“Personas, calle, consumos: dos estudios sobre pasta base en Uruguay” es una publicación del Observatorio Uruguayo de Drogas de la Junta Nacional de Drogas que analiza este fenómeno y su evolución, y en una de las dos investigaciones que incluye se describen las trayectorias de las mujeres que hacen un uso problemático de esta sustancia.
“Estábamos frente a un fenómeno social que, a pesar de tener ya algunos años, era aún relativamente nuevo, pero sobre todo era desconcertante, pues ¿cómo debía reaccionar el Estado frente a una fuerte demanda social de punitivismo, pero a sabiendas de que se trataba de una realidad anclada en la desigualdad social?”, plantean los investigadores. El equipo de investigación estuvo compuesto por Antía Arguiñarena, Luisina Castelli, Inti Clavijo, Cecilia Garibaldi, Paolo Godoy, Javier Lescano, Mariana Matto, Emmanuel Martínez y Marcelo Rossal. De ellos, Castelli, Garibaldi y Rossal se encargaron de la redacción del informe.
Entre 2015 y 2017 los investigadores exploraron distintos espacios por los que los usuarios y las usuarias circulaban: un dispositivo de reducción de daños, un hospital de maternidad, cárceles y distintos ámbitos de atención a la salud. La investigación tiene como precedente una exploración similar realizada en 2012.
El “lugar etnográfico”
La investigación requirió montar un dispositivo específico, una locación a la que concurrieron quienes formaron parte del estudio. Para contactar a otras personas que estuvieran en esa situación, cada una convocaba a otras tres personas que conocía, y ellas, a su vez, convocaban a otras. El local debía estar ubicado en el Centro de Montevideo, porque se entendió que la circulación de los usuarios de pasta base está fuertemente concentrada en ese barrio. Conseguir un local para llevar adelante el estudio no fue fácil, lo que mostraba, aun antes de empezar, “que si algo no había cambiado era el rechazo hacia las personas que usan pasta base”, afirma el informe, y agrega que “nadie quería a las y los pastosos cerca”.
Finalmente, recurrieron a la Unidad Móvil de Atención (UMA) de la Junta Nacional de Drogas. Esta es una unidad ambulatoria especializada que atiende a personas usuarias de drogas que están en situación de calle. La UMA, que es una camioneta modificada para estos fines, se ubicó en un terreno baldío ubicado en la esquina de Daniel Fernández Crespo y Mercedes, previa autorización de la Intendencia de Montevideo. Allí, las usuarias y los usuarios de pasta base participaron en la encuesta sobre salud y prácticas de consumo de drogas y se practicaron un test rápido de VIH y sífilis. A su vez, los investigadores hicieron observaciones etnográficas y entrevistas sobre sus trayectorias de vida.
El trabajo de campo llevó dos meses, fueron encuestadas 377 personas y se hicieron 25 entrevistas, 19 a varones y seis a mujeres, dos de ellas trans. Los responsables del informe reconocen que “la sobrerrepresentación de varones dificultó el acceso a interlocutoras mujeres”, que pretendían en un principio que representaran a la mitad de la población entrevistada.
El interés de los usuarios superó las expectativas. “Estimamos que convocaría a muchas personas por el punto donde nos ubicamos, por el interés que suscita el estudio de salud y, también hay que decirlo, por la entrega de incentivos (ticket de alimentación). Sin embargo, no esperamos vernos tan demandados como ocurrió”, señalan los investigadores. “En las redes de las y los usuarios de pasta base, donde hay muchas personas procurando información de todo lo que pueda significar un recurso, el dato de nuestra presencia circuló con celeridad”. Cuando veían la camioneta llegar al baldío, se agolpaban en el lugar de inmediato.
La calle y los consumos
El trabajo de campo de la investigación coincidió con los primeros tiempos de la aplicación del nuevo Código del Proceso Penal. Si bien “esta reforma evita el encarcelamiento por delitos menores y la prisión preventiva es usada de manera excepcional como medida cautelar”, esta medida sigue siendo recurrente. “La situación de calle aparece entre los argumentos que proponen la prisión preventiva, aunque sea por delitos menores, lo que entendemos que constituye un elemento central en el tránsito entre el sistema penitenciario y la situación de calle”.
