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“Hoy primero de agosto jueves hice la pierna, y de tardecita / comí con Piero un par de pichones hervidos. / El viernes hice el brazo que se apuntala [dibujito de un hombre semiacostado]. / Sábado aquella cabeza de la figura / que está abajo así. / El domingo cené en casa de Daniello con Bronzino / con unas albóndigas. Lunes / Martes / [...]”. Este gozoso fragmento de diario de artista, que data de 1555, se le debe a Pontormo y es apenas una de las cientos de anotaciones que registran meticulosamente una cruda mezcla de cotidianidad (habla incesantemente de sus penurias alimentarias y de todo tipo de enfermedades, con especial atención en lo escatológico) y trabajo que el célebre pintor manierista apuntó en su Libro mío. Artistas y escrituras privadas (relativas o no a su arte, aunque casi siempre haya conjugación) tienen una tradición densísima juntos; llenaron muchas páginas, y relevantes, tanto figuras olvidadas (por ejemplo, Óscar Bluemner) o sobrevaloradas (Frida Kahlo) como monstruos sagrados de ayer (Eugène Delacroix) y de hoy (Louise Bourgeois): la apostilla sobre lo que ha pasado o se ha visto, la palabra que explica un croquis o viceversa, abundan entre los plásticos. El curador español José Luis Santos –del que hablamos últimamente a raíz de su Intervention en el Subte– decidió armar una pequeña exhibición de “diarios, personales o de trabajo, de artistas” con presencias nacionales e internacionales.

Desde siempre, una vez que alguna figura llega al estatus de maestro, en sentido más o menos amplio, aumenta el interés por cualquier tipo de material concebido por ella, pese a que no fuera realizada para el consumo público: estamos, quiero decir, en la famosa cuestión –y aunque quizá valga más para los escritores, en realidad no exonera a nadie– de la “lista para el almacén”: si el kilo de manzanas y el medio kilo de naranjas los anotó James Joyce, ¿habrán tenido más jugo, y entonces es legítimo hacer pública la nota? Es cierto, por otro lado, que para las cartas y los diarios hace mucho que no hay “escrúpulos” y que, pese a las intenciones de sus autores, son a menudo tan ricos e intensos que, en algún caso, incluso, valen casi más, o lo mismo, que la obra en sí: ver Franz Kafka y Witold Gombrowicz, entre otros.

Exposición diaria mezcla ítems diferentes: el concepto de diario es definitivamente laxo, ya que hay piezas que no son diarios: son claramente obras en sí, terminadas y pulidas, aunque conserven el formato e, incluso, la actitud diarística. Es el caso del leporello Atacama-Montevideo, de Jacqueline Lacasa, especie de registro que forma parte del elocuente proyecto De cómo las almas viajan a las estrellas, desplazado geográficamente entre Uruguay y el desierto chileno, y cuya médula es un hilo rojo que atraviesa las páginas (hilo rojo, empapado de simbología, que ya es una presencia constante en el panorama artístico local, aunque usado de diferentes modos: desde el primigenio empleado hace años por Cecilia Vignolo, pasando por el de Alejandra González Soca). El 16/1/1982-_/_/_ de Luciana Damiani es un gran rollo de papel que sale de la pared y despliega todas las numerosísimas direcciones en las que ha vivido entre Uruguay y España, dejando (mucho) espacio (en blanco) para el futuro. También como proyectos terminados se presentan los trabajos de Paola Monzillo y Lucía Lin, que inscribiría en la categoría de libros de artista (categoría movediza, pero cuyos confines tampoco son imposibles de circunscribir). El libro de Monzillo, sin título, prolijamente “editado” y encuadernado con anillos entre dos austeras tapas negras, es una recolección de materiales que acoplan imágenes redibujadas (sobre todo de bestiarios medievales y atlas cosmogónicos antiguos) y palabras escritas a mano (citas de autores tan disímiles como Arthur Schopenhauer, Paul Auster, Michel Foucault e Italo Calvino) en un conjunto que no muestra un adagio de diario, sino que luce una refinada arquitectura, propia de algo acabado y controladísimo. Lucía Lin, en Diario íntimo de un amor imaginario, sale casi por completo de la misma materialidad del cuaderno de apuntes: una caja de metal antigua semiabierta custodia una serie de fotos en blanco y negro, de corte romántico-erótico, que no impresionan demasiado. La brasileña Renata Cruz en Para siempre y un día abandona incluso el “contenedor”, y su presencia, en este contexto, resulta altamente enigmática: lo suyo es una galería de acuarelas colgada a la pared, con algunas líneas de texto, centradas en objetos naturales y patrones de azulejos.

