Hay cosas que los que mandan no entienden. O no quieren entender. Cuando se llega a esos círculos de autoridad, cuando se consigue un poder tal, los que estamos abajo dejamos de existir en su campo visual; nos dejan de prestar atención. El statu quo es ciego a veces, y, si me apurás, te digo que siempre (pero te pido que no me apures porque escribo cualquier cosa, ya me ha pasado).
Los dirigentes políticos, los grandes empresarios, los dueños de los medios de comunicación, los que gozan de la supremacía y el regocijo que les da pertenecer a los más elevados peldaños de nuestra sociedad no se dan cuenta de algo que los va a terminar haciendo pelota.
Si tan sólo tuvieran la deferencia de salir a la calle, como sale cualquier hijo de vecino, o hija de vecina, caminar por 18, atravesar los barrios de la periferia, los poblados del interior del país. Si se sentaran tan sólo un ratito a tomar mate con un portero, a apretarle el cachete a un niño de escuela pública, a ver un show de algún artista del montón –como quien escribe–. Si se dieran la oportunidad de subirse a un bondi y compartir asiento con una anciana, con un inmigrante. Si tan sólo se acercaran un poco más a nosotros, se darían cuenta de que jedemos mal, de que hasta hemos agarrado un color que no es el de una persona saludable. Pero no por sucios, es que nos hemos pasado de maduros. Serán los años, no sé, la experiencia acumulada. Ya estamos re podridos. Por eso somos tan baratos, siempre en oferta.
¿Cómo hacer para que se den cuenta de que no les vamos a caer bien? Que no se pueden mandar lo primero que tienen al alcance de la chequera. ¡Alguien que les avise! Que los precisamos sanitos para que controlen nuestras cuentas, escriban las leyes por nosotros y hagan esos tratados con los que mandan en otros países. Si siguen engullendo así, con esa dieta paupérrima, sin ninguna conciencia sobre la nutrición, ¡les vamos a caer mal a la pancita! Después se quejan de la acidez.