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Carlos María Domínguez.

Foto: Iván Franco

El camino de la entrega

7 minutos de lectura
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Con Carlos María Domínguez. En el marco de los 100 años de su nacimiento, hoy el MNAV inaugura la exposición Via crucis, de Tola Invernizzi, y se presenta la reedición de una biografía.

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Con el paso del tiempo, José Luis Tola Invernizzi (1918-2001) se ha convertido en un quimérico patriarca al servicio de los marginados, los necesitados, o aquellos que sólo se acercaban a escucharlo. Testigo y profeta del declive de un mundo y del intrincado y salvaje surgimiento de otro, Tola constituye una extraordinaria figura que conecta, superpone y fusiona un sinfín de formas imprevistas: profesor de matemática, pintor, grafitero, forzudo de circo –papel que interpretó en un rodaje argentino–, bohemio, jugador, constructor y nadador hasta el cansancio. Pero también gran seductor, militante contra el golpe de Estado de Gabriel Terra, integrante del Partido Comunista, edil del Frente Amplio y luchador incansable contra la última dictadura militar. De joven, solía frecuentar el café Metro (donde se reunían Francisco Espínola, Juan Carlos Onetti y varios más) mientras buscaba su camino en la pintura sin seguir ningún libreto. Convencido de su compromiso con el arte y la vida, con su esposa, Milka, contribuyó a construir las instituciones sociales de Piriápolