Durante el carnaval de 1917, en la esquina de las calles Durazno y Convención, una notable réplica de la Torre Eiffel adornó el tablado del barrio, para orgullo de sus vecinos y el deleite de los visitantes. Las fotografías de ese año rescatan otras multitudes posando frente a arquitecturas confeccionadas especialmente para la fiesta de Momo. En Punta Carretas, cerca del almacén La Llave, el destaque del escenario es una careta gigante que provoca susto y asombro; en Maldonado y Ejido, el tablado lleva como nombre Triunfo y emula un rancho del campo, bajo la leyenda “Recuerdo tradicional”.
El primer tablado de nuestro carnaval se inauguró en 1890. En Montevideo la cifra superó los 300 en el final de la década de 1930. “Mirá que no lo digo como al barrer, son contaditos uno por uno”, aclara la historiadora, investigadora y docente Milita Alfaro, autora de una infinidad de libros y publicaciones referidas al carnaval y la cultura uruguaya, sobre la fidelidad de sus cifras.
Desde su lugar de coordinadora de la Cátedra Unesco de Carnaval y Patrimonio, instalada en la Facultad de Información y Comunicación (FIC), junto a Karina Acosta y Belén Pafundi, se encuentra abocada a la elaboración de una cartografía de los tablados de Montevideo, desde sus inicios hasta el presente.
La iniciativa es mucho más ambiciosa que la de un mero registro geográfico, apunta la escritora y experta en el tema. Corresponde a una de las líneas de trabajo incluidas en Carnaval y ciudad. Enfoques sobre la articulación entre prácticas festivas, mundo urbano y cultura barrial desde una perspectiva montevideana de larga duración, un programa de la Universidad de la República (Udelar) y la Intendencia de Montevideo (IM) que cuenta con el apoyo de la Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC) y tiene entre sus objetivos la revalorización de un espacio –el tablado– de expresión artística y acción colectiva, que es parte de nuestro patrimonio cultural.
Sobre tablados, celebraciones y otras fotos de Montevideo, la diaria conversó con Milita Alfaro.
Otra de las líneas de trabajo de la Cátedra Unesco de Carnaval y Patrimonio es la digitalización de fotos, libros y otros documentos que están subidos a la web Anáforas de la FIC. Ahí, por ejemplo, encontré un acta de la Comisión de Fiestas de la Intendencia, fechada en 1929, en la que se habla del costo de 10.000 portalámparas. Definitivamente, era un carnaval muy iluminado.
Sí, brutal. En ese momento, los desfiles en 18 de Julio eran la expresión culminante del carnaval más oficial. Hay dos carnavales que dialogan y coexisten perfectamente el uno con el otro. El carnaval oficial tiene su epicentro en la gran avenida, con su iluminación y con desfiles temáticos. Un año estaba dedicado al Antiguo Egipto, o a la Roma de Nerón. Para eso el Estado invertía y apostaba muy fuerte, porque además ese carnaval tenía un componente turístico importante. Se apostaba al público argentino, y era un carnaval que además siempre apostó a la cosa europea. Era copiar, tratar de imitar, sobre todo, al carnaval de Niza. Era casi en espejo con los carnavales de Niza, que tienen una tradición de cabezudos, gigantones y carros alegóricos impresionantes. Lo que pasa acá es que, junto con ese carnaval oficial, nace otro, por iniciativa de la gente, sin ningún tipo de beneficio o respaldo oficial, ni de financiación. Así surge el carnaval barrial, que tiene su epicentro en el tablado.
¿Y cómo nace el tablado?
El tablado nace para la actuación de las agrupaciones, que, a fines del siglo XIX y sobre todo en los primerísimos años del XX, comienzan a aparecer y son el germen de las categorías de carnaval que conocemos ahora. En ese momento todavía no estaban tan delimitadas.
Además, aparece la competencia, porque esa es la otra cosa que tiene nuestra fiesta. Es un carnaval teatralizado, pero es un carnaval competitivo. Y todo eso nace en los tablados de barrio.
Y claro, nuestro Estado, que es muy lúcido, se suma después a esa dinámica de competencia. Hay una cantidad de cosas de ese carnaval barrial que no sé si le gustan tanto. Quiere algo más lujoso, más ostentoso. El carnaval en los barrios tiene algo muy auténtico y fuerte, pero son carnavales modestos. Ahí aparecen la murga y el candombe, que no son cosas que concuerdan con el proyecto cultural que el Estado de esa época quiere promover.
¿Dónde estaba el primer tablado que se construyó?
El primer tablado fue el Saroldi y se inauguró en 1890, en 18 de Julio, ahí donde está la plaza Silvestre Blanco, en la confluencia de 18 y Rivera, donde ahora hay una estación de servicio, y arranca por iniciativa exclusiva de los vecinos del Cordón.
Y ahí empiezan a organizarse concursos, que pueden durar una semana. Los que ofician como jurados son los integrantes de la comisión del tablado, y en poco tiempo empiezan a generar los diferentes rubros: el premio a la letra, al canto, a los trajes, a la música. Y ahí decís: “Bueno, son los mismos rubros de hoy”.
Después del Saroldi, el crecimiento de los tablados es exponencial. En dos o tres años ya tenés seis en Montevideo, después 15, y 40, 100, y a fines de los 20 y de la década del 30, tenés más de 300 tablados en todo Montevideo. Cada uno con su concurso.
En ese momento ya había un concurso oficial, hecho a imagen y semejanza de los concursos de los tablados vecinales.
Es muy interesante la distinción que hacés entre el carnaval oficial y el que surge de los barrios. Hoy es percibido como una fiesta popular, pero, según contás en tu libro El carnaval heroico, a fines del siglo XIX, las clases altas estaban muy involucradas en la organización del evento.
En el siglo XIX, por supuesto. Lo que pasa es que luego fueron tomando distancia. Cuando la cosa empieza a tomar un tono más popular, empiezan a notar que aquella fiesta ya no las representa. Sienten que ya no está a su altura.
Prefieren espacios más exclusivos para su recreación, aunque en los primeros años del siglo XX, las clases altas están muy presentes en la organización.
Por eso te digo, ese carnaval a la manera de Niza sigue convocando a esas clases altas, con sus batallas de flores en el Prado y unos carruajes impresionantes. Los corsos consistían en arrojar flores de un carruaje al otro.
Los bailes de máscaras en el Club Uruguay eran el gran evento social del patriciado. Las mujeres iban con disfraces, a veces traídos de Europa.
Las columnas sociales de los diarios hablaban de la señora de tal, con sus hijas y sus disfraces maravillosos. El que se hacía en el Club Uruguay quizá era el más copetudo de todos, pero había bailes por todos lados.
En ese carnaval, la clase alta, el patriciado, participa y diría que es protagonista. De todas formas, no querría decir que es algo del pasado, pero la de aquel momento era una sociedad con niveles de integración muy fuerte.
El pueblo también participaba en esos desfiles y en todo lo demás, agolpado en las veredas y mirando. Esa cosa era una especie de gran exhibición, digamos, estatal y de los sectores altos.
Entonces yo siempre distingo esas cosas: el carnaval a la manera de Niza y el carnaval a la uruguaya, con los tablados. Porque en última instancia, ¿qué es lo que sobrevive? Vos fijate que con todos los recursos que tenían el Estado y las clases altas, tenían más chance de imponerse. Sin embargo, lo que sobrevive, y lo que hoy entendemos por carnaval, en última instancia, es la actualización de aquello que nació en los tablados barriales en los primeros años del siglo XX.
¿Identificás una especie de época de oro de los tablados, o una que fue la más efervescente?
En cuanto a número, es brutal. Mirá que cuando yo te digo que hubo más de 300, no te lo digo como al barrer. Son contaditos, uno por uno, y son más de 300, en una Montevideo que tenía, hacia 1930, 300.000 habitantes.
Desde ese punto de vista, la década del 30 es la que explota. Y diría que durante los 40 y los 50, donde de repente el número no es tan grande, es el momento de mayor esplendor desde el punto de vista de las escenografías de los tablados.
