1986. No te importa el fútbol. En el sistema planetario de tus intereses, el fútbol es una pequeña roca inhóspita, congelada y oscura. Antes de tener una cédula de identidad, tuviste el carné de socio de Nacional. La foto en blanco y negro del carné es la de un bebé risueño y rollizo, incapaz de mirar a la cámara y de sostenerse derecho. No es tan grave: tampoco te preguntaron si creías en Dios antes de bautizarte. Entre las cosas que sí te interesan están las banderas del mundo. Conseguiste inculcarle tu gusto a un primo. Si él dice: “cuatro franjas horizontales; de arriba hacia abajo: rojo, azul, amarillo, verde”, vos respondés: “Islas Mauricio”. El rojo de la bandera de Dinamarca es intenso como la sangre. Te parece que perder seis a uno es peor que perder seis a cero. Hay algo en ese gol solitario que en vez de atenuar la derrota, la completa, la vuelve más inolvidable y verdadera.
1990. Jugás a la pelota en la calle, en la plaza, en cualquier lado. Le das mil, dos mil, tres mil pelotazos al portón de chapa, destrozás championes que tus padres no pueden reponer. Aprendiste unas destrezas más o menos útiles, pero es evidente que pensás demasiado. Los que juegan bien no juegan como vos: parece que vinieran del futuro, con la mejor jugada ya a la vista. Vos tenés que descubrir si esa jugada te incluye. Eso no te desalienta. Este es el año en que conseguís tu primera pelota. La sacás del baúl de un auto que se está pudriendo en el fondo de un taller. Tiene los cascos rectangulares, tan endurecidos que los bordes se han vuelto filosos. No sabés qué pasó con ella, como si se hubiera escapado para ir a morir sin dar lástima. Completás el álbum de ese Mundial. Aprendés dónde están Yaundé, Minsk y Seúl. Querés que les vaya bien a seis equipos. Todos pierden.
1993. Todo es posible hasta que deja de serlo. Un instante después de que los acontecimientos han encontrado su curso definitivo, las ilusiones y las esperanzas parecen ridículas. Más tarde vas a pensar que las eliminaciones son pequeñas muertes escénicas que nos eximen de participar en un relato más grande y nos reducen al papel de espectadores. Los brasileños en las tribunas celebran con escándalo festivo el dos a cero que nos excluye de la otra fiesta. Todo es parte de una revancha más larga, como si el partido hubiese empezado una vez, hace tiempo, pero no fuera a terminar nunca porque la herida original ya es mítica. Ahora hay que deshacer los nudos ingenuos que le hiciste al pañuelo. Están demasiado apretados. ¿Por qué confiaste en un pedazo de tela? ¿Qué magia creíste que podías chantajear?
2002. Dormís en la misma cama desde que tenés memoria. Compartiste esa habitación con tu abuelo. Tenés una radio bajo la almohada, como hacía él con su vieja radio con funda de cuero. Hacés correr la rueda dentada del dial con el pulgar. Entre sueños, a mitad de la noche, oís el rumor de los exorcismos ejecutados por pastores evangélicos y los gritos que marcan la evacuación final del espíritu ocupante. Despertás al final del primer tiempo. No ha amanecido. Víctor Hugo Morales dice que perdemos tres a cero. Hay frío. Nadie sale de la cama con un tres a cero en contra. Algo en la voz de Víctor Hugo te dice que él también está a resguardo, ha ido tomando distancia de la derrota y ahora se limita a cumplir con sus obligaciones profesionales. El primer gol de descuento no los entusiasma ni a él ni a vos. El segundo parece la invitación definitiva a subirse a un camión que puede tener destino épico. Te quedás bajo las mantas, sin nudos en los pañuelos, sin salmodias. Llega el gol del empate y vos no te movés porque a la suerte no le gustan los advenedizos. El partido termina. Se ha producido un milagro incompleto.
2006. Los mundiales sin Uruguay ya no son tan malos para vos. Has descubierto que, una vez liberado de la carga de tus colores, podés entregarte a simpatías más tibias. Querés creer en esa idea desapasionada que suena a filosofía zen berreta. Tres partidos después, dejaste la mesura de lado: que Zidane sea campeón. Ves los partidos de Francia con una nostalgia casi faulkneriana; hay un territorio en retroceso en el fútbol y Zidane es una especie de manifestación de lo que habrá de extinguirse cuando ya todo sea fuerza, velocidad y eficacia.
2010. El televisor sin volumen está en un rincón del piso vacío del apartamento que estás por abandonar. Las paredes están llenas de agujeros que hay que tapar con enduido antes de entregar la llave. Parece que hubieran fusilado a alguien ahí. Ya no hay mesas, sillas, nada; sólo el televisor y los agujeros en las paredes. Te cubrís la cara con una cortina. El ghanés tira la pelota afuera. Él también se cubre la cara. “Lo erró”, decís. “Lo erró, lo erró”. Lo repetís para creerlo. Das vueltas por el cuarto vacío. Una sonrisa de la fortuna. A veces, con eso alcanza.
2014. Tu padre jugó al fútbol hasta que pudo. La clase de fútbol en la que uno se lava sus propias camisetas. Ahora, tu padre está por jubilarse después de muchos años de respirar el frío de las cámaras frigoríficas. Es difícil hablar de fútbol con él. Tuvo la desgracia de escuchar que Messi gana el equivalente de un salario mínimo uruguayo cada dos minutos. Un salario mínimo en el tiempo que tarda en lavarse los dientes. ¿Por qué? ¿Por hacer qué? Tu padre no se alegra de que Uruguay pierda en octavos de final, no le alcanza; lo que él quiere es que el fútbol reviente en pedazos.
2016. En la mesa de luz de tu padre está el libro que le regalaste para su cumpleaños anterior, una historia de la juventud de Johan Cruyff. En la tapa del libro se ve un equipo de niños, todos en sepia menos Johan, agachado a la derecha: las mejillas coloradas, las rodillas huesudas, los hombros estrechos. Al volver a tu casa, ves videos de Cruyff, goles, pases, jugadas. Corre por la cancha con sus larguísimas piernas blancas, acelera y frena, engaña a su marcador con un mínimo movimiento de cadera, vuelve atrás, le hace una señal a un compañero para que se desmarque, tiene todo el tiempo del mundo, como si el tiempo se detuviera cuando él se detiene. El fútbol puede ser tantas cosas diferentes. Un negocio, sí, pero no sólo un negocio. Recordá eso si no querés perderlo. Veintidós personas comparten la cancha, pero ninguna está en el mismo partido que el resto. Cruyff muere en marzo de ese año. El tiempo, al fin. El tiempo.