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Friedmann Mauch.

Foto: Federico Gutiérrez

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La Iglesia Evangélica Alemana semeja una isla entre los barrios Palermo y Parque Rodó. Tanto el edificio –a la espera de ser declarado Monumento Histórico Nacional– como el órgano donado por la familia Ott, conectan con historias de aventureros alemanes de ayer y hoy.

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Leído por Andrés Alba.
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Oculta detrás de los plátanos, la esquina de Blanes y Durazno parece una más del barrio. Sin embargo, para el caminante atento hay indicios de que esa parcela forma parte de otro puzle. ¿Qué hace un jardín umbrío en un barrio de casas con puertas a la calle? ¿O la iglesia de una sola torre en la que domina la silueta de un gallo en vez de la cruz? Ni que hablar de cierto aire románico que se desliza desde los techos de pizarra como si buscara el descanso de un valle. En definitiva, lo que cambia la percepción del tiempo en esa esquina es el conjunto integrado por la Iglesia Evangélica Alemana de Montevideo, la casa del pastor y el jardín rodeado de muros por los que se asoma un ombú centenario.

La construcción es de 1910 y se mantiene casi igual a como fue concebida por el arquitecto alemán Karl Trambauer. Aunque bien conservada, se diría que libra una batalla silenciosa contra la verja metálica, el alambre electrificado alrededor del predio, las coloridas intervenciones en las paredes o los restos orgánicos de alguna persona que hizo noche junto a las tapias.

Tanto en la fachada como en el interior está la impronta de los luteranos. En vez de un vitral, al frente hay un mosaico con una frase emblemática de Lutero (“Castillo fuerte es nuestro Dios”) y adentro es escasa la iconografía. A esas marcas se suman otras más sutiles, como la excelente acústica del salón abovedado, fiel reflejo de la importancia que los luteranos concedieron a la música durante el ritual. Alcanza recordar que Lutero tocaba la flauta y el laúd, cantaba y componía.

En el balcón, un órgano

Desde la inauguración, en la iglesia sonó el órgano donado por la familia Ott (a la que pertenece el arquitecto Carlos Ott). El rey de los instrumentos no podía faltar en una iglesia alemana, país que se destaca por sus artesanos “organeros” y el virtuosismo de sus músicos con el instrumento. La Organización de las Naciones Unidas declaró en 2017 que la música y la fabricación artesanal de órganos en Alemania es un Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Hoy en ese país quedan unas 400 fábricas de órganos, algunas de ellas son talleres familiares que han sabido traspasar su oficio de una generación a otra. Pese a esta variedad, la mayoría de los que llegaron a Uruguay en el siglo pasado venían de una sola fábrica: la casa Walcker. Precisamente, es un órgano de esa marca el que todavía suena en la iglesia alemana.

El órgano es un instrumento siempre diferente, que debe adaptarse al espacio en el que se instala; sensible a la humedad, el polvo y otros agentes ambientales. En un país húmedo como Uruguay, requiere de una atención casi permanente. Por eso, cuando la iglesia alemana estuvo por cumplir los 100 años, el pastor Armin Ihle (1944-2015) convocó a su compatriota Friedemann Mauch a participar en las tareas de restauración del instrumento. Unos cinco meses dedicó Mauch a desarmar tubos, válvulas y fuelles que luego regresaron a su lugar. Antes y después otros especialistas también se ocuparon de la conservación del instrumento.

Un arquitecto

Karl Trambauer dejó pinceladas de Alemania en la arquitectura de Montevideo en al menos otras tres construcciones, además de la Iglesia Evangélica Alemana, cuyo trámite para ser declarada Monumento Histórico Nacional está en las últimas instancias.

Trambauer llegó a Uruguay en 1907, después de pasar por Argentina, donde supuestamente debía proyectar el manicomio de Córdoba. Algo no funcionó y, por extraño que parezca, fue contratado por la Facultad de Agronomía de Uruguay para dar clases sobre construcciones rurales. En 1910 se casó con una uruguaya en la iglesia que había proyectado. Regresó a Alemania en 1913 y se quedó hasta 1938. Desde Alemania ideó el Pabellón de la Música que está en el Parque Rodó, con los cuatro pilares de Brahms, Mozart, Wagner y Bach.

Según figura en Karl Trambauer, arquitecto: la Iglesia Evangélica Alemana en Montevideo y otras obras principales, de Carlos Altezor, Roberto Langwagen, María Teresa Hampe y Eduardo Montemuiño Aloisio, este además propuso algunas intervenciones en la residencia presidencial de Suárez que se conservan hasta hoy, como la construcción de un ascensor. Se encargó del edificio de la primera escuela alemana en Uruguay, lo que es hoy (con muchos cambios) el Instituto Normal de Magisterio.

El tiempo está después

A Mauch se lo encuentra en Ciudad Vieja, en la penúltima casa de una calle que muere en el puerto, bien lejos de Stuttgart, su ciudad natal. En su mesa no faltan el vino, las hojillas y el tabaco. Si hay dinero, las tablas en desuso de la carpintería van al fuego del mediotanque y se arma un asado para compartir con los vecinos. Si no hay plata, el arroz con lentejas lo hace feliz.