Cuando se hizo esta investigación del Observatorio Uruguayo de Drogas de la Junta Nacional de Drogas, entre 2015 y 2017, había 1.651 personas que vivían en la calle, según el censo del Ministerio de Desarrollo Social.
En este sentido, los investigadores explican que “como resultado de la introducción del mercado de narcotráfico y su anclaje familiar se produjo una ‘geografía previsible’ de la reclusión cuya configuración refiere no sólo a los barrios periféricos donde se desarrollan ciertas redes de narcotráfico, sino también a los delitos menores cometidos por personas en situación de calle donde la probabilidad de que la medida cautelar adjudicada al delito sea la cárcel, aumenta”. Hay una puerta giratoria entre la cárcel y la situación de calle.
De acuerdo con su propio relato, las personas vivían en la calle por la ruptura de vínculos (56,4%), las adicciones (30,2%) y la insuficiencia de ingresos (20,4%).
Cuando se hizo la investigación había 1.651 personas que vivían en la calle, según el censo realizado por el Ministerio de Desarrollo Social. Esa población había aumentado respecto de años anteriores y 94% de quienes la integraban eran varones. El promedio de edad de quienes dormían en la calle era de 38 años, y quienes pernoctaban en refugios tenían en promedio 47 años.
“Más temprano que tarde, las personas que consumen pasta base se encuentran con la experiencia de vivir, o más bien, de subsistir en la calle”, dice el informe.
De acuerdo con su propio relato, estaban en esa situación por la ruptura de vínculos (56,4%), las adicciones (30,2%) y la insuficiencia de ingresos (20,4%). Según la investigación, “estos asuntos no son excluyentes, sino que se retroalimentan, pero no es menor reparar en el orden en que aparecen, puesto que evidencian, por un lado, la importancia de lo vincular y afectivo y, por otro, la expulsión de las redes familiares de las personas que viven con algún tipo de adicción”.
“Más temprano que tarde, las personas que consumen pasta base se encuentran con la experiencia de vivir, o más bien, de subsistir en la calle”, afirman los autores del informe. Para muchos consumidores, que en general son pobres, habitar en la calle es una experiencia que se reitera a lo largo de sus vidas.
El uso de pasta base agrega precariedad a esa experiencia, porque implica “con frecuencia conflictos, que en ocasiones derivan en circunstancias de violencia”, explican los investigadores. Pero “no siempre, o no sólo, pasta base es sinónimo de mayor precariedad: estando en la calle las personas echan mano de distintos recursos –entre ellos el consumo– que les permiten por ejemplo evadir el hambre, la soledad, la angustia o la falta de recursos”, agregan.
“Entendámonos, no es que la cosa mejore, sino que en momentos puntuales cobra sentido y se traduce también en sensaciones corporales, en poder mantener determinadas prácticas”. Si bien “el imaginario social se resiste a considerarlo”, varios entrevistados aludieron “al placer o al goce que el consumo de distintas drogas les produce”. El informe agrega que “estas menciones, claro está, son más sutiles que la alusión al daño, pues el imperativo moral que sanciona el uso de drogas también hace parte de sus sensibilidades”.
Para comprender esta realidad hay que intentar “ponerse en el lugar del otro”. En este sentido, los investigadores plantean: “Puesto que las miradas ajenas tienen una fuerza estigmatizante, para comprenderlas es preciso imaginar cómo sería, por un momento, vivir en sus zapatos, haber tenido sus trayectorias”.
Quienes consumen con frecuencia pasta base tienen lugares más o menos fijos en los que se instalan. Sin embargo, “están sujetos a una permanente movilidad”. Una de las cosas que motivan el movimiento es el precio de la pasta base. “En numerosas conversaciones nos señalaron que en la zona céntrica la tiza o la lágrima tienen un precio mayor que en los barrios periféricos, y todavía más que en los ‘cantes’, aunque ‘más barato’ también puede significar ‘menor calidad’”.
