Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
La cuestión de la reforma de la seguridad social comenzó a instalarse en la agenda política hace unos años, por el mismo motivo que en los 90: las dificultades del Estado para sostener el sistema.
No se habla de una necesidad urgente de cambios por el bajo nivel de ingresos para gran parte de los llamados pasivos. Predomina la idea de que es inviable plantearnos, por ejemplo, que las jubilaciones y pensiones lleguen en algún momento a garantizar una vida digna. No todos pueden decir, como el expresidente Julio María Sanguinetti, que ahora “vivimos más y vivimos mejor”.
Cabe señalar incluso que la última gran reforma del sistema fue el desenlace de un proceso iniciado cuando, con la reforma constitucional de 1989, se estableció la obligatoriedad de que los reajustes jubilatorios acompañaran, apenas una vez al año, por lo menos la evolución del índice medio de salarios.
Aquella reforma no impuso el mantenimiento del poder de compra de las “pasividades”; sólo dispuso que este no cayera más que el salarial. Pero antes ni eso sucedía, y la nueva norma constitucional fue motivo de que el gobierno presidido por Luis Alberto Lacalle Herrera impulsara, sin éxito, varias iniciativas de reforma mucho más privatizadoras que la que creó en 1996 las administradoras de fondos de ahorro previsional (AFAP).
Tanto en aquella ocasión como en esta, el pensamiento reformista enfatizó la necesidad de que los desembolsos estatales disminuyeran, asumiendo que el factor demográfico complica cada vez más la relación entre ingresos y egresos del sistema, y que no es viable aumentar los porcentajes de aporte de trabajadores y patrones.
Quizá una de las mayores diferencias es que, desde 1996, ganó mucho terreno la noción de que “lo justo” tiene que ver con el ahorro individual, y no con el reparto solidario.
Del anteproyecto presentado ayer a los partidos oficialistas se conocen por ahora sólo algunas grandes líneas destacadas por sus autores, que enfatizan la intención de mejorar las prestaciones más bajas y de llevar a cabo una larga y lenta transición, hasta la plena vigencia del nuevo sistema en 20 años. Pero ya está claro que también aumentaría la edad mínima jubilatoria a 65 años, con algunas excepciones, y se calcularía la prestación a partir de los aportes en los mejores 25 años, de un mínimo de 30 trabajados. Serían cambios impopulares, y el oficialismo no quiere pagar solo su costo político.
De ahí surge la insistencia en que asumir la responsabilidad de esta reforma es un compromiso ético y patriótico, para evitarle problemas a las nuevas generaciones. Se intenta ejercer presión sobre el Frente Amplio (FA), alegando que no votar el proyecto sería una actitud politiquera e irresponsable.
Además, la transición tardaría en comenzar, y en esto hay también un mensaje para el FA: quien gane las próximas elecciones casi no sería afectado por las consecuencias de los cambios durante su período de gobierno.
La cuestión es que todos los partidos mayores han asumido la necesidad de una reforma, pero no hay acuerdo sobre cuál debe ser su contenido, muy especialmente en lo referido a quiénes ganarían y quiénes pagarían por ello. Esa discusión recién empieza.
Hasta mañana.