Ese es un fenómeno maravilloso, y creo que es imposible que lo abarquemos con mis compañeras en un solo proyecto.
Es impresionante las cosas que hacía –y todavía hace, en algunos casos– la gente. Estamos hablando de una estética y un arte comunitario.
Y un poco anónimo, ¿no?
Anónimo, sí. ¿Vos te das cuenta del valor que tiene hoy el arte comunitario? Porque saca lo artístico del museo y lo lleva a la calle y tiene como protagonista a la gente. Expresiones parecidas en cualquier parte del mundo tienen un valor incalculable, y nosotros parece que no nos hemos enterado. Hay escenografías de aquellos tablados que son asombrosas.
¿Y cómo se hacían? Imaginate en el barrio Nuevo París con qué recursos podían contar, y vos te encontrás con un tablado que representa un baile popular, con parejas bailando, y los músicos con sus instrumentos. Y vos te quedás con la boca abierta.
Lo que pasa es que en cada barrio había muchos artesanos, albañiles, pintores de brocha, y la construcción del tablado era un ritual para los vecinos. Las comisiones organizadoras a veces convocaban a un artista, de repente no a los grandes pintores, pero te encontrás con que el escultor Bernabé Michelena, o Guillermo Laborde, hicieron tablados; o el propio –pintor– José Cuneo.
En un momento de nuestra historia, algo de esa cultura de los tablados se cortó.
Se terminó, sí. Entró en crisis, y lo que se perdió fue esa cosa maravillosa del entusiasmo de la gente y su capacidad para generar y sostener proyectos colectivos y comunitarios, en un sentido participativo de la fiesta.
El tablado era el lugar donde la gente tenía dos o tres meses de verano para reunirse todas las noches. Y a veces no venía ningún conjunto y lo que se hacían eran bailes infantiles, carreras de embolsados, el palo enjabonado, se pasaba cine en el tablado, ¿me entendés? Era el lugar de reunión, de encuentro colectivo, de todo el barrio en momentos en que el barrio existía, como no existe hoy. Como el lugar de encuentro y de compartir algo.
Entonces, ahora, eso que era una maravilla, también tiene un componente económico muy fuerte. Generalmente el promotor del tablado era el bolichero de la esquina, que tenía el tablado durante meses en la puerta de su boliche. Y con los concursos y los premios que se daban, empiezan los primeros problemas, algunos conjuntos cobraban y otros no. Y por ahí la plata recaudada no aparecía la que tenía que aparecer, y ahí nos metemos en otro tema que también da para largo.
¿Quiénes son las primeras figuras del carnaval uruguayo? Ahí, al principio, también había algo del artista anónimo.
Antes no había tantas categorías, y de hecho hay denuncias de un conjunto hacia otro por presentarse con artistas profesionales. Entonces, los que participan son personas que tienen condiciones, evidentemente, y además una vocación por la música y el baile. Es gente aficionada la que sale en las agrupaciones. Y eso es una maravilla. Tenés las troupes, las comparsas de negros y lubolos y también el fenómeno de las máscaras sueltas, que era la gente que salía en carnaval, pero que no encuadraba claramente dentro de ninguna categoría.
Son cientos y cientos de personas que salen a recitar, a hacer chistes, a payar, a zapatear. Gente que durante el año tiene un trabajo y que cuando llega carnaval tal vez se hace unos pesitos más.
¿Entonces los primeros que se destacan son algunos directores de murga, tal vez?
Pepino [José Ministeri], en su momento, con los Patos Cabreros, Cachela [Antonio Casaravilla] y los Asaltantes con Patente, pero para eso tiene que consolidarse un poco más la cosa, como para que empiecen a visualizarse figuras como ellos dos. También tenés a Don Bochinche y Compañía, que fue una murga valorada en su momento; Amantes al Engrudo, los Curtidores de Hongos, que es una murga muy antigua.
En una nota que diste hace más de diez años para Canal 5, decías que dedicarte a la historia del carnaval era dar una batalla. ¿Seguís dando esa batalla?