Uno de los usuarios de pasta base entrevistados, Román, explica: “Tenía algunos achiques a donde ir, si bien estando en la calle dormía y comía por acá [por el Centro], después empecé con el tema de consumo, y el consumo es más barato allá por el barrio, por cualquier cante. Pero es mucho más difícil llegar a la plata para el consumo en un barrio que en el Centro. Terminás en el Centro porque es más fácil acceder al dinero. El dinero trae la droga, la droga anda por la vuelta, no te tenés ni que desplazar. Es más caro, pero antes, es antes”.
Eligen la boca de venta tomando en cuenta diversas variables, entre ellas la conflictividad a la que pueden estar expuestos. “Aprenden cuándo y por dónde ir a partir de ecuaciones prácticas en las que se sopesan la calidad y precio del producto, la distancia, los contactos que les puedan proveer de un acceso más directo y las posibilidades de ser físicamente violentados”.
Para los varones, la ruptura de los vínculos afectivos “suele ser más drástica y prolongarse por mayor tiempo, pues está fundamentalmente atravesada por el requisito moral de la provisión a la familia”.
¿Qué pasa con las mujeres?
El consumo de pasta base y la situación de calle son fenómenos fuertemente masculinizados. “Que sean tan pocas [las mujeres] en proporción a los varones es indicativo de que la calle es un territorio sumamente hostil para ellas, pero también de que permanecen más próximas que los varones a las redes familiares o afectivo-sexuales”.
Para los varones, la ruptura del vínculo con la familia “suele ser más drástica y prolongarse por mayor tiempo, pues está fundamentalmente atravesada por el requisito moral de la provisión a la familia, con lo cual, mientras no se cuenta con recursos es preferible mantenerse distantes”. Esta situación determina muchas veces el alejamiento por años, incluso sin retorno.
Las redes de contención de las mujeres –familia, amigos, vecinos– tienden a reorganizarse más rápidamente, “característica en la que la maternidad y la moralidad del cuidado asociada a ella, incide especialmente”. Las mujeres que tienen un uso problemático de pasta base también llegan a vivir en la calle, “pero es más difícil que lo hagan completamente solas; por lo general en estas circunstancias generan relaciones sexoafectivas que les proveen cierta protección”, explican. “Asimismo, los vínculos son ambivalentes y así, quien en un momento protegió también puede violentar”, y cuando esto pasa las mujeres se enfrentan a estar solas, sin apoyo alguno.
“La violencia de género en sus diversas expresiones, que podemos observar encarnada en los cuerpos de nuestras interlocutoras de formas evidentes (pareciera en estos casos no haber ninguna sutilidad en ella), se entronca y se potencia con otras dimensiones estructurales como la desigualdad, la precariedad y el delito”, agregan.
Tal es el caso de Estrella, que tiene 23 años y relata su vida como un historial de abusos. Su madre y su padre la abandonaron, y sufrió los abusos de su abuelo y uno de sus tíos. A los 15 años la echaron de su casa por su uso de pasta base, y durmió tres años en calle antes de cumplir los 18. Fue explotada sexualmente en la zona del puerto de Montevideo, y luego de cumplir la mayoría de edad comenzó a trabajar en una whiskería. Duerme en pensiones, en la calle o en hospitales, por sus “intentos de suicidio” o sobredosis. Cuenta que pudo acceder a servicios de salud porque su padre es policía y le corresponde la cobertura del Hospital Policial, y que toma gran cantidad de psicofármacos para enfrentar sus problemas de salud mental.
La realidad de las mujeres interpela a los investigadores, que no encuentran un correlato asociado al despertar feminista de esta época. “En un momento en el que colectivamente nos interpelamos acerca del lugar de las mujeres en la sociedad y las desigualdades de género, encontramos que, sin embargo, entre las usuarias de pasta base nada parece estar cambiando. En el seno familiar se las puede abusar sin que ello genere mayor conflicto, siempre y cuando permanezca en el orden de lo privado, mientras que el consumo puede implicar la expulsión de la casa. Luego, ya en la calle y siendo completas outsiders, su presencia no despierta mayor indignación”.
