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Foto: Federico Gutiérrez

El arte del descontrol

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La argentina Lucrecia Martel habla de su forma de hacer cine, que rompe prejuicios sobre la identidad y las relaciones sociales.

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El chirrido de unas sillas arrastradas sobre el cemento. El tintineo de unos hielos en una copa de vino. Una mano borracha y temblorosa, llenándola. Y, más allá, el sonido de los truenos trepando las montañas de Salta, con la tormenta agazapada, pronta para arrojarse sobre el valle. Es sorprendente cómo, desde el comienzo mismo de La ciénaga, un montón de sonidos e imágenes de las películas de Lucrecia Martel se instalaron en el inconsciente colectivo de la cinematografía latinoamericana. El inusual caso de una directora que con sólo cuatro largometrajes terminó formando, más que una escuela, un estado de ánimo, un continente imaginario. Martel cruzó el río para ser recibida por la Escuela de Cine del Uruguay y Cinemateca, la misma institución que decidió erigirla como un verdadero ícono religioso, para que custodiara desde las alturas los autos y los peatones que avanzan por 18 de Julio y Yaguarón.

¿Cómo viste a Salta la última vez que fuiste?

Bueno, viste que ahora en Argentina la derecha se soltó la boca. En el gobierno anterior, a la gente le daba cierto pudor decir sus ideas de derecha; ahora lo que siento es que la gente –muy desenfadadamente– dice cosas que se acercan a lo que se decía en la dictadura. No diría que es un acuerdo, pero se acercan. En Argentina, el gobierno anterior armó su discurso épico relacionándose con la década de 1970 y generó mucho odio en una parte de la sociedad, que, sin que tuviera necesariamente una aversión a la década del 70, metió todo en un mismo paquete: toda la década se convirtió en una imagen del mundo K [kirchnerista].

¿Por dónde fue tu formación?

Mi relación con el cine no tiene tanto que ver con el cine ni con la literatura, sino con la narrativa oral. Yo le debo mucho a mi abuela, a los cuentos, a una forma de contar las cosas que hay en el norte. Siento que los escritores que más permearon a esa generación fueron [Horacio] Quiroga, [Manuel] Mujica Lainez, [Leopoldo] Lugones, que no son de mi generación. Yo soy más de otros autores: [Manuel] Puig, César Aira. Pero aquellos fueron los que marcaron esa forma de contar.

Hablando de esas historias orales, volví a ver La ciénaga y me divirtió mucho el detalle de la historia del perro rata...

Es que esa confusión, ese relato, es muy mitológico. Por las características que tiene, es imposible que no se desparrame lo que está jugando en ese relato. Meter a tu casa una cosa creyendo que es otra, un organismo que termina siendo otro, es amenazante, es como la idea de las enfermedades, del sida...

La paranoia de la gente de clase alta con la servidumbre que mete en su casa es parecido a lo que sienten los patrones en La ciénaga.

Sí, es que responde a una fantasía, algo que pensás que controlás, pero no lo hacés. Es la misma idea. Algo que pensás que dominás, pero no está tan sometido.

Eso en Zama es interesante, porque siempre da la impresión, incluso con los indígenas, de que en esa sujeción siempre hay un mínimo de espacio de rebelión.

Eso fue algo muy deliberado, porque un temor que yo tenía –y que tengo desde la primera película– es representar a la gente que está al servicio de otra como un objeto. Aun teniendo la precaución se puede caer en la misma trampa, por cómo uno ha sido educado. Para tener un pequeño control para que eso no me pase, para no terminar representándolo de esa manera –tampoco creo que lo haya logrado todo el tiempo–, lo que hice fue pensar que todo ese mundo de indígenas y esclavos estaba en una conspiración que iba a desatarse en cualquier momento. Eso es falso, porque la conspiración que sucede a principios del siglo XIX es una conspiración criolla de clase alta. Pero yo tergiversé muchas cosas con la licencia que nos daba [Antonio] Di Benedetto. Y una vez que lo pensás de esa manera, en todas las escenas que ellos aparecen hay una pequeña cosa que sentís, que sugiere que esa persona no está sometida. Es pequeño, pero está ahí.

Es interesante, porque en todas tus obras el poder aparece como algo fluido, no tan vertical. Incluso en La niña santa, la niña abusada tampoco ocupa una posición de víctima; tiene un extraño poder de agencia.

