Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
La secretaria de Derechos Humanos de Presidencia, Rosario Pérez, salió a poner la cara el lunes por un relato estrafalario sobre los motivos del golpe de Estado de 1973. No sólo reiteró la tesis derechista que señala a los grupos armados de izquierda como causantes de la dictadura, sino que acusó también al movimiento sindical, claro protagonista de la resistencia y de la recuperación de la democracia.
Pérez dijo que tanto los “ataques sorpresivos, secuestros [y] robos” de la guerrilla como las huelgas y paros habían “horadado muchos de los derechos de la población” (junto con presuntos “saqueos”, que no se sabe a quién quiso atribuir), “generando miedo y frustración”, y que “el golpe de Estado fue una consecuencia de ese deterioro”.
Los hechos históricos no cambian, pero su evocación varía mucho. Hay interpretaciones políticas interesadas, y hasta las visiones del futuro reconfiguran el pasado. Esto afecta la formación ciudadana y, por lo tanto, también la calidad de la convivencia y las decisiones en democracia.
En términos ideales, se supone que el paso de los años contribuye a la moderación de pasiones, la reivindicación de matices y el acercamiento colectivo a una visión más equilibrada, pero también puede suceder lo contrario. Las disputas se agudizan, el tiempo transcurrido debilita las memorias y se facilita la irrupción de narrativas que niegan incluso los datos más evidentes.
En el relato de Pérez no hay intereses económicos nacionales e internacionales, ni Guerra Fría ni partidos. No hay militares instruidos en el extranjero para torturar ni escuadrones de la muerte. Sólo hay, como en el libro que el Ejército editó en 1978, “una nación agredida” por guerrilleros y sindicalistas, cuyo “deterioro” causa, sin que se explique cómo ni por qué, más de una década de terrorismo de Estado.
La actividad sindical sí fue una de las causas del proceso autoritario, pero no porque “horadara derechos” sino porque los defendió. Ante la crisis económica y social, actuó con potencia y eficacia contra una redistribución regresiva y antinacional de la riqueza, que la dictadura uruguaya vino a profundizar como muchas otras en la región.
El movimiento sindical no sólo cumplió con su deber defendiendo el trabajo y el salario, sino que además fue capaz de articular un programa de soluciones para el conjunto de la sociedad, de unificarse tras él y de forjar amplias alianzas. Así estableció las bases para la unificación, en el Frente Amplio, de izquierdas y sectores progresistas colorados, blancos e independientes.
Estos procesos fueron combatidos por la dictadura para llevar al país hacia donde quería. Ella sí generó, sin duda, miedo, frustración y un gravísimo deterioro, desde lo económico hasta lo cultural.
Es frecuente que quienes impulsan proyectos derechistas difamen al sindicalismo. En la transición democrática más de uno quiso convencer a la población uruguaya de que los paros y las huelgas eran prácticamente lo mismo que la violencia guerrillera, y de que creaban graves riesgos de otro golpe de Estado. Pero nadie tuvo, por lo menos, el descaro de encomendarle la triste tarea de agitar cucos a una Secretaría de Derechos Humanos.
Hasta mañana.