“Si bien tanto varones como mujeres son estigmatizados por ser usuarios de pasta base y por estar en la calle, es preciso distinguir el lugar que ocupan unas y otros en este contexto”. Para comprender esta realidad hay que tener claro que “el espacio público, y por ende la calle, es un territorio masculino” y “la constatación de que los usuarios (que están en calle o no) son en su amplia mayoría varones”. Las mujeres, entonces, “habitan un ámbito que, de acuerdo a los mandatos de género, no les corresponde”, en el que “son una minoría”.
Para los investigadores, mientras los usuarios de pasta base varones están asociados al peligro, las mujeres que consumen esta droga, “al haber transgredido el lugar asignado y al sostener una práctica ‘masculina’, pierden los atributos de la feminidad, en especial la pureza, y se convierten en entidades contaminantes”.
Cuerpos disponibles
Las mujeres –tanto cis como trans– usuarias de pasta base atraviesan la violencia sexual. También pasan por estas situaciones los varones homosexuales, que muchas veces intercambian sexo por droga. “Nuestra hipótesis es que los cuerpos subalternizados reciben un mayor castigo como forma de sostener una estructura de relaciones basadas en la desigualdad y en el ejercicio de poder, y que parte de este castigo es considerar esos cuerpos como permanentemente disponibles, sea para que ofrezcan cuidado o compañía, como para penetrarlos con o sin su supuesto consentimiento”, dicen los investigadores. Hablan de “supuesto consentimiento” por el contexto que lo enmarca, la situación de uso problemático de drogas.
Sometidas a relaciones de poder, las mujeres “utilizan su cuerpo como fuerza de trabajo”. No siempre son expresiones voluntarias, y en los casos más extremos es una forma de “seguir viviendo”. “Se podría decir que esto es lo que hacen las personas que se prostituyen para acceder al consumo o que intercambian –cual acto contractual– sexo a cambio de droga, o que ‘ofrecen’ su cuerpo cuando se sienten amenazadas, como forma de disminuir el conflicto y por tanto las posibilidades de sufrir violencias”, afirman los investigadores. Se refieren a una “biodisponibilidad”, ya que “las posibilidades de optar están restringidas por el ejercicio de poder que otros ejercen sobre ellas”.
Por razones varias, la violencia sexual es uno de los delitos menos denunciados –pero no menos experimentados– dentro de la violencia de género. Aunque es una realidad que también atraviesan los varones, por las propias lógicas de las masculinidades, es un fenómeno que se oculta mucho más.
La transmisión intencional de infecciones de transmisión sexual es una forma de violencia sexual, según la Ley 19.580, de violencia basada en género. El VIH es la infección de transmisión sexual recurrente en el relato de las y los usuarios, y en algunos casos su transmisión intencional es una forma de dominación sobre las mujeres. “El contagio intencional de VIH puede asemejarse a la violación (o incluso ambas cosas pueden ocurrir juntas), pues hay una práctica que parece irracional e incomprensible, que no es consentida y que provoca un daño irreparable”, afirman los y las responsables del estudio.
Protagonistas de la violencia
Una de las historias más duras que relata la investigación es la de Karen. Tiene 33 años y es madre de cuatro hijos. El mayor tiene 15, y la menor murió a los 11 meses tras haber nacido con parálisis cerebral, de acuerdo con Karen, producto de los golpes que recibió del padre de la bebé durante el embarazo.
