Los paraguas índigos y azul francia que ofician de hermoso arco en la entrada del auditorio Astor Piazzolla se ofrecen como un augurio de lo que será el 33° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata: durante gran parte de la semana lloverá torrencialmente, casi como si se hubiese sellado un pacto con Tláloc para que la mayoría de la gente pase todo su tiempo libre encerrada en las salas.
No es sólo una cuestión de abrigo a las inclemencias climáticas, sino que es difícil encontrar un festival en el que la gente se arroje de una manera tan completa y decidida a la grilla. Un ejemplo de esto: a las 10.00 hay colas de gente para acudir a una película contemplativa sobre una comunidad nepalí enfrentada a la tradición y el “progreso” tecnológico y económico (La huella de Tara, Georgina Barreiro, 2018). El público alterna expertos en cine, productores y jóvenes estudiantes que viajaron desde Buenos Aires, pero también un montón de gente no experta en la materia, que pese a salir de las salas al son del archiconocido “a mí me pareció un poco lenta”, aún se apunta con fe ciega a otra película experimental que posiblemente la deje igual de consternada. Entre ese público se destaca una jauría de señoras espléndidas que acuden a todas las funciones y piden el micrófono para arrojar impresiones, hacer preguntas a los directores y comentar su propia vida (no necesariamente en ese orden) ni bien termina la película. Las señoras no se contentan con la respuesta o el honrado asentimiento de cabeza del director o directora, sino que casi siempre entran en una microcharla de cola de supermercado. En una función nocturna, una de ellas le preguntó a Fran Healy (frontman de la banda escocesa Travis y novel director del documental autobiográfico Almost fashionable: A film about Travis, 2018) qué es lo que hay que hacer para tener éxito, para después empezar a contarle sobre los proyectos musicales de su hijo (Fran es un amor y le responde a la señora prestándole completa atención, preguntándole por el nombre de la banda y contándole su experiencia con total sinceridad). Observando a estas señoras, se puede atisbar los rostros incómodos de los críticos de cine argentinos, pero a no engañarse, ellos también están igual de entusiasmados: Mar del Plata es la Bariloche que nunca tuvieron.
Pese a ser el único festival clase A de Latinoamérica, con una grilla (estupendamente realizada por Cecilia Barrionuevo y su equipo de programación) que no tiene nada que envidiarles a los de Berlín, Rotterdam o San Sebastián, es esa dimensión humana lo que diferencia a Mar del Plata; una extraña pasión en la que el cine parece un campo de disputas, amores e identificaciones intensas.
No se precisa más que sentarse en la butaca de la función inaugural para toparse con esto. Previo a la proyección de Sueño Florianópolis (última película de Ana Katz, de 2018), se llama a sala a Pablo Avelluto –secretario de Cultura de la nación, integrante de la formación Cambiemos–, que es recibido con un hondo abucheo. La postura altiva y los descontracturados pantalones borravino no pueden atemperar los gritos de “traidor” y “cínico” que cada tanto reverberan en el gigantesco auditorio, y su intento de enfrentarlos con “¿Se acuerdan de cuando vivíamos en una sociedad democrática y nos escuchábamos?” es como querer apagar un incendio con gasolina. Más allá de la incómoda situación, razones hay: el festival estuvo al borde de no realizarse debido a una serie de duros recortes presupuestales –incluso se le redujo la cantidad de días y películas–, y la reestructuración del sector –con una serie de adjudicaciones de cargos a familiares y amigos sin experiencia específica en varias de las áreas, que raya con el nepotismo– oficia de sinécdoque de mucho de lo que pasó en todas las áreas del cine argentino –y de la cultura en general– en lo que va del macrismo.
Esta situación incómoda se complementa, en el sentido opuesto, con el Astor a la Trayectoria otorgado a Mercedes Morán (homenajeada junto a Lucrecia Martel y Narcisa Hirsch, que no pudieron acudir a la inauguración por la fuerte tormenta que azotó a Argentina), quien en su discurso hace un gesto tan grácil y eficaz que bordea un auténtico pase de magia: al terminar de agradecer, en silencio, levanta la estatuilla y, de golpe, vemos refulgiendo en su muñeca el pañuelo verde de la campaña a favor del aborto legal, seguro y gratuito. La sala Astor Piazzola de desploma en una estruendosa ovación y Morán sólo sigue agitando aquel pañuelo que parece haber llegado ahí por prestiditigitación mientras sus manos no estaban a la vista.