Luego hay reflexiones sobre la forma diario (y cuaderno). Se trata de partes de obras más extensas que se presentaron hace unos años en la Galería SOA: por un lado, dos cuadros del Exercise Book de Alberto Lastreto, donde el artista trabaja con delicados recortes y relieves una serie de antiguos y prolijos cuadernos escolares “encontrados” en una feria, en una especie de ulterior ejercicio de doble memoria (de la escuela original y de la educación “uruguaya” de Lastreto, que es argentino). Por el otro, uno de los volúmenes que conformaron Queriéndolo todo, de Magela Ferrero: miles de recibos, facturas, boletos, envoltorios, etcétera acumulados obsesivamente durante décadas por la artista, encuadernados según el orden que les dio la madre de Ferrero, “tercerizado”, en una especie de hoarding guiado estéticamente (algunos de los tomos tienen facturas atractivas) que funciona como autobiografía minimalista.

Finalmente, están los diarios lisos y llanos, y es un acierto de la exposición que se puedan hojear libremente. Además de uno mediático (No temas..., un video en cámara subjetiva), de la chilena Mariana Riquelme Pérez, hay las típicas libretas con palabras y dibujos –más o menos esbeltos, más o menos interesantes– de artistas de diversas latitudes: las también chilenas Pilar Quinteros y Claudia Müller (concentradas en viajes la primera, Un diario, y en proyectos artísticos la segunda, Ejercicios y procesos), el español Ignacio Peréz-Jofre (que en Un diario reitera visualmente rostros, obras de arte e instrumentos de su oficio) y los uruguayos Santiago Velazco (cuyas composiciones gritonas de colores inflamados concentran quizá más potencia en el tamaño moleskine de esta Fibra óptica que en las telas) y María Mascaró (que llenó varios y abultados Diarios de exposiciones con recortes de prensa, catálogos y rápidas “impresiones” y datos de todas las muestras que visitó en los últimos tres lustros entre Europa y las Américas).

Estábamos acostumbrados a estudiar diarios y cuadernos de apuntes de “grandes maestros” (señalo dos casos absolutamente extraordinarios, publicados en años recientes: los Archivos privados de Francis Bacon y el Atlas de Umberto Boccioni). Empero, ¿mostrar el “detrás de bambalinas” de artistas en plena actividad o incluso en la fase inicial de su carrera? Parecería formar parte de aquella atención gigantesca que se le otorga últimamente –digamos, desde hace un par de décadas– al “proceso”. Y un diario de artista siempre forma parte de la elaboración de obras (incluso cuando no habla de las obras). Compulsión por el “proceso”, el “laboratorio”, entonces, entendido en sentido amplísimo, cuya naturaleza revela nuevas tendencias, perfectamente visible en lo pop: el supuesto valor intrínseco del desarrollo y su anecdotario (piénsese en los comentarios de directores de cine y actores en los extras de los DVD o en los making of); el voyeurismo insolente (por ejemplo, con los realities a lo Gran Hermano); la ambigua retórica del camino y no de la llegada (de American Idol, Masterchef, etcétera. ¿Cuenta más la canción final y el plato, o todas las humillaciones, accidentes y otras peripecias para llegar a ellos?). Tal vez, generalizando, el fenómeno forma parte de aquella sociedad de la transparencia teorizada por el filosofo (trendy) Byung-Chul Han. Hay que mostrarlo todo ya.

Exposición diaria | Curador: Juan José Santos. Museo Zorrilla (Zorrilla de San Martín 96). Hasta el 19 de mayo.

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