Hay un problema que tenemos en las escuelas de cine, que es que cuando pensás en la confección de personajes, los pensás como entidades separadas unas de otras. Y un personaje a veces es un grupo de gente. Cuando una familia está junta funciona de una manera, o cuando hay tres, o cuando está sólo un adulto... La idea de lo individual casi no existe en la experiencia humana. Salvo por la fantástica suposición de estar solo en una isla, uno siempre está imaginándose visto por alguien. Siempre estás actuando para alguien. Nadie no actúa en ningún momento de su vida. Entonces, no existe ninguna posición que sea fija. Hay una idea clave, que a mí me sirvió mucho para pensar el cine, que es la idea de inmersión, de no vacío. Uno está sumergido en aire. Cuando desaparece esa idea de vacío, la idea de individuo resulta imposible, porque sin el vacío cualquier determinación de individuo es difícil de hacer. Nada está separado. Cualquier movimiento que yo hago repercute. Me muevo aquí y vos sentís el movimiento. Para tener esa idea de roles muy acabados necesitás un mundo de entidades muy separadas una de otra, y en un mundo inmerso eso es imposible. Lo propio de un mundo inmerso es la infección. Si vos estás sumergido en agua, si hay uno muerto al lado tuyo, te contamina. Nada de lo ajeno te es ajeno: el dolor, la felicidad, la pobreza; todos estamos metidos en un mismo caldo. Eso sirve mucho para pensar a los personajes de otra manera, y no desde el lugar de “el niño”, “el adulto”, “la mujer”.

Bueno, de hecho, esos roles son muy alternativos en la cuestión incestuosa.

Esos tabiques normativos de la moral no existen. Hay una imagen que me sirve mucho para los personajes, que es pensarlos como un monstruo. Un monstruo, pero te diría más: un tumor. Una naturaleza descontrolada que no sigue un patrón y no sabés cómo va a responder. Si vos pensás así a los personajes, ninguna categoría –como las de varón, mujer, adulto, paranoico, psicópata– sirve, porque no sabés frente a qué estás. Lo único que sabés de ese monstruo es que quiere vivir, que quiere persistir y que desea. Después tenés que mirarlo para saber cómo es. Nadie te dice: “acaba de llegar un hombre que es adulto, heterosexual” y se comporta como todas esas palabras que te han dicho. Al contrario, vos lo ves llegar y, ni bien te ponés a hablar con él, te das cuenta de que todas esas palabras son un naufragio. Es algo mucho más complejo que eso. Cuando escribís o cuando tenés que hacer actuar a alguien, ninguna de esas determinaciones sirve para nada. Lo que cabe es una observación distinta, más de un naturalista; de un naturalista alienígena, no del siglo XIX.

La construcción de los personajes debe ser bastante distinta.

A mí no me importa la idea del arco dramático y todo eso. La gente cambia y no cambia todo el tiempo. Son ideas inútiles. Cuando vos pensás en el monstruo, ¿qué importa si cambia o no cambia, si no tiene una naturaleza específica? Es como su comportamiento; es el presente. Eso te hace naufragar todo el esquema narrativo, del turning point... Todo eso naufraga, no te sirve.

Hay algo temporal que hace funcionar eso, que es que todas tus películas ocurren en lugares de paso. Ya sea en hoteles, o en la eterna espera de una carta diplomática.

Sí, o en una casa que no es totalmente la casa de nadie. Y es que un poco es así toda la existencia. La gente que se siente muy aferrada a algo está simulando. Primero, porque nosotros en Latinoamérica tenemos una experiencia de perder las cosas rápidamente. Yo conozco gente aferrada a la tierra, a sus posesiones, a su pasado, y es una ceguera tan grande... Sostener cualquier determinación, cualquier cosa fija, incluso la propiedad, para poder creer en eso necesitás un esfuerzo de negación enorme, porque nadie enfrentado a las cosas de la vida puede sentirse en propiedad de ninguna posesión.

¿En qué sentido eso de mucha gente con distintas edades tuvo que ver con tu vida?

Bueno, nosotros somos siete hermanos y no había lugar privado. Yo veía chicos que tenían su habitación; mi casa era imposible. Nosotros dormíamos de a dos o de a tres en una misma habitación. Cuando son siete hermanos, lo privado es tu cama y cierto horario de la noche. Por eso yo vivía en la noche, porque al menos los otros se dormían y tenía una especie de soledad. En una casa con tanta gente no hay soledad.

Y me imagino la sexualidad...

