En la portada, dos niños, uno más grande que el otro, están solos, de espaldas, en un descampado árido y miran la silueta de una ciudad y una enorme nube de humo, blanca, luminosa, que se dibuja a lo lejos. El mayor tiene una moneda en la palma de la mano. Las ventanas invisibles, la flamante novela de Federico Ivanier que acaba de publicar Criatura editora, propone una aventura de corte fantástico que emprenden dos hermanos, Marcos y Tino, de diez y de siete años, cuando al tirar cara o cruz una moneda al aire, cruzan una ventana a un mundo paralelo. Sin proponérselo, quedan inmersos en un juego en otra realidad, desconocida, alucinada, en la que deben apelar al ingenio para salir airosos. Allí conocen a Valentina, una chiquilina de 15 años que los guía; también conocen a otros personajes, algunos que los ayudan, otros que los persiguen. En un estado de permanente alerta, van descubriendo que ese mundo es un juego al que se accede con monedas como la que ellos tienen y que para salir deben resolver un acertijo, algo en lo que Marcos, el mayor de los hermanos, es muy bueno.
No es ninguna novedad que Ivanier es un excelente narrador, con gran sensibilidad e intuición en el tratamiento de los personajes. Los adolescentes y los niños que aparecen en sus novelas son creíbles, tienen espesor, son complejos; desde que leí Alas en los pies, la primera obra del autor que llegó a mis manos, me sorprendió gratamente esa honestidad radical, que verifiqué en cada una de las que leí después. Quizá sea porque todavía estoy bajo los efectos de la primera lectura, pero Las ventanas invisibles seguramente esté entre los mejores libros del autor, que no es decir poco.
Toda la novela funciona como un reloj: el ritmo narrativo, la trama, el suspenso, los personajes. Por un lado es una novela de fantasía, pero hay otro nivel, otra intriga, que es la que se esboza al comienzo en el mundo real de los dos niños: la historia comienza con una persecución, a raíz de la cual Marcos entra, para protegerse, en una extraña juguetería que instalaron en su nuevo barrio, donde todo es antiguo y extraño. Allí, el niño conversa con el dueño de la juguetería y consigue la moneda, que tiene la imagen de un elefante y el número 23, y nos enteramos por la charla de que Marcos se acaba de mudar con su padre y su hermano, pero no con su madre: “Puede ser que Facundo haya dicho algo desagradable sobre mi madre. [...] No sobre mi madre exactamente, sino sobre el hecho de que no se haya mudado con nosotros”. De esta manera queda planteado un nudo que subyace a la historia y que sólo se resolverá al final, cuando cada cosa recupere su cauce, cuando todo cierre.
Las ventanas invisibles es una novela en la que corremos con los personajes a medida que transcurre la lectura, nos preocupamos por ellos, sufrimos con ellos. Y aunque el mundo paralelo planteado en ese juego intrincado y atemorizante que se ven impelidos a jugar parece imposible de desentrañar, la solución es más simple de lo que parece. Marcos y Tino recorren juntos el camino que se les presenta con la guía de Valentina y, más adelante, de Dubius, y a medida que transcurre la acción van descubriendo el secreto del juego, y crecen. El personaje de Marcos, que es llevado a esa situación luego de discutir con su padre, enojado, consigue resolver el acertijo que le permite salir de juego y volver a casa gracias a algo muy básico y esencial: el amor. “Pensé en mi padre”, responde cuando le preguntan cómo hizo para descubrirlo; porque de ese hilo surge, un pensamiento detrás de otro, la clave.
En ese juego, que por momentos es pesadillesco y siempre es opresivo, Ivanier plantea una alegoría. La libertad, la ambición, la confianza, la valentía son algunos de los ejes en torno a los que giran tanto los vínculos que se van tejiendo, en la acción, entre los personajes, como la propia trama de la historia. “La libertad te espera dentro, está entre tus dedos y quiere que la encuentres”. Ahí está la clave, y cuando Marcos la descubre sabe exactamente qué tiene que hacer. Una clave que deja perplejo al ambicioso y que une a quienes prefieren que todos puedan jugar, antes que dominar el juego.
El ensamblaje entre fantasía y realidad está muy bien logrado. El regreso a casa devuelve a Marcos y Tino cambiados y más unidos. El cierre da respuestas a aquella inquietud que había quedado planteada al inicio, en la que Ivanier se mete con un tema peliagudo, la ausencia de la madre. Y lo hace de una manera a la vez sobria y conmovedora, con delicadeza y honestidad: padres e hijos no son arquetipos, son personas con necesidades, con debilidades, con dobleces y matices. En el aire, al cerrar el libro, quedan preguntas, porque no se explica todo (no todo debe/puede ser explicado), y la emoción de haber terminado un libro perfecto que nos deja pensando, con ganas de más, y que sabemos que vamos a extrañar porque nos conquistó.
Las ventanas invisibles, de Federico Ivanier. Criatura editora, 2018. 144 páginas. $ 420.