La narrativa es hipernaturalista y nos deja una sensación de tiempo vivido, más que de una “historia”. En la hora y media de metraje tenemos retazos de la vida de una familia de clase media baja de un barrio periférico de Petrópolis, una ciudad de 300.000 habitantes a 70 kilómetros de Río de Janeiro. Es una familia numerosa: actualmente son ocho personas viviendo en la casa. Siempre hay alguno de los integrantes de la familia presente en cada una de las situaciones mostradas. Entre ellos hay un claro privilegio de atención a la madre/esposa Irene, encarnada por la formidable actriz Karine Teles –también coguionista y coproductora de Benzinho–. Esa atención implica simpatía y una observación cuidadosa, pero no se traduce en identificación plena. Apreciamos totalmente el heroísmo de su condición de madre y trabajadora con recursos muy acotados, entendemos sus frustraciones y ansiedades, pero algunas veces también la vemos con una perspectiva que pone de relieve aspectos risibles o ingenuos (cuando manifiesta una exagerada preocupación por los hijos o un optimismo infundado). En una escena, por ejemplo, decide distenderse, sola, bailando en la casa a todo trapo, con un rock que escucha por los auriculares; de pronto llegan los hijos y la vemos desde la perspectiva de ellos, desde afuera, sin la música que motiva sus gestos.
En forma casi provocativa, los dos eventos que generan una situación de suspenso convencional (la burocracia que tranca un viaje importantísimo; el marido violento que pelea para entrar a la casa) quedan sin resolución. Por lo que vemos después, inferimos que las cosas se arreglaron de alguna manera, pero no sabemos bien cómo. Ese casi boicot a nuestras expectativas narrativas es la antípoda de lo que uno suele ver en las biopics, en las que se enfoca una vida real y excepcional y se trata de darles el máximo relieve a los pretextos más dramatizables que se hayan podido encontrar. Aquí, en cambio, en esta historia de ficción en la que había total libertad para hacer lo que se quisiera, se optó por lidiar con vidas “comunes” y, encima, suprimir en forma alevosa y provocadora las más evidentes posibilidades de drama. En todo caso, la escena del marido violento culmina en una catarsis, pero es puramente formal, no anecdótica: la película “explota”, pero es porque el montaje y el diseño de sonido nos trasladaron repentinamente a una zambullida en el mar en un momento de ocio y juego, unos días después.
Para los espectadores que engranan en el juego, lo que se obtiene es un cambio de modo perceptivo a una actitud más observacional, más conceptual, que permite sacar placer, sentido, humor y sentimiento de las pequeñas cosas cotidianas. En ese modo de emoción deflacionada, de pronto, podemos descubrir que las pequeñas cosas son enormes: una mudanza, unas golosinas compartidas entre padre e hijo en la noche, la desesperación frente a la acumulación de deberes domésticos, un abrazo, un recuerdo, un momento de juego. De hecho, la anécdota está enmarcada en eventos que hubieran podido ser tratados como sensacionales. Casi al inicio de la película, Fernando, el hijo mayor (de 16 años), recibe la noticia de que lo llamaron para integrarse a un cuadro profesional de hándbol en Alemania (esto hubiera podido ser el clímax de una película deportiva). Los 20 días que dura la anécdota son los que transcurren entre la noticia, y el viaje arreglado a las corridas.
La partida de Fernando es un triunfo, pero también, para Irene, una pérdida dolorosa (un hijo que se va a vivir a otro continente, una etapa –la de la crianza– que se termina). La partida inminente del hijo cataliza en Irene la percepción de otras posibles pérdidas, sobre todo de la casa de playa que ellos tienen que vender y que fue el escenario de los momentos de ocio de toda una vida. El momento en que Fernando comunica la noticia es uno de muchos momentos en la película que tienen una faceta buena y otra mala, y está sonorizado con lo que suena como un solo de guitarra eléctrica distorsionada bastante pirado y extraño, pero ambiguo como recurso sonoro, porque podría ser el ruido de una canilla rota. Hay otros episodios festivos (el juego con los gurises abajo de la sábana, el baño de bañera) tratados sin los sonidos diegéticos, sólo con una música incidental de afectividad neutra, que establece una distancia y pronuncia el hecho de que los momentos felices pueden implicar una idea de fugacidad, de transitoriedad, de que lo que se disfruta ahora va a ser objeto de nostalgia más adelante. En las escenas diurnas pululan los colores (y bien saturados), pero el cielo siempre está nublado y de noche la luz es mortecina.
La melancolía está entreverada con vitalidad, humor, buenos indicios. Nos enteramos de que Irene, de niña, supo ser la criada (trabajadora doméstica sin remuneración formal, por lo general explotada) de una señora que, además, le pegaba; ahora, bien que mal, ella y Klaus tienen una camioneta y están intentando construir una casa propia. Irene está terminando el bachillerato a los 40 y tantos años, pero sus hijos tienen una educación mucho mejor que la que ella tuvo.
Hay un plano en que Irene y Fernando flotan en una boya y la cámara está parcialmente zambullida: la superficie y la oscuridad subacuática en una misma imagen. Un contraplano de esa misma situación es la imagen emblemática de la película: tomada desde arriba en picado cenital, es una figura fetal/uterina, de una ternura enorme, con madre e hijo abrazados, circundados por la boya gigante en el medio del agua tranquila, primigenia, que traduce el apego en la despedida, remite al pasado remoto de la gestación e ilustra un presente de entrega y amor. Tremenda poesía.
Benzinho. Gustavo Pizzi. Con Karine Teles, Otávio Müller, Konstantinos Sarris. Brasil/Uruguay/ Alemania, 2018. Sala B, Torre de los Profesionales, Casablanca, Movie Montevideo.