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El Partido Único de la Igualdad de Oportunidades

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Si el Partido Único de la Igualdad de Oportunidades se presentara a las próximas elecciones ganaría en primera vuelta. La idea de que lo importante es nivelar las oportunidades sociales está en boca de todos. Políticos y técnicos de todos los colores utilizan el concepto a menudo. ¿Quién puede estar en contra de igualar oportunidades? ¿Quién podría alzar su voz contra la idea de asegurar un punto de partida igualitario a todos los niños y que sea luego su tenacidad y esfuerzo lo que determine sus logros? Pero todo régimen de partido único tiene problemas y este no es la excepción.

En el campo de la filosofía política, la noción de igualdad de oportunidades ha animado durante décadas un diálogo fructífero entre corrientes liberal-igualitarias y socialistas. Es una idea potente y atractiva. Toda desigualdad originada en circunstancias que están fuera del control de las personas, que no fueron elegidas, debe tender a eliminarse. Desde esta perspectiva, la lista de factores que pueden dar lugar a desigualdades moralmente objetables es larga. La raza, el género, la belleza física, el lugar de nacimiento (el barrio, el país), el patrimonio y los contactos sociales heredados de la familia son algunos ejemplos.

Además, las personas obtienen resultados desiguales en parte porque tienen preferencias distintas. Hay personas que tienen mayor predisposición que otras a esforzarse, a tomar riesgos, a competir. Hay personas que son relativamente más pacientes que otras, siendo capaces de postergar cierta gratificación hoy para obtener una mayor gratificación mañana. Es un tema no resuelto determinar en qué medida nuestras preferencias y atributos de la personalidad están determinadas por factores fisiológicos o sociales. Seguramente se trate de una combinación de ambos. Lo importante, de acuerdo al principio de igualdad de oportunidades, es que estos mecanismos operan, en mayor o menor medida, a espaldas de la voluntad de las personas.

Por tanto, las ventajas sociales que confieren son pasibles de ser redistribuidas. Por supuesto, hay talentos y formas del carácter que se forjan mediante el esfuerzo personal deliberado. Pero también se derivan de la lotería genética o fueron amasadas, para suerte o desgracia, por el entorno social y familiar en el que crecimos. Si nuestras preferencias, fundamento de nuestras elecciones, están en parte condicionadas por la desigualdad existente, no pueden ser utilizadas al mismo tiempo como justificación de dicha desigualdad.

No se trata de una noción aritmética de igualdad: la buena sociedad no es aquella en la que todos tenemos el mismo ingreso. Es una noción de igualdad que no niega el rol de la responsabilidad personal. Las neurociencias han mostrado que el igualitarismo no es un delirio socialista. Existe y se expresa en patrones concretos de actividad cerebral. Por otro lado, hallazgos en economía experimental y comportamental indican que las personas desarrollamos una “aversión a la desigualdad” tempranamente (entre los tres y los ocho años) pero en la adolescencia comenzamos a discernir entre desigualdades que derivan de la suerte (de circunstancias arbitrarias en el lenguaje de la igualdad de oportunidades) y aquellas que derivan del mérito y el esfuerzo, desarrollando una tolerancia diferencial por estas últimas. Una vez corregido el efecto de las circunstancias no elegidas por las personas, el enfoque de igualdad de oportunidades nos dice que la desigualdad remanente, derivada de la diferente propensión a esforzarse de las personas, es aceptable. En este sentido, es una noción de igualdad que sintoniza con intuiciones de justicia básicas documentadas por las ciencias comportamentales. Ninguna desigualdad sin responsabilidad.

Pero es cuando se quiere aterrizar esta discusión en términos prácticos que aparecen los problemas. Primero, se trata de un concepto que ha sido bastante escurridizo de medir empíricamente. Típicamente, los estudios en esta área buscan determinar qué parte de la desigualdad de ingresos observada obedece a circunstancias no elegidas por las personas. Pero las estimaciones se muestran extremadamente sensibles a la información disponible, particularmente a qué tan completa sea la lista de circunstancias arbitrarias consideradas. Basta pensar, por ejemplo, en lo complejo que resulta medir cómo ciertos atributos de la personalidad de los padres se transmiten a los hijos y cómo eso se traduce en capacidades desiguales de generar ingresos. La omisión de factores relevantes puede conducir a subestimar groseramente la magnitud de la desigualdad de oportunidades.

