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Ilustración: Ramiro Alonso

Sin el derecho a investigar y a saber sin temor a recibir represalias, la libertad de expresión es un derecho hueco

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La tendencia a demandar civilmente a periodistas y medios de comunicación por parte de funcionarios públicos o personas públicas se ha vuelto una práctica común en Uruguay. En efecto, la diaria y otros medios de comunicación, así como periodistas de manera individual, reciben con alarmante frecuencia citaciones a intentar conciliación previa, bajo la amenaza de recibir una demanda millonaria.

Por supuesto, es casi un hecho que esas citaciones terminan en demandas que suelen incluir solicitudes de indemnizaciones millonarias. Estas demandas invariablemente tienen como único respaldo la alegación de que el reportaje o noticia en cuestión “dañó” el honor o la reputación de una persona pública que invariablemente se siente ofendida y perjudicada.

En general, los y las periodistas autores de las notas objetadas hicieron su trabajo siguiendo las prácticas profesionales indicadas, la información que publicaron no es falsa, refiere a temas de interés público y suelen generar consecuencias políticas o jurídicas. Por lo tanto, sería un renunciamiento profesional incomprensible que, con el objetivo de evitar un juicio, tengan que pedir disculpas a la audiencia o asumir algún grado de responsabilidad.

No es que los periodistas sean infalibles o tengan un fuero especial. En ocasiones pueden incurrir en una inexactitud, pueden publicar investigaciones que despierten la polémica o incluso sus investigaciones pueden estar incompletas o dar lugar a diversas interpretaciones. Hacer periodismo con contenido investigativo supone reconstruir lo que de manera deliberada alguien quiere mantener oculto. En general, resulta complejo llegar a toda la verdad en cualquier tema escabroso y el “perjudicado” suele reaccionar con una narrativa beligerante.

Por eso, en democracias plenas y robustas, la investigación y el discurso sobre temas de interés público tienen protecciones jurídicas específicas, en el entendido de que se trata de una institución pública que presta un servicio indispensable para el sistema democrático, el derecho a saber y la rendición de cuentas. Sin la posibilidad de investigar libre de amenazas, el derecho a la libertad de expresión se torna hueco y vacío de contenido.

En ese sentido, Uruguay cuenta desde 2008 con una legislación que protege de sanciones penales a quienes difundan información y opiniones de interés público, salvo que se actúe con malicia y temeridad. La posibilidad de someter a proceso penal y condenar a periodistas por lo que publican es una de las mayores formas de hostigamiento en democracia.

Debido a esta protección en el campo penal, los juicios civiles se han convertido en la herramienta de hostigamiento preferida. De ahí esta expansión de las demandas civiles, en general por montos desorbitantes, interpuestas por funcionarios con responsabilidades políticas o personas con alto perfil público, con el ánimo de retaliar o intimidar al periodista o al medio.

Este tipo de litigio también busca generar un efecto inhibitorio en la prensa y afecta sus finanzas, algo especialmente preocupante en momentos en que la sostenibilidad económica de la mayor parte de los medios es un talón de Aquiles.

No es difícil imaginar los temores que se disparan cuando un medio de comunicación recibe una demanda por montos que oscilan entre 100.000 y 500.000 dólares. Aun en la hipótesis de que la pretensión sea desestimada, habrá que destinar miles de dólares al pago de honorarios, asumir costos judiciales e invertir horas de trabajo a la defensa, tiempo que además se resta a la tarea de investigar. Y en general, también se le bajan los decibeles a la cobertura del tema periodístico que acaba de ser judicializado.

En el ordenamiento jurídico uruguayo no existe ninguna limitación o necesidad de establecer una garantía para interponer una demanda de daños y perjuicios, por descabellada y desproporcionada que esta sea. Tampoco hay una norma específica que establezca parámetros para que jueces y juezas puedan ponderar los principios en juego en los juicios vinculados a la prensa.

Es extremadamente fácil y no tiene ningún costo interponer demandas civiles con fines abusivos contra un medio; basta con contar con un abogado, articular una demanda basada en alegaciones genéricas de haber recibido “ofensas” y sostener que la nota en cuestión “afectó la trayectoria profesional o política” de alguien. Si bien el Código General del Proceso permite sancionar la temeridad de un demandante, muy rara vez se aplica ese artículo cuando se trata de dirimir temas que aparecen ajenos o complejos para un juez.

