El domingo 27 de mayo de 2018 a las 7.00, mi hermano me llevó en su Renault Logan hasta el centro de Bogotá para votar en las elecciones de primera vuelta para la presidencia de la República. El tráfico no estaba tan terrible como en otros días y llegamos temprano. Desayunamos en la cafetería de la esquina frente al Centro Cultural Gabriel García Márquez, a una cuadra de la Plaza de Bolívar. A las 8.00 abrían las votaciones y a esa hora exacta me fui, cédula en mano, al edificio Murillo Toro para marcar mi voto.
Cuando entré al recinto, una señora tierna y amable me preguntó en qué mesa votaba. Le dije que en la mesa tres y me mostró el sitio. Recibí el tarjetón y, ya en la soledad del cubículo, puse la equis en la imagen de Gustavo Petro, mi candidato, el único entre los postulados que según mi criterio puede hacerle frente a la elite corrupta de Colombia y abrir una puerta hacia la dignidad. Metí el voto en la urna, recibí el certificado y salí.
Estaba asustado. Mientras caminaba pensaba que justamente esa elite que ha mantenido por décadas al país en la ignominia y en la desgracia estaba dispuesta a hacer lo que fuera para no dejar que Petro llegara a la presidencia. Tenía miedo y tenía fe, una mezcla rara que te pone a temblar, que te hace sentir vulnerable y que te acelera el corazón casi hasta hacértelo salir del pecho.
Lo que quedaba era esperar los resultados, y eso hice: me encerré en mi habitación, encendí la computadora y revisé algunas cosas mientras se hacían las cuatro de la tarde, hora en que se cierran las votaciones.
El contendiente más fuerte de Petro en las elecciones era Iván Duque, hijo obediente de Álvaro Uribe Vélez. Duque es la cara joven de una ideología rancia y peligrosa. Duque es la fachada recién pintada de una casa de torturas. Duque es el que propone una única Corte, que el fiscal sea designado por el presidente y que se le otorgue a la Policía funciones judiciales, entre otras cosas. Duque representa al Centro Democrático, el partido político fundado con las bases ideológicas de Álvaro Uribe Vélez, el matón más grande y poderoso del país en los últimos 15 años.
A las 16.00 encendí la televisión para empezar a conocer los resultados, y el mundo empezó a oscurecerse. Cada boletín que presentaba la Registraduría con los datos de las mesas escrutadas confirmaba la tragedia. Duque subía y subía, mientras que Petro, o se mantenía en el mismo número de votos, o avanzaba muy poco. Cuando terminaba la tarde y Duque alcanzó 7.566.698 ya no tenía miedo y fe, sino sólo miedo. Petro únicamente pudo sumar 4.849.148 votos.
A las 19.00, derrotado, me puse a detallar mi habitación. En la mesa junto al espejo había una botella de ron Havana Club que había traído de Cuba para regalar y me la regalé a mí mismo. Me la empecé a tomar despacio mirando por la ventana las calles del barrio. Quería amortiguar un poco la herida. Quería, aunque sea por un momento, no ser, no estar, no reconocerme vivo. Y junto a la botella, en la misma mesa al lado del espejo, minutos después, encontré el libro Windows on the World, del escritor francés Frédéric Beigbeder (2003). Sin abandonar mi vaso lleno de ron, sentado en la cama abrí el libro y me puse a ojearlo. Pasé la página en donde el autor cita a Walt Whitman y a Kurt Cobain; pasé la página de la dedicatoria que dice: “Perdona, Chloë, por haberte traído a esta tierra devastada”; pasé la página en donde Beigbeder cita a Tom Wolfe y a Marilyn Manson, y llegué al capítulo 8.30 h en la página 13. Ese capítulo empieza así: “Ya conocen el final: todo el mundo muere. Desde luego, la muerte le llega a bastante gente, antes o después. Lo original de esta historia es que todos van a morir a la vez y en el mismo sitio”. Y más adelante: “Dentro de un momento, en el Windows on the World, una gruesa puertorriqueña va a empezar a gritar. Un ejecutivo con traje y corbata abrirá la boca de par en par. ‘Oh my god’. Dos compañeros de oficina quedarán mudos de estupefacción”. Y ya al final del corto capítulo, la frase concluyente: “Dentro de un momento todos serán jinetes del Apocalipsis, todos estarán unidos en el fin del mundo”.
Volví a leer despacio ese capítulo y no pude evitar asociarlo con la situación que se nos viene a muchos colombianos si Iván Duque llega a ser el presidente de Colombia. Si durante los dos gobiernos seguidos de Álvaro Uribe Vélez entre 2002 y 2010 el Ejército Nacional asesinó a 10.000 personas inocentes para dar un parte de victoria de su proyecto bandera que fue la Seguridad Democrática, una vez que Duque sea presidente esas prácticas y muchas otras podrían repetirse.
Algunos uribistas y duquistas han seguido al pie de la letra el mandato de odiar al otro porque piensa distinto, y entre ellos, se cuenta a Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, jefe de sicarios del narcotraficante y asesino Pablo Escobar Gaviria, quien en sus redes sociales invitaba a “darles bala” a quienes voten por Gustavo Petro, es decir, a nosotros.
Lo que no queremos es convertirnos en habitantes del Windows on the World. Lo que no queremos es que todos vayamos a morir a la vez y en el mismo sitio. Lo que no queremos es convertirnos en jinetes del Apocalipsis y estar unidos en el fin del mundo. Lo que no queremos es ser como esos violinistas del Titanic que intentaban continuar como si nada mientras la tragedia se les venía encima.
De todas maneras, queda la votación de la segunda vuelta del 17 de junio, la última tabla para los náufragos. Los resultados de las votaciones de la primera vuelta se están denunciando por fraude electoral. En los formularios E-14 en los que se registraron los votos se notan claramente alteraciones de las cifras, sobre todo a favor de Duque.
Algunos conocidos me han dicho que si Duque gana las elecciones se van del país, y ahora que lo pienso no es una mala idea. En ese caso, tengo dos opciones: Montevideo u Oporto, en Portugal, 14°C, viento SO a 3 km/h, 94% de humedad.