Los tambores suenan desde temprano. Todavía no oscureció, pero en Carlos Gardel y Gutiérrez Ruiz ya hay varias comparsas templando lonjas, repasando coreografías, arreglando vestuarios y charlando.
El ingreso está lleno de policías. A las 19.00, una hora antes del arranque oficial de las Llamadas, decenas de oficiales repasan el plan para la noche. Algunos tienen hojas en la mano que miran de vez en cuando antes de dar indicaciones. Uno dice “operativo 2, operativo 2” y asienten. Después se despliegan en distintos puntos del recorrido, que va hasta Isla de Flores y Minas.
Hay mucha expectativa, estamos por vivir el primer desfile de Llamadas posterior a la pandemia por coronavirus. La gente en las veredas se saluda, choca latas de cerveza, se abraza y se cuelga charlando. Hay niñas y niños que corren por la calle. Dos se acercan con sus máscaras del Juego del Calamar y con un movimiento rápido bañan a la gente de espuma y serpentinas.
Se ven carteles de venta de comida en varias casas: choripán 60 pesos, papas fritas 100, cerveza 150. Pasan vendedores ambulantes con espuma, espadas de colores y accesorios para el pelo llenos de luces.
Las sillas están organizadas en dos o tres filas, de acuerdo con el ancho de la vereda. Hace calor, el cielo está despejado y no parece que la lluvia sea una amenaza, como la semana pasada que el pronóstico de mal tiempo supuso la reprogramación del desfile. Hay olor a choripán haciéndose en algún mediotanque, una bandera que dice “Barrio Sur carbonero” y otra en la que se lee “Knela por siempre”.
Poca gente tiene el tapabocas puesto y todo el mundo se mueve para festejar que por fin, después de dos años de espera, volvieron las Llamadas a Isla de Flores.
La cuadra del barrio
El primer tramo del recorrido, entre Guitérrez Ruiz y Carlos Quijano, está designado como espacio de armado de las comparsas. Ahí no hay relojes, ni jurado, ni concurso. Tampoco hay vallas. Es la cuadra del barrio. Cada vecino y vecina saca sus propias sillas e invita a amistades y familiares, o las alquila. Algunas casas ofrecen incluso servicio de comida y bebida.
“La vereda es nuestra”, dice Marcia, una vecina que vive acá hace 23 años, “hubo un año que nos quisieron poner vallas y no los dejamos, nos organizamos”. Para ella, que invita a sus seres queridos a su casa, el desfile “es importante porque esta es nuestra cultura, nuestro barrio, estamos todo el año acá”. Y relata con emoción que “el candombe lo respiramos todo el tiempo, estas semanas previas más a flor de piel todavía. Este es un momento de unión del barrio”.
Las comparsas, aunque no tienen por qué hacerlo, desfilan esa primera cuadra como si fuese la más importante de todo el recorrido. “Es por el jolgorio de la gente, si los motivan ellos bailan y tocan”, cuenta Marcia.
Ya desde el inicio del desfile, con las comparsas fuera de concurso, el público bailó, gritó y aplaudió. El conjunto que abrió la noche fue Balelé, “la primera comparsa de ciegos e inclusiva de Uruguay”, que funciona desde 2015. Ingrid, integrante del cuerpo de baile junto a su guía, Abigail, está por vivir sus primeras Llamadas. Asegura que está “re emocionada” y le dedica esta noche con gran emoción a su familia. “Siempre me gustó el candombe”, asegura, y por eso “agradezco a Balelé por abrirme las puertas”.
Abigail, por su parte, es instructora de orientación y movilidad para ciegos y personas con baja visión en el Centro Cachón y es la primera vez que desfila en el rol de guía. “Estoy contenta de acompañar a Ingrid, que es una campeona, baila genial y disfruta, que es lo más importante en el candombe”, dice a minutos de comenzar el recorrido.
Cuando pasa el punto violeta de la IM, minutos después, la gente aplaude. El grupo avanza cantando, repartiendo folletos y pegotines. La directora de Cultura de la Intendencia de Montevideo (IM), María Inés Obaldía, está presente y desfila con el grupo que busca concientizar sobre la violencia de género en carnaval.
Un hombre sentado en primera fila empuja un tambor piano que le pegó en la rodilla. No hay dudas: cercanía es el concepto central de estas primeras cuadras. La gente se mete a bailar con las comparsas como cualquier otro domingo, hay un ambiente lúdico que precede al inicio de la competencia.
El primer reloj, en Isla de Flores y Carlos Quijano, marca las 20.55, la luz roja está encendida. Lulonga, primera comparsa del concurso, está en la calle. Cuatro de sus integrantes (una mama vieja, un tamborilero, una bailarina y un bailarín) llegan a expresar, mientras los apuran para formar, que están muy felices de volver a las Llamadas.
20.59, la luz cambia a amarilla. Las vecinas y vecinos vuelven a la vereda, los coordinadores de la comparsa piden orden, se escucha que alguien grita “¡falta un minuto!”.
21.00, luz verde. “¡Avanzamos!”.
Entre el juego y el concurso
Los números del reloj son verdes y grandes. Ahora indican que las Llamadas 2022 acaban de comenzar. Una mujer mayor, encorvada y de pelo blanco abre la puerta de su casa con un caniche en la mano ni bien empiezan a sonar los tambores en su cuadra.