La posibilidad de someter a proceso penal y condenar a periodistas por lo que publican es una de las mayores formas de hostigamiento en democracia.

Este tipo de juicios es conceptualizado por los organismos internacionales de derechos humanos como “litigio estratégico contra la participación pública” (SLAPP, por su sigla en inglés), debido a que son una forma de represalia por la investigación y difusión de información que incomoda o interpela a funcionarios o actores conocidos. Y genera un previsible efecto de silenciamiento o censura, al tiempo que impacta en el derecho de la sociedad en su conjunto a recibir información.

Pensar en soluciones

Ante este planteo, la pregunta que surge es si la reputación y el honor de las personas públicas no es también un derecho que merece protección. Por supuesto, el derecho a la libertad de expresión no es absoluto, y admite limitaciones excepcionales, entre ellas los derechos de los demás. No obstante, la manida frase “mi derecho llega hasta donde llega el derecho del otro” no es suficiente para resolver este tipo de conflictos.

De acuerdo a las reglas del derecho internacional de los derechos humanos, la protección del honor y la reputación debe realizarse a través de instrumentos que afecten el derecho a la libertad de expresión en la menor medida posible, debido a que se trata de un elemento esencial de la sociedad democrática; a su vez, la restricción no debe convertirse en una carga desproporcionada.

En democracias con un amplio debate público, la mejor forma de dirimir un asunto es facilitando el libre flujo de información y opiniones; y no penalizando o persiguiendo penal o civilmente a periodistas, opositores, analistas o medios.

En ese sentido, el derecho de rectificación y respuesta es considerado un mecanismo reparatorio válido para proteger la reputación, dado que permite al funcionario o persona aludida solicitar la rectificación de una información, así como ofrecer su versión de los hechos en el mismo medio. Es interesante observar que esta herramienta ha caído en desuso en el país, pese a que existe en la legislación un procedimiento expedito para hacerlo valer, lo que es un indicador más de que las demandas civiles persiguen un fin de hostigamiento y no tanto la defensa del “honor”.

Por supuesto que la posibilidad de recurrir a la justicia civil debe seguir abierta en el caso de la prensa, pero bajo parámetros que consideren los principios en juego en este tipo de proceso. En algunas jurisdicciones de Europa y diversos estados de Estados Unidos se comenzó a establecer legislación “antislapp”, lo que no es otra cosa que incorporar por ley parámetros que los jueces deben considerar al ponderar las demandas civiles contra la prensa, tomando en consideración que la investigación periodística es clave para la vigilancia de posibles hechos de corrupción, abusos de poder y violaciones a los derechos humanos.

Algunos de estos parámetros son los siguientes: que el demandante tenga la carga de probar que la información difundida por el medio contiene falsedades y que estas fueron divulgadas a sabiendas –o sin realizar chequeos razonables–; si existe responsabilidad del periodista o el medio, que las indemnizaciones sean proporcionadas y razonables, y así no poner en riesgo la continuidad del medio; y que el juez también deba expedirse sobre posibles sanciones al demandante, en caso de que durante el juicio se demuestre que la demanda buscaba utilizar al sistema judicial para hostigar o retaliar a la prensa, así como detener una investigación periodística y de ese modo afectar la libertad de prensa.

Las formas de censura mutan y se vuelven más sofisticadas. Los organismos de derechos humanos –del Estado y de la sociedad civil– en Uruguay deben empezar a dar seguimiento a este fenómeno antes de que se convierta en una industria.

Y el Parlamento, por supuesto, tiene la obligación de proteger las libertades. Antecedentes existen: todos los partidos, por consenso, aprobaron en 2008 la Ley 18.515, que introdujo numerosas modificaciones positivas a las leyes penales y de prensa; y ese mismo año también acordaron la Ley de Acceso a la Información Pública (18.381). Como todos sabemos, leyes que expandieron y protegieron las libertades informativas en el país.

Edison Lanza fue relator especial para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

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