienen el recordatorio a las víctimas de uno y otro bando, porque fue muy diferente. En Argentina es inviable, pero no por una cuestión de la historia oficial kirchnerista.
–En otro de tus cuentos también se cuestionan algunos hábitos, como el uso de remeras estampadas con desaparecidos, que de tan lejanos llegan a confundirse con estrellas rockeras.
–Sí, hay un montón de prácticas que son un poco hipócritas. Por hablar de un ejemplo análogo, en las marchas de “Ni una menos” siempre aparece alguien hablando, y después otros diciendo “no, pero si este le pega a la mujer”, o “tiene una causa por violación”. Creo que en los espacios de militancia surgen estas contradicciones que me gusta marcar, porque todo se vuelve menos claro de lo que parece, y uno tiene que lidiar con eso. El personaje de “Sueño con medusas” rechaza ese tipo de prácticas, como tener la remera y qué sé yo, pero no le resulta gratuito tener que sacarse la remera y tirarla. Porque si bien él sabe que es una práctica que no le interesa, la ve y se pregunta por qué, desde esa doble tensión: “Por un lado, milito porque es necesario, y por otro, la militancia no me va a resolver todo esto”. Cómo resuelve uno sus cosas es un dilema de cualquier ser humano. No hace falta pasar por este tipo de trauma.
–El cuento que le sigue en el libro se refiere a Uruguay –“Susana está en Uruguay”–, y por momentos remite muchísimo a la estética de Manuel Puig.
–Sí, ese cuento es un robo total. Casi lo hice copiándolo. Me gustó escribir ese cuento, y creo que quedó en el libro como un homenaje a Puig más que otra cosa. Es muy cercano a Cae la noche tropical [novela de Puig de 1988], el de las dos viejas en la playa.
–En definitiva, lo que se da es la construcción de un mundo que se rige por sus propias reglas, con cruces y tránsito de personajes, y transformaciones de ciertas prácticas como la militancia. Sobre todo entre Los topos y Las chanchas.
–Generalmente a eso me lleva la historia. Por ahí, en la escritura surgen cosas que me hacen torcer el rumbo, pero la historia, lo argumental, es bastante fuerte como motor. En Las chanchas lo que pasó es que en un momento tuve que definir quién era el personaje femenino.
–¿Y tenías presente a Romina [novia del protagonista de Los topos]?
–No, pero dije “hagamos que es Romina” y veamos qué pasa. En realidad, lo mío siempre es experimental en ese sentido. Siempre me pregunto quiénes son los que hablan, e intento responder a esa pregunta. En este caso, la respuesta fue Romina: pensé cómo podía haber sido su vida desde la que dejaron en Los topos hasta la que reaparecía en Las chanchas, y qué haría ella en ese caso. Una opción era militar por la aparición de las chicas, recuperar esa energía de juventud. Eso se cruza con lo que está pasando la familia en ese momento, como lo que le pasó antes, cuando era novia de ese pibe [hijo de desaparecidos]. No pienso tanto en temas, sino en lo que atraviesa cada familia. En ese momento, lo que pasaba era que el tipo había secuestrado involuntariamente a dos chicas, estaban desaparecidas, y me pregunté qué haría Romina frente a esa situación. Así surgen las escenas de militancia pro aparición.
–¿Y cómo creés que dialoga 76 con esas novelas?
–Con lo que escribo siempre termina pasando –incluso en los libros más chicos, o en un cuento– que todo comienza a abrirse, más que a cerrarse o a repetirse. En Las chanchas, trabajando sobre lo mismo, se terminan abriendo nuevas puertas laterales, que no necesariamente llevan a avanzar hacia un lugar determinado. Creo que es eso.
–En las notas te presentan como un escritor que se dedica a “destapar piscinas”. ¿Eso es así?
–Hace unos años no tenía trabajo, y justo surgió eso de limpiar piletas. Lo de “destapar” más bien lo puso alguien en una nota, y después quedó. Socialmente sos personal de limpieza. Así que sí, en realidad soy como una mucama de las piletas.