Karen fue violada y explotada sexualmente desde niña, y a los 17 se fue de su casa. Toda su trayectoria laboral se basa en el trabajo sexual. A los 19 años conoció al padre de su hijo mayor. Al tiempo él fue a la cárcel y lo mataron en el Penal de Libertad. “Es la persona a la que amo hasta el día de hoy, siempre me dio para adelante”, dice. A los 21 años comenzó su trayectoria delictiva y fue privada de libertad por hurto y derivada a la ex cárcel de Cabildo. Relata episodios de violencia y violaciones en los baños de la cárcel “cuando era primaria”. Volvió a caer presa, una y otra vez. En una sola oportunidad, asociada a una baja en el consumo y a la maternidad deseada, estuvo –excepcionalmente– un año y medio fuera de la cárcel. Otras veces no logró estar más de un mes afuera.
Karen consume pasta base desde que tiene 17 años, y su peor etapa comenzó luego de la muerte de su hija menor. En sus parejas tiene un historial de violencia, incluso con su pareja actual, el Chino, que, según cuenta, la contagió de VIH “por venganza”, y con quien tiene una hija. Ella quiere dejar de consumir, él no.
Los días los pasa con el Chino, pero de noche vive con un hombre que le da vivienda a cambio de sexo. “Es horrible llegar a tu casa y decir ‘pa... la concha de la madre tengo que abrirme de piernas, aguantar que me pegue, miles de giladas’”, dice. Pero, “si lo hice por consumir, ¿no lo voy a hacer por un techo?”, se autoconvence.
“Se dice que ‘la pobreza tiene rostro de mujer’, pero esta expresión lejos está de hacerle justicia a los niveles de castigo y disciplinamiento que sufren las mujeres pobres antes y durante el tiempo en que conviven con adicciones. Pareciera no caber tanta violencia en un solo cuerpo y de tan corta edad, pero de hecho así ha sido desde su temprana infancia, así es y con seguridad así continuará siendo”, dice los autores del informe.
Para Karen, como para otras mujeres que conocieron los investigadores durante el trabajo de campo, “el [varón] que cuida o protege es también el que castiga, por lo que en su experiencia este tipo de afecto está ligado al sufrimiento”. La investigación señala que “no hay lugar en su relato, y por tanto en su percepción, para otro tipo de vínculos que provean cuidados que no estén mediados por violencias”. También las violentan otros, con quienes no tienen un vínculo afectivo, en el caso de Karen quienes le pagan por sexo y varias personas con las que se cruzó en la cárcel.
Los cuerpos de las mujeres –de todas las edades– “son tomables, penetrables, agredibles y, sin que sea excluyente, también ‘amables’ desde una concepción de ‘amor romántico’”. Desde esta concepción “se sostienen y legitiman situaciones de violencia; y la imposibilidad de colocar en el horizonte de posibilidades otro tipo de vínculos amorosos, de cuidados recíprocos, de respeto, de compañerismo y de placer”.
Para mujeres como Karen, y tantas otras, la cárcel es “un espacio social en donde se fortalece la violencia –institucional, interpersonal o autoinfligida– como estrategia de relacionamiento”. El vínculo entre la cárcel y la vida en la calle es una continuidad para estas personas.
Maternidad
La maternidad “tiene un rol fundamental en las mujeres de origen popular y por lo tanto en las usuarias de pasta base que provienen de estos sectores”, concluyen los autores del informe. “En la trayectoria de vida de las mujeres, la maternidad reorganiza las percepciones y prácticas en torno a la dependencia afectiva”, afirman. En las entrevistas “hay una directa alusión a un rol maternal y a un cambio radical en el comportamiento que tiene como motor la concepción de la ‘mujer-madre’”.
La maternidad aparece como un freno para el consumo, pero también como un catalizador para la recaída cuando hay una ruptura en el vínculo con las hijas o los hijos. Para estas mujeres, “la maternidad muchas veces es un imaginario de un peso tal que logran sobreponerse a sus deseos de consumo”.
“En situaciones de uso problemático, quedar embarazadas pareciera ser la expresión culminante de una consecución de violencias [...]. Sin embargo, la maternidad es concebida como la manera de escapar de las tramas del consumo, para retornar a las de la familia”, agregan los investigadores.