Avanzan las pancartas, los estandartes, las banderas, las estrellas y lunas, los cuerpos de baile, las mamas viejas, los gramilleros, los escoberos, las vedettes y las cuerdas de tambores. La intensidad va in crescendo a medida que la comparsa se acerca y el sonido se hace más fuerte.
“¡Correte que quiero ver!” dice una voz a mi espalda que me empuja hacia el costado. Una mujer se estira sobre la valle y le pide a una de las vedettes que pasa que baile y baile y baile.
La gente en el público no se puede quedar en la silla, por más que el protocolo lo indique. Cada vez que una bailarina abre los brazos y mira detrás de las vallas la gente grita. Parece haber una especie de código implícito en la comunicación de las comparsas con las personas que las miran. Ni bien se da el encuentro de miradas se dibuja una sonrisa exagerada en los rostros y los cuerpos se mueven como si se reconocieran.
Hay cuadras en subida y en bajada, cuadras con mucha y con poca luz, cuadras con un montón de público y cuadras casi vacías. El desfile va fluctuando como su propio movimiento. En las zonas más oscuras o vacías las comparsas aprovechan para bajar la intensidad porque cuando llegan a la luz, a los relojes o al jurado dejan las suelas de los zapatos en el pavimento y sangre en las lonjas.
Primer punto de control, el reloj de Ejido. Un hombre se acerca a preguntarle al funcionario de la IM a qué hora deberían pasar por ahí, él se fija en una planilla y le indica que le quedan cinco minutos: “no van a llegar” le advierte. El hombre se va mientras le grita a la comparsa que se tiene que apurar.
Por cada conjunto hay una persona encargada de acercarse a cada reloj con un dispositivo que funciona por láser para marcar la hora de pasada, aunque el funcionario de la IM también lo anota en una planilla que firman ambas partes, y la comparsa se lleva una copia en papel. “Igual está todo digitalizado”, explica el funcionario.
Las tensiones se liberan después del primer checkpoint. A los costados de las comparsas avanzan personas cuyo rol es organizar a los componentes, controlar la hora, velar por el resultado del espectáculo. Su disfrute está mezclado con nervios, concuerdan, porque el desfile es el momento de mostrar todo el esfuerzo, dedicación y trabajo en equipo del año.
“El candombe me llama” grita Silvia, una mama vieja, mientras avanza saludando a todo el mundo y como pasó se aleja sin tiempo de decir más.
Los tambores anuncian el corte, toda la comparsa se prepara. Llegan al siguiente reloj, donde está presente parte del jurado. Cuando paran de tocar se cae el cielo en aplausos. El jefe de la cuerda da la orden y empiezan de nuevo, mientras el cuerpo de baile realiza una coreografía. En este momento lo que prima es el concurso.
Hay rostros que ríen, rostros que a esta altura ya sufren los tacos y rostros que tienen gestos de verdadero placer. Los trajes de los cuerpos de baile son todos diferentes, pero están colmados de color: amarillos, anaranjados, verdes y rosados priman en esta primera noche de Llamadas. Vestir a una vedette cuesta más de 30.000 pesos, y al cuerpo de baile entre 15.000 y 20.000 pesos por persona.
Lucía Sotelo, coreógrafa de Uganda, relata sobre el proceso de trabajo que “es complejo lidiar con un número grande de gente, que además del cuerpo de baile incluye gramilla, formar una puesta en escena. Es un trabajo en equipo grande, lleva mucha coordinación”.
Termina la coreografía y las comparsas continúan avanzando en el tramo de juego, de liberación. Vuelven los niños a las vallas, los saludos, el ambiente relajado.
De repente aparecen cables a los costados de la calle, cámaras y casi una decena de trabajadores de la televisión que están transmitiendo en vivo. El desfile alcanza su punto álgido de espectacularización. Es el punto más iluminado de todo el recorrido, el montaje está hecho para ese show, que parece tener pase libre para filmar entre los pies de los tamborileros y hacer planos desde abajo de las bailarinas.
Explotan los gritos, los pasos y las manos sobre las lonjas, que se pintan de rojo con sangre. Explotan los besos a cámara, las sonrisas de oreja a oreja y la sensualidad. Explotan también los colores, los olores y el cansancio.
A la altura de Lorenzo Carnelli hay otro jurado. Las comparsas llegan a este punto después de una hora de desfile. Pero de nuevo se repite el momento del corte y la coreografía.
Una bailarina frena. Le duele mucho el pie o le molesta el zapato. No puede avanzar. Intenta mover la suela y seguir, pero a los pocos segundos está otra vez tomada de la valla. Pide descalzarse, pero recibe una negativa firme y rotunda. Así que se aprieta la correa de la sandalia, vuelve a su puesto y continúa bailando.
No hay ni un segundo de silencio. El ánimo de la gente impulsa a las comparsas, y viceversa. El clima es de unión, de celebración, de alegría. Llegan al último reloj comparsas cansadas y satisfechas. Faltan plumas y sobra piel en los tambores porque los pechos explotan de alegría.
Cayó la noche profunda, pero en Isla de Flores y Minas aún tensan lonjas, repiten coreografías y charlan. Los tambores continúan sonando.
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