Orfandad y destierro
A partir de un repaso de los temas abordados en la sección argentina del festival –16 films que quien escribe tuvo que ver en su desempeño como jurado FIPRESCI–, llama la atención cómo, película a película, aparece un tema en común: la orfandad. Con este criterio, sorprende que hayan sido seleccionadas cuatro películas protagonizadas por niños actores: Vendrán lluvias suaves (Iván Fund, 2018), El día que resistía (Alessia Chiesa, 2018), Yo niña (Natural Arpajou, 2018) y Julia y el zorro (Inés María Barrionuevo, 2018). En especial, la de Fund y la de Chiesa casi parecen responderse con señales de humo, abordando por elevación o de forma subterránea la temática de lo fantástico y lo siniestro. Vendrán lluvias suaves parte de una extraña condición que hace que todos los adultos caigan en un profundo e inamovible sueño. Los niños tienen que abrirse camino, reagrupándose, formando nuevas alianzas y enfrentando varios miedos para afrontar esta situación tan particular (en este sentido, la película hace jugar la textura y los ritmos de algo más propio de lo autoral con la temática de aquellas películas aventureras estelarizadas por chicos que marcarían los años 80). Hay algo de esta indefinición ominosa de lo no muerto pero perpetuamente dormido, que se entronca con lo que acaece en El día que resistía, en la que una niña y sus dos hermanos menores tienen que esperar el retorno de sus padres en una solitaria casa rodeada por un bosque. En un comienzo, todo transcurre plácida y alegremente entre juegos y esa forma algo torpe que tienen los niños a la hora de gestionarse en un mundo sin adultos, pero de a poco vamos viendo cómo el tiempo pasa y los padres no aparecen. La peculiaridad que hace a El día que resistía una película distinta es que nunca se explica la desaparición de los padres. La referencia a Hansel y Gretel al comienzo del film nos lleva a pensar en una alternativa oscurísima: el abandono radical de los padres; su huida que, más que huida, es una suerte de ofrenda a las tinieblas. La principal diferencia entre estas dos películas es que, mientras que la de Fund va desmontando su estética realista hacia un final más brilloso y colindante con la ciencia ficción, la de Chiesa se va invadiendo de una neblina siniestra, de terror metafísico, parecido al de películas recientes como La bruja (Robert Eggers, 2016) y Hold the Dark (Jeremy Saulnier, 2018).
Por su parte, Julia y el zorro también recurre a una base de fábula para construir la historia del duelo de una madre y su hija, luego de que el padre de familia muera en un accidente automovilístico. La película, tanto para los adultos como para los niños, habita en esa radical libertad de la tristeza, donde el duelo, aún supurante y sin cierre, habilita a que las protagonistas avancen por la vida en un límite impreciso entre ese no tener nada que perder y la pulsión de muerte. En este sentido, el arco hacia la posibilidad de hacer el duelo de la protagonista de Julia y el zorro tiene mucho del de Bleu (Krzysztof Kieslowski, 1993).
Otras variantes
La orfandad, sin embargo, también escurre a otros terrenos. El árbol negro (2018; película que se llevó tanto el premio FIPRESCI como el del jurado oficial en la competencia de Cine Argentino, además del galardón GreenPeace) trae a pantalla la realidad de los qom, una etnia que habita en el Chaco central y ve cómo se va destruyendo su marco de referencia por el avance de la agroindustria. El punto crucial y deslumbrante de la película logra polinizar el lenguaje cinematográfico de realismo documental (sobre todo el que documenta las medidas de los qom y el día a día de uno de ellos) con uno más mágico y onírico, propio de la mitología de ese pueblo. El tour de force de los directores, Máximo Ciambella y Damián Colluccio, es no tener que inventar nada para que ese universo irrumpa. Más bien, uno simplemente tiene que cambiar el foco y filmar de otra manera: así, una máquina bulldozer filmada en el medio de la noche se convierte en una auténtica materialización del mal, casi la forma definitiva de un espíritu que se traga todo.
