Antes de ver nada, sentimos el ruido. Algo parece desplazarse en el viento, avanzar, acercarse. De a poco, la negrura de la pantalla se transforma en la imagen sucia de un paisaje oscuro en el que apenas se recorta la silueta de las montañas y el amontonamiento de las nubes. Sólo hay eso: ruido y negrura.
Cenizas es la historia de un acercamiento disparado por las circunstancias, aunque más exacto sería decir que es la puesta en escena de ese acercamiento. Tan fuerte es la opción estética por ese registro que durante los primeros 15 o 20 minutos de película no se sabe bien qué está pasando: vemos un dormitorio y a alguien durmiendo, escuchamos el timbre, nos damos cuenta de que la que dormía era una mujer joven, la observamos caminar en la oscuridad y mirar, por entre las rendijas de la puerta de calle, quién es que la está llamando, la vemos esconderse, como si desde afuera pudieran verla, y no responder al llamado. Salvo por la persona que está afuera, que la llama a gritos dos veces (“¡Ce! ¡Caridad!”), nadie habla. Lo único que se oye son los ruidos del ambiente: el agua de la canilla, algo afuera que parece lluvia, los golpes de Caridad al sacudir la ropa, cubierta de un polvo blanco. Van a pasar diez minutos antes de que escuchemos hablar a Caridad –antes de que la escuchemos decir su nombre– y antes aun de eso la habremos visto salir de la casa, habremos visto las imponentes imágenes del volcán Cotopaxi vomitando nubes densas de ceniza, habremos visto a los vecinos, a través de la ventana (es ella la que mira, pero nosotros vemos), cargando sus cosas para mandarse a mudar. La habremos visto a ella, sola en una casa que fue la de sus mayores (es notorio en los muebles, en los adornos, en las fotos antiguas que se amontonan sobre las mesitas, en el pesado rosario de madera del dormitorio), tratando de ordenar sus próximos pasos, llamando por el celular a alguien que no responde, vaciando cajas para llenarlas de otras cosas, pensando en cómo salvar de la ceniza todo lo que en poco rato más podría quedar sepultado. Al principio no entendemos a quién llamó por el teléfono fijo (también viejo, de disco), pero más adelante sabremos que fue a su padre, del que está distanciada desde hace muchos años.
Si la película es lenta y desconcertante al principio, no es porque sí. El clima asfixiante de la ciudad sobre la que cae ceniza todo el tiempo, la oscuridad como de tormenta que no es otra cosa que el aire sucio de polvo, el ronquido del volcán avisando que está despierto, todo metaforiza y expone el estado de confusión y desamparo de Caridad, una mujer apenas salida de la adolescencia que vive sola en una casa demasiado grande y demasiado llena de cosas anteriores a ella misma.
El ecuatoriano Juan Sebastián Jácome, director de esta película, dijo en varias entrevistas que las historias que le interesa contar son los dramas humanos, las situaciones que cualquiera puede atravesar a lo largo de una vida corriente. En este caso, sin que el relato lo sobreindique en ningún momento, expone una historia de abandono y culpa en la que un hombre y su hija deben confrontar el pasado y ver si pueden reconstruir el vínculo. No hay ayudas para el espectador: lo que a Caridad y a su padre les cuesta poner en palabras no aparece convenientemente explicado por ningún personaje secundario. Son los silencios, los planos detalle de las caras y las manos, las escenas filmadas a través de una puerta desde otra habitación, las imágenes ligeramente fuera de foco o entorpecidas por volúmenes oscuros en primer plano las que van construyendo un drama hecho de ocultamiento y vergüenza. Los actores Samanta Caicedo (Caridad) y Diego Naranjo (su padre, Galo) están a la altura de esa exigencia de silencio y forclusión. Ella se ve siempre tironeada por la necesidad de recuperar a su padre y por el miedo a hacerlo y a tener que enfrentar la verdad de su alejamiento. Está sola: su madre murió y la hermana mayor está “en Bogotá”, recuperándose de problemas que tiene “desde chica”. Está embarazada, aunque su novio todavía no lo sabe y ella da la impresión de no ser capaz de confiar del todo en nadie.
Cuando la película se estrenó en Ecuador, varias voces se alzaron para condenar el modo en que abordaba cuestiones tan terribles como la violencia intrafamiliar, el abuso y el secreto. Sin embargo, uno de los méritos del filme es, precisamente, el de no simplificar las cosas. Además del pulso para sostener hasta el final el misterio de la inocencia o la culpa del padre, Jácome tiene la claridad para no moralizar su relato y, en cambio, desplegar los montos enormes de angustia e incertidumbre de los personajes, sus dificultades de comunicación y su soledad absoluta, acompasándolos con la lenta pero inexorable erupción del Cotopaxi.
Es un ejercicio saludable asistir a una película que no presupone que somos bobos o que necesitamos indicadores luminosos para saber por dónde ir. Deberíamos poder exponernos más a estas narrativas lentas, hechas con pocas palabras, de metáforas y de ambientes, sin pintoresquismos obligatorios y sin la ansiedad de que las cosas cierren de manera tranquilizadora.
Cenizas | Dirigida Juan Sebastián Jácome. Ecuador-Uruguay, 2018. Con Samanta Caicedo, Diego Naranjo, Juana Estrella. En Sala B-Auditorio Nelly Goitiño.