La sexualidad es imposible en esos escenarios. Imaginate que una condición de las actividades de funciones del cuerpo tiene que ver con la arquitectura. En la habitación de los chicos puede o no puede haber puertas. En la de los padres sí, porque es el lugar de la sexualidad. O en qué lugar está el baño, en qué lugar está la habitación de servicio de la cocina. En esa diagramación de lo arquitectónico ya hay una distribución de roles, una idea acerca del tiempo. Esa obviedad, eso que está construido con ladrillo y vigas, que es un concepto acerca del tiempo, siempre es vulnerado por la experiencia humana. Nadie respeta eso a rajatabla. Incluso a nivel de sexualidad, dentro de la misma familia, sin llegar a ninguna situación de delito o de abuso de poder sobre una criatura, el deseo se desparrama para todos lados, no es el manual que una familia supone. El manual no sirve para esta idea del monstruo, sirve para la actuación que hace el monstruo y que te hace creer que es un adulto, un hombre, mujer, gay, lo que sea. Lo interesante desde el punto de vista de la narrativa es mirar, mirar, mirar la actuación hasta que aparece el monstruo, porque el monstruo siempre se está escondiendo.

En muchas escenas de tus películas el cabello tiene un papel importante: el pelo acariciado en La mujer sin cabeza, el pelo seco por el champú de hotel en La niña santa, o la famosa frase de “no le hables, que está teñido” en La ciénaga. ¿Qué papel tiene el cabello en tus obras?

No puedo decir que yo sea fetichista con eso, pero es algo que está en todas mis películas. Tengo una sola cosa, con respecto al vestuario y el pelo, que es que si fuese tan necesario definir una identidad, el principal lugar donde se haría sería en una peluquería.

En tu cine hay todo un quiebre entre lo que se ve y lo que se escucha.

El sonido nos permite quebrar con la cultura tan visual que tenemos. Permite quebrar para percibir otras cosas. Toda esta disposición del tiempo, organizada como una línea con el pasado detrás de nuestras espaldas, con todo lo que eso significa. Una vez que el tiempo es una línea, un indudable sistema de causa-consecuencia va a suceder. Si uno lo piensa desde el sonido, lo que inmediatamente se vuelve inútil es la bidireccionalidad y la idea de dirección. Cuando pensamos el sonido, el sonido es un volumen. Un tiempo pensado desde el sonido, pensado como volumen, te permite pensar otras posibilidades, otro sistema de construcción. Eso era algo que pensábamos en Zama: cuando pensábamos en el tiempo, no queríamos establecer una flecha de tiempo tan dura que nos hiciese pensar que vamos en alguna dirección, porque lo propio de la existencia es que no hay sentido, no hay dirección.

¿Cuál es el sonido más viejo que recordás?

No creo que sea el más viejo, pero el más fuerte fue este: tuve un accidente cuando tenía cinco años; caímos por un precipicio en un lugar que se llamaba La Ciénaga. Yo estaba dormida y me desperté en el vuelco; caímos como 30 metros rodando. Es muy increíble cómo los niños tratan de sobrevivir a cualquier trauma. Yo de ese accidente no me acuerdo de nada feo, excepto el momento de la caída. Recuerdo dolor cuando me sacaron del auto, porque tenía quebrada la pierna, pero de la caída –imaginate seis personas rodando dentro de un auto, los gritos que habrá habido, las piedras, las ramas, todos los ruidos– yo recuerdo un sonido muy tranquilo, como rrrrrr, como el rodeo de una vieja cámara, y la imagen de las piedras y las ramas pasando por el parabrisas como si fuera una pantalla. Pero en cuanto al sonido, me pasaba que, cuando íbamos en auto y pisábamos la banquina, yo podía ir dormida, pero si sentía ese sonido del pedregullo, me venía inmediatamente la sensación de caída, como de que estaba cayendo. Todavía me pasa, cada vez menos.

¿Cuál es tu sonido favorito?

La voz humana, todas sus variedades.

Recuerdo mucho, en ese sentido, el rezo que aparece en varias de tus películas.

El rezo me encanta. De la iglesia católica me alejé y me puse en las antípodas, pero la oración me parece una invención increíble. Hermosa. Que alguien con una poesía crea que va a modificar la voluntad de la divinidad me parece una idea increíble y hermosa. Yo a veces, cuando pasa algo horrible, hago unas oraciones que me salen, que es una manera de manejar con palabras el destino.

¿Cómo te sentís de haberte convertido en una santa para Cinemateca?

Fue muy divertido, porque fue de una arbitrariedad enorme esa decisión del mural. No creo estar en esa tetralogía, pero me gustó esa arbitrariedad y la reacción de mis colegas argentinos. No entendían cómo se había tomado esa decisión. Me gusta porque tiene una cosa religiosa y a la vez es tan irrespetuoso. Una chica me mandó una foto del mural de una parte del día donde el sol me pegaba a mí y me puso: “Dios sabe a quién ilumina”.

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