En esta senda de la orfandad, quizá la película más controvertida de la sección argentina es El hijo del cazador (2018), de Federico Robles y Germán Scelso, un retrato de Luis Alberto Quijano, hijo de un militar de la última dictadura, que decidió denunciar a su padre en tiempos de democracia. La película, más allá de ser un retrato redondo de un hombre contradictorio, con distintas pulsiones en las que se entremezcla lo ideológico con el auténtico odio a su familia, generó revuelo en el último tramo del film, en los que el protagonista ventila, pese a su colaboración en el encarcelamiento del padre, su voluntad de que los montoneros sean juzgados de la misma forma que los militares, su apoyo a la pena de muerte y su odio a la ex presidenta Cristina Fernández. Durante la función, esto generó abucheos de parte del público, como si fuera una expresión natural de indignación y como si en ello hubiera un auténtico intento de acallar a aquel hombre que no estaba más que proyectado en la pantalla. Una vez finalizada la película, algunos empezaron a gritarles a los directores que apoyaban la teoría de los dos demonios, cuando estaba más que claro que el documental se paraba en la senda opuesta. En reacciones como esta parecería verse un curioso quiebre de identificación que, una vez que se produce, sólo admite reacciones paroxísticas: el público se siente reconfortado en el canal de ida y vuelta que ofrecía la redención de Luis, y cuando el personaje con el que se identificaban muestra su otra hilacha, reacciona como si ese quiebre fuese un daño infligido a ellos no sólo por él sino por los directores. El horizonte de expectativas cinematográficas de esos espectadores sería, en este caso, que toda película fuera no más que un acto de afirmación ideológico.
El fuego cruzado no cesó a lo largo del festival. Durante una ronda de preguntas y respuestas de Chubut, libertad y tierra (2018), de Carlos Echeverría, dos mujeres proclamadas macristas dijeron que la película era violenta e ideológica, y que debería prohibirse, lisa y llanamente, lo que llevó a un abucheo y un intrincado acontecimiento que involucró a un espectador gritándoles y persiguiéndolas hasta que se encerraron en el baño. Paula Zyngierman, productora del film, contó que no había visto más que los resultados del suceso: habló con las dos mujeres, que decían haberse sentido asustadas e inseguras ante la reacción de ese hombre y aprovecharon la situación para volver a justificar la censura de un film por sus connotaciones ideológicas.
El final del festival también estuvo rodeado de polémica. Se dice que se prohibió al jurado internacional hablar con micrófono, por miedo a otro discurso antioficialista y a que se denunciara la remoción de la maestra de ceremonias de la fiesta de inauguración por haber consentido (o al menos no detenido) los abucheos a Avelluto. A esto se sumó, casi en un giro de tragedia griega, que el mismo submarino que se hundió durante el festival pasado (el angustiante caso del ARA San Juan en el que murieron 43 argentinos) apareció un día antes de la ceremonia, lo que cambió, de golpe, el tenor emocional de la premiación.
Del festival que premió el guion de Belmonte (2018), el último film de Federico Veiroj, uno se lleva películas deslumbrantes, como Entre dos aguas (Isaki Lacuesta, 2018; ganadora de la Competencia Internacional), el genio reconfirmado de Ben Wheatley en Happy New Year, Colin Burstead, el refinamiento del giallo en In Fabric (Peter Strickland, 2018), el extrañísimo film con un monstruo lovecraftiano (muy similar al de La región salvaje, de Amat Escalante, 2016) de Muere, monstruo, muere (Alejandro Fadel, 2018), la celebradísima Roma, de Alfonso Cuarón, y películas hipnotizantes e indescifrables como Dead Horse Nebula (Tarik Aktas), pero tras el festival quedará reverberando la sensación de haber estado frente a un evento en el que en las pantalla se proyectaba mucho más que imágenes en celuloide o VCP.