Hay curiosas coincidencias en esta historia. La iglesia alemana se consideró en los inicios una “iglesia puerto”, cuenta el actual pastor, Jerónimo Granados. Eran épocas de dar apoyo a inmigrantes que llegaban con tres palabras de español y una valija. Los círculos vidriados en puertas y ventanas de la casa parroquial tienen reminiscencias náuticas, como si fueran los ojos de buey de antiguos barcos cargados de pasajeros.

Mauch, en cambio, vino en avión hace 25 años (fue por “una mujer”, dice por toda explicación). No obstante, desde su casa actual se adivina el puerto detrás de una hilera de contenedores, algunos a la espera de embarcar rumbo a Alemania, país al que no desea regresar.

Friedmann Mauch.

Tiene la apariencia de un rey barbado de cuentos nórdicos. Su reino montevideano es una habitación atiborrada de objetos: desde una máscara de Papúa hasta una foto de John Wayne, pasando por extrañas lámparas, decenas de libros, muebles antiguos, cuadros del artista callejero Víctor Andrade y otros enseres incatalogables, como un artefacto para atrapar tortugas vivas. Entre otras aventuras compró el bar La Ronda en plena crisis, entre 2000 y 2002, mucho antes de “que la Ciudad Vieja se llenara de boliches”.

Desde los seis años toca el piano y a los 13 se pasó al órgano. La vocación llegó a los 17, cuando la iglesia de su pueblo renovó un órgano de 1680 y él se quedó embelesado mirando cada pieza. Asegura que puede arreglar casi cualquier instrumento –“pianos, órganos, guitarras, violines..., acordeón y bandoneón”– pero su corazón está con el órgano, instrumento que no abunda en Uruguay.

Otros órganos, otros púlpitos

Mauch dice haber pasado más tiempo en las iglesias que cualquier otro pastor. En Uruguay participó en la reparación del órgano de la iglesia de San Agustín, frente al hospital Pasteur. El trabajo en ese caso duró unos nueve meses porque se trató de reparar un órgano mucho más grande; mientras el de la iglesia alemana tiene cerca de 2.000 piezas, el de San Agustín unas 5.000.

Hoy ronda en su cabeza la idea de presentarse como candidato a alcalde de Ciudad Vieja en las próximas elecciones municipales.

Con amabilidad, Mauch accedió a volver a la iglesia alemana para sacarse una foto junto al órgano. El lugar le trae recuerdos del compatriota Ihle, pastor con potente voz de bajo que no pasaba desapercibido. Mauch lo recuerda saliendo de la cocina (por entonces conectada directamente a la iglesia), con una copa de champán en la mano. “¿Quieren tomar algo?”, preguntaba en alemán mientras los artesanos se dedicaban a la reparación del instrumento. Ihle era un excelente cocinero y como Mauch se había aficionado a las carnes del Río del Plata; el aroma de sopa de cordero preparada a fuego lento llegaba hasta el balcón del órgano y hacía que la invitación fuera irresistible.

Dependiendo del tamaño del órgano (hay algunos con tubos de más de 15 metros de largo), puede ocurrir un delay de hasta tres segundos entre que se aprieta la tecla y se emite el sonido. De ser así, el músico toca en el presente mientras escucha la melodía del pasado; algo parecido a las estrellas que vemos, pero que ya no existen más. Según Mauch, circula un chiste entre los organeros que dice más o menos así: “Con suerte, si tocás el sábado, podrás escucharte el domingo”. Es probable que algo de ese juego de tiempos esquivos se haya instalado en la esquina de Durazno y Blanes.


Templos como bienes patrimoniales

La Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación votó afirmativamente la declaración de Monumento Histórico Nacional de la iglesia alemana; falta la firma del ministro para que el nombramiento se haga oficial. Sobre los argumentos que llevan a esta decisión, el arquitecto William Rey, director general de la comisión, dijo a la diaria que la edificación contaba con “todas las condiciones” y destacó “la calidad arquitectónica de la pieza y su interesante relacionamiento con el contexto a través de su jardín. Por supuesto, también, hay una serie de elementos de carácter artístico, por ejemplo, el valor de los vitrales con los que cuenta. Y va en la línea de considerar a una pluralidad de comunidades religiosas; eso también forma parte de la declaratoria, de poder integrar al patrimonio otros lugares de culto”, señaló. Rey dijo que existen más bienes de este tipo que se considerarán en la comisión. En este caso, “es una manifestación de carácter historicista, una suerte de arquitectura con reflejos en la tradición románica que conecta con la tradición alemana del mundo medieval. Es también interesante como espacio cultural, porque ha sido un lugar usado para conciertos, con muy buena acústica, por cierto, y en ese tejido urbano”.

La iglesia será sede de los festejos por los 175 años de la Congregación Evangélica el 31 de octubre. Como parte de la conmemoración habrá un concierto de Cristina García Banegas junto a la soprano Guadalupe Verocay.

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