La noción de imperialismo: vigencia y debates
El concepto de imperialismo es central para los principios, valores y definiciones de la izquierda. Movimientos y partidos de izquierda en distintas partes del mundo, entre ellos el Frente Amplio, se definen como “antiimperialistas”. ¿Cuál es la vigencia y pertinencia de esta definición? ¿Qué aspectos del concepto se mantienen y cuáles han cambiado en las últimas décadas? Esta será la discusión de Dínamo este mes.
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El concepto de imperialismo lo podemos encontrar desde el comienzo de la humanidad, incluso antes de los incipientes estados nación de la Antigüedad. Lo vemos reflejado en las representaciones artísticas como obras dramáticas, frescos, trovas, etcétera. Por ejemplo, en La Ilíada de Homero se relata cómo el rey Agamenón unificó a los griegos con el fin de marchar a Troya para recuperar a Helena, quien había abandonado a su hermano para huir junto con el príncipe Paris. En cierto momento, su ejército fue azotado por fuertes vientos que imposibilitaban que los barcos zarparan. La ira de la diosa Artemisa –la generadora de los vientos– sólo podía ser calmada con un sacrificio: la vida de su hija Ifigenia. Agamenón así lo hizo. Nadie pensaría que todo ese sacrificio fue sólo para recuperar a su cuñada; el principal interés de Agamenón fue expandir su dominio más allá de Grecia, apropiándose de Troya, y así consolidar su imperio. Podríamos enumerar ejemplos de los imperios romano, incaico, español, británico y estadounidense, por nombrar sólo algunos.
Así como Karl Marx en el Manifiesto del Partido Comunista concluye que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, podemos afirmar que la historia de las relaciones internacionales es inexplicable sin el concepto de imperialismo. Un enfoque adecuado y contemporáneo requiere interpretar este concepto según cómo se combinan las tendencias a la rivalidad, la integración y la hegemonía con las nuevas formas de funcionamiento del capitalismo.
Abundan los teóricos que elaboraron diversas definiciones sobre imperialismo. Sólo para aproximarnos conceptualmente, decimos que es el conjunto de ideas y políticas que cuentan como principal objetivo extender el poder de un Estado y su sistema político a otras regiones del mundo para mantenerlo bajo su entero dominio, generando un sistema de relaciones políticas, económicas, sociales y culturales desiguales y buscando la primacía de la visión dominante por sobre las posturas alternativas y subordinadas.
Es muy común en estos tiempos justificar el fracaso de determinados procesos de gobiernos de izquierda o las dificultades que estos atraviesan por causa del imperialismo. Esta práctica termina operando en la misma lógica que las famosas brujas de Salem. En esa pequeña localidad de Massachusetts, durante 1692, se comenzó a correr el rumor de que una joven había hecho un pacto con el diablo y un obsceno maleficio. La joven fue enjuiciada por brujería, pero esto no concluyó ahí: se desató una cacería indiscriminada en la que los habitantes se acusaban unos a otros y se volvían víctimas de una incontenible histeria colectiva, viendo al diablo por todas partes y acusándose entre sí de haber pactado con él, además de hacerlo responsable de todos los males que atormentaban a la comunidad. Al igual que en Salem, no podemos ver al imperialismo por todos lados o hacerlo el único responsable de todos los males del mundo. En primer lugar, porque no podemos permitir que esto configure el camino más sencillo para evitar la senda de la verdadera autocrítica y del reconocimiento de los errores propios. En segundo lugar, porque esto terminaría ocasionando al concepto un bastardeo y una ridiculización y terminaría siendo funcional a quienes niegan no sólo la presencia del imperialismo en la actualidad, sino su inexistencia in totum.
En el otro extremo, hay corrientes teóricas que ya desde finales del siglo XX bregaban por el abandono del término “imperialismo”, en las explicaciones teóricas y en los discursos políticos. Son los que proclaman “la disolución del imperialismo”; es el caso de los teóricos Michael Hardt y Antonio Negri. Esta línea de pensamiento fundamenta su supuesto en el contexto de paz que se generaría con la disolución de la Unión Soviética como polo que le disputaba a Estados Unidos la hegemonía económica, política, ideológica y militar, lo que conduce a un mundo unipolar con una superpotencia dominante. Esta visión es contemporánea con la de “fin de la historia” de Francis Fukuyama, e igual de ingenua, al sostener que los diferentes actores globales aceptarían de forma voluntaria una subordinación a los esquemas políticos, económicos, culturales y militares de una potencia. En el debate de las teorías de las relaciones internacionales, se puede afirmar que la victoria de pensamiento de la escuela del realismo en demostrar uno de sus pilares teóricos fundamentales: la presencia del conflicto como un elemento permanente. Esa vieja y tan vigente descripción de Thomas Hobbes de Homo homini lupus, el hombre es el lobo del hombre, continúa consolidándose con el paso del tiempo.
El siglo XXI se abre virando de la hegemonía unipolar a un mundo multipolar, donde el resurgimiento de antiguas potencias, por ejemplo Rusia –que hoy, a diferencia de su pasado reciente, se encuentra bajo el sistema capitalista–, ya no busca disputar la hegemonía mundial para generar una alternativa al actual sistema económico, social, político y desarrollar un orden mundial. Su actual accionar y visión geopolítica se asimilan más a la “madre Rusia” del imperio zarista que a la de la otrora URSS.
En el caso de China, el gigante asiático ha desarrollado un papel protagónico en el comienzo de este siglo, con un crecimiento económico y un fuerte posicionamiento geopolítico a nivel mundial como nunca había tenido en su milenaria historia. El lanzamiento de la nueva ruta de la seda y su fuerte presencia en otras regiones fuera del continente asiático, como América Latina y África, muestran que su rol de potencia regional le queda chico. Pero al igual que Rusia, la disputa no va a ser por el cambio económico mundial, dado que en China se desarrolla un sistema de capitalismo de Estado con la construcción que le dio el Partido Comunista Chino al país y con sus singularidades culturales propias.
Este comienzo de siglo XXI nos marca que no vamos a tener que hablar tanto del imperio como de los imperialismos. La disputa de hoy por parcelas del mundo genera las condiciones económicas, políticas y militares para que, más tarde que temprano, esa confrontación sea por constituirse en la nueva hegemonía mundial. A diferencia del siglo pasado, lo que ya conocemos es que esta lucha no será por un cambio de sistema económico y social, y no serán sólo dos potencias que se sientan frente a un tablero de ajedrez; serán múltiples jugadores, un esquema de juego desconocido hasta ahora para la historia contemporánea de la humanidad. En esta ecuación no hay lugar a la vacilación para las fuerzas de izquierda y progresistas: el antiimperialismo conforma un valor central para este pensamiento. Denunciar al imperialismo (sin mirar de dónde sea), confrontarlo y solidarizarse con aquellos que lo sufren sigue siendo tarea fundamental de todos.
Sebastián Hagobian es licenciado en Relaciones Internacionales.