Y otra vez otoño. Absolutamente esperable, como todos los años. Como película de Woody Allen. Como los huevos de Pascua y las ofertas del Día de la Madre. Llega mayo y nos abrigamos, llega agosto y nos tienen re podridos el frío, el precio del morrón, los políticos y los paros. Y otra vez diciembre y las noches de los descuentos. Y se nos infla el cerebro reptiliano hasta que pide a gritos que llegue el verano, con sus siestas a la sombra y sus trancaderas en los peajes. Y siempre hay alguien que a esa altura sale con que “en tal fecha de este año el mundo explota”. Y casi todos le creemos. ¿Y al final, qué? No explota nada. Y la capacidad de asombro vuelve a hundirse en el sofá, a ver quién gana en murgas y cómo arranca el Uruguayo. Y otra vez otoño.
Hay gente que sostiene que la Tierra es plana. Otros podrán sostener que es cuadrada o con forma de bidé. Y otros, junto con Atlas, que resultan ser los mismísimos sostenedores de la Tierra. Pero lo cierto es que, la sostenga quien la sostenga y tenga la forma que tenga, más redonda no puede ser.
Cambio en la programación
Los otros días me cayó un amigo a casa porque andaba con dudas maritales y quería aflojarle al bocho. Así que compramos unos manises y nos pusimos a ver The Truman Show. Para el que no la ha visto, esta película trata sobre un tipo llamado Truman, que es filmado, sin saberlo, las 24 horas de sus días. Y quienes lo rodean –familiares, amigos, desconocidos–, son actores que interpretan un guion para un programa de televisión en el que él mismo es el protagonista. La cinta se pone aun más interesante cuando Truman desconfía de la autenticidad de la cosa, quiebra la monotonía y descoloca a todo el mundo. En la escena en que Truman sale en barquito a desmantelar su mundo ficticio, miré a mi amigo y lo vi compenetrado como nunca, hasta sus brazos hacían como que remaban con Truman. Al llegar los créditos, y con los ojos vidriosos, mi amigo se pone de pie de repente y, como quien dice “basta”, dijo “basta”. Agarró un maní y lo arrojó con todas sus fuerzas contra la pared –estaba verdaderamente desencajado–. Lanzó una mirada de libertador hacia la ventana, y declaró: “Ya me cansé de tanta vuelta”. Había sentido hondamente la necesidad de que en su vida todo fuera diferente. Sin mirarme, abrió la puerta de casa y se fue a la guerra contra la maldita rutina.
Al otro día, primer lunes del mes, se pidió la semana. Salió de su apartamento y en vez de decirle “buen día” al portero, le dijo “¿cómo le baila, qué me contursi?”, y arrancó para el parque. Compró un diario que nunca compra, tomó un café donde no conocía a nadie, se imaginó caminando por paisajes en los que nunca había estado. Más tarde, pasó por una zapatería y se compró unos championes; con los primeros pasos sintió que volaba. Y caminó largo rato admirando la parte de arriba de los edificios a los que sólo les conocía las puertas.
Al volver a casa le preguntó a su hija cómo se había sentido en la escuela. Y eso la dejó pensando (cuando tendría que haberse quedado sintiendo). Cenó sin sal, cantó en la ducha e hizo el amor con paciencia y música de fondo. Y así toda la semana.
Al otro lunes se dio cuenta de que volvía a ser lunes, y que todo era lo mismo de siempre. Pero esta vez no sintió la necesidad de que fuera diferente. Se apropió del guion.