Aunque, a nivel social, se las pone en el lugar de “malas madres”, estas mujeres encuentran en la maternidad una forma de focalizarse para evitar el consumo y muchas veces enfrentan este desafío para intentar retomar el contacto con hijas e hijos, y también como una cruzada para evitarles a ellos la temprana institucionalización.
“Asimismo, no es para todas que el embarazo implica una interrupción en su trajín de consumo; algunas continúan consumiendo durante el embarazo y el amamantamiento”. Son varios los relatos sobre situaciones de parto mediadas por el consumo reciente de pasta base.
Salidas cerradas
Los investigadores concluyen que “las mujeres madres requieren apoyos específicos para ejercer sus maternidades sin verse en la necesidad de volver a ejercer la prostitución como única opción o sin sentirse forzadas a establecer acuerdos sexuales con varones a cambio de techo para ellas o para ellas y sus hijas e hijos”.
Manifiestan que “en lo inmediato, nada indica que la cantidad de población viviendo en las calles céntricas vaya a disminuir, así como nada indica que entre quienes viven en la calle el uso de pasta base tienda a disminuir, más bien la tendencia podría ser contraria”. Por eso es fundamental generar dispositivos para atender esta realidad. Mencionan la necesidad de que haya centros diurno “donde se promuevan actividades de interés para esta población o medios para realizarlas”. Agregan que se requieren “lugares para que las y los usuarios puedan estar cuidados, donde la reducción de daños y la información certera y respetuosa sean lo principal para que su salud sea atendida”, y especialmente para “encontrarse desde un lugar distinto al de la violencia, sea tanto la interpersonal como la institucional”.
Como experiencias exitosas, las personas entrevistadas en el estudio destacan el Programa Aleros de la Junta Nacional de Drogas, que tiene una modalidad de intervención comunitaria, y también mencionan a Urbano, un centro cultural dependiente de la Dirección Nacional de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura que pone el énfasis en las personas en situación de calle.
Los investigadores agregan que es un mito que las personas que tienen uso problemático de pasta base no quieren dejar de consumir. “Hacen intentos por distanciarse del consumo, recuperar a sus hijas e hijos, dejar una pareja que ejerce violencia o reentablar los vínculos con la familia sin llegar a alcanzar los resultados que esperan o imaginan”.
En la investigación se cuestiona por qué, a pesar de la existencia de dispositivos o la posibilidad de construirlos, las personas que usan pasta base tienden a recaer o volver “a un punto cero”, y al respecto se señala que es fundamental visualizar su situación social en todas sus dimensiones.
La violencia sexual, que muchas veces antecede al consumo problemático de pasta base, se convierte en algo cotidiano, en una “forma naturalizada de relacionarse con varones, por ejemplo, para acceder al consumo o para acceder a un techo”.
La violencia de género es parte de la problemática. “Las mujeres cis y las mujeres trans son, en la calle, en las redes de consumo y en las del comercio ilícito, cuerpos disponibles y cuerpos penetrables a través de los cuales los varones reafirman su lugar de dominio, aunque en términos concretos ellos se encuentren en similares condiciones de desposesión”, afirman los investigadores. Agregan que el sometimiento sexual, que muchas veces antecede al consumo problemático de pasta base, “se torna cotidiano como forma naturalizada de relacionarse con varones, por ejemplo, para acceder al consumo o para acceder a un techo”.
Las trayectorias de vida de las personas que tienen uso problemático de pasta base está mediada por el tránsito institucional: cárceles, psiquiátricos, centros de atención a usuarias y usuarios de drogas. “El alcance de las políticas de egreso penitenciario para esta población no redunda en la magnitud de este fenómeno que han llamado ‘puerta giratoria’”.
Los consumidores prueban múltiples estrategias para intentar interrumpir el consumo problemático. “Esas estrategias dependen tanto de las trayectorias como de los proyectos vitales –o más bien oportunidades– que tengan estas personas”, dice el informe. Hay algo que queda claro: las personas se mueven para zafar de la pasta base, pero no siempre pueden lograrlo, ni encuentran las suficientes respuestas del sistema estatal.