Segundo, la distinción entre esfuerzo y suerte, si bien es relativamente sencilla de entender teóricamente o en el ambiente controlado de un juego de laboratorio, tiende a resultar opaca en la realidad. Las personas terminamos formando nuestras propias creencias acerca del peso de los méritos en la explicación de nuestros logros personales y de los demás. Los sesgos que intervienen en dicho proceso son ahora bastante conocidos. La opacidad del mérito y la suerte en la realidad deja una amplia discrecionalidad para racionalizar de forma intencionada nuestras creencias, para creer lo que nos hace sentir bien. Es reconfortante creer que todo lo que tenemos es producto de nuestro esfuerzo. Mucho más difícil es rastrear y reconocer en nuestra historia personal los pequeños y grandes privilegios que tuvimos en relación con otros. Evidencia reciente muestra que en países europeos relativamente más igualitarios las personas tienden a subestimar las posibilidades de movilidad social. Por el contrario, en Estados Unidos, donde la desigualdad es elevada, las personas creen que las oportunidades de movilidad social son mayores de lo que en realidad indican los datos. Los europeos creen que la pobreza es mayormente el resultado de condicionamientos sociales. Los estadounidenses la ven como un problema de incompetencia y de responsabilidad individual.

Finalmente, cuando se pasa al terreno de las políticas concretas de reducción de la desigualdad de oportunidades, surgen problemas adicionales. Muchas veces estas políticas se suelen presentar como alternativas a las políticas orientadas a reducir la desigualdad de resultados. Obviamente, se trata de una falsa oposición. Una razón obvia es que las políticas de promoción de oportunidades (por ejemplo la educación, los programas de apoyo a la primera infancia) requieren financiarse. Por ejemplo, ¿cómo financiar un fuerte aumento de la inversión en educación de niños provenientes de familias pobres? Parece lógico que ese dinero provenga de impuestos progresivos a la renta y al patrimonio y no de impuestos al consumo, dado que el mayor peso relativo de estos últimos recae justamente sobre los hogares de los niños cuyas oportunidades queremos nivelar. También es bueno recordar que las oportunidades de los niños no sólo dependen de las políticas directamente dirigidas a ellos, sino del conjunto de políticas que operan sobre el ingreso y calidad del empleo de sus padres. Las políticas laborales también tienen que ver con la igualdad de oportunidades.

Pretender combatir la desigualdad de oportunidades con programas sociales focalizados, pero manteniendo una hostilidad genérica hacia la tributación progresiva y la regulación laboral, es como ir a la guerra con un tenedor. Es pensamiento mágico. Se trata de una concepción mínima (a veces cínica) de la igualdad de oportunidades que no se corresponde con la experiencia internacional. Los países donde hay mayor igualdad de oportunidades (donde el ingreso de los padres determina en menor medida el ingreso de los hijos) son también aquellos que exhiben mayor igualdad de resultados. Y no se trata de países que hayan quedado atrás en términos de prosperidad económica.

Adherir al principio de igualdad de oportunidades también exige repensar nuestra forma de ver ciertos aspectos de la vida familiar y de las transferencias que se dan entre sus miembros. Como padres quisiéramos transferir, en la medida de nuestras posibilidades, la mayor cantidad de recursos a nuestros hijos. La igualdad de oportunidades no colide con esta forma básica de altruismo familiar, pero implica aceptar que la sociedad debe intervenir sobre este proceso. El éxito o fracaso de una generación no debería conferir ventajas o desventajas legitimas a la generación siguiente.

El carro de la igualdad de oportunidades está lleno, se subió todo el mundo. Se trata de una noción valiosa, pero su verdadero alcance requiere ser clarificado. No es evidente que todos le atribuyamos el mismo significado e implicancias. Quienes pregonamos la igualdad de oportunidades no dirigimos nuestra rabia contra los hogares de niños pobres que reciben una tarjeta para alimentarse u otras transferencias. Nuestra energía se dirige a problematizar el privilegio en todas sus formas; el que anida en el sector público, pero también el que se reproduce silencioso e incuestionado en el corazón de la economía privada.

Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y personas.

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