Claro, porque son miradas que ha costado mucho legitimar a nivel académico. A veces me gustaría estar más a la altura del tema al que me dedico. Por ahí no siempre tengo los elementos teóricos y conceptuales que tienen otros cientistas sociales. Yo soy más del oficio del historiador, más de la biblioteca, del reglamento de fuentes, del trabajo en los archivos.
En ese sentido, lo que sí reivindico, o me deja tranquila, es que hice un aporte para llamar la atención e incorporar un tema como el del carnaval. A mí me costó mucho, siempre fue una cosa muy marginal.
Últimamente tuve la satisfacción de participar en dos colecciones sobre la historia de Uruguay. Una de ellas, dirigida por José Rilla y Jaime Yaffé, dedicada a la historia de los partidos políticos. Y naturalmente hay toda una dimensión de la política uruguaya que está reflejada en nuestro carnaval, de la época de los Patos Cabreros. Y ese tipo de expresiones, más vinculadas al arte a veces en la historia se pierden de vista.
Hace un par de años, subiste un artículo a tu blog Memorias de la bacanal, donde te referías al teatro Solís, ambientado para carnaval. Nunca me lo hubiera imaginado.
Era impresionante. Julio Vilamajó, en esa cosa más de los jóvenes, porque después entra ya en un circuito, digamos, más exclusivo, en varias oportunidades diseñó los adornos para los bailes del Solís, que era uno de los grandes eventos del año.
El Solís se inaugura en 1856 y ya en el carnaval de 1857 hace su primer baile de máscaras.
Con esa perspectiva de los bailes de carnaval, y de muchos tablados, da la sensación de que Montevideo supo ser mucho más festiva que ahora.
Fue así. Era impresionante lo que le gustaba bailar a la gente. A veces uno tiene miedo de caer en eso de que todo pasado fue mejor, pero efectivamente, en ese sentido, era diferente.
La dictadura tiene que haber jugado un papel importante en ese cambio.
Claramente. Cuando emergemos de esa cosa que nos dejó tan golpeados, salimos a una sociedad mucho más fragmentada, donde esos espacios de encuentro colectivo quedan muy atravesados por fracturas.
Nunca estuvo todo perfecto, ni muchísimo menos. Antes la sociedad también sufría de una cantidad de discriminaciones, intolerancias y problemas. Sin embargo, uno tiene esa sensación, también por las crónicas de otras épocas, o por los cuentos familiares, que, por ejemplo, el centro de Montevideo era distinto. Vos pasás hoy por 18 de Julio y Andes después de las nueve de la noche, y es un páramo. El 1930, 40, 50, no se podía caminar, pero no sólo en carnaval. Era brutal el gentío y hay algo más que me llama la atención: era una sociedad muy noctámbula, todas las cosas eran a las diez de la noche, y la gente se acostaba a las dos de la mañana.
¿Cuál dirías que es el principal objetivo de esta iniciativa con la que pretenden ubicar todos los tablados que hubo en Montevideo?
Naturalmente, no se trata sólo de ubicar los tablados en el mapa. Nos interesa conocer sobre las comunidades que los llevaron adelante y sobre sus interpretaciones de la sociedad. Son lugares que nos están hablando de una sociedad uruguaya del pasado, que tiene muchos nexos con la actual. Es como tratar de recuperar una sociedad que ya no está a través de esos lugares, de los nombres de esos tablados, de dónde estuvieron exactamente.
Esa enumeración impresionante que estamos haciendo también nos permite ver la expansión de la ciudad, la expansión demográfica y urbana, y todos sus cambios. Por ejemplo, hubo un tablado que se construyó hace más de 100 años que se llamaba Plus Ultra; hoy, de aquel lugar, no queda nada.
Sin embargo, en esa esquina, o en la otra cuadra, hay una panadería que se llama Plus Ultra. Y entonces vos decís: “Hay algo ahí”. Una memoria colectiva que de repente permanece, y una identidad que todavía está presente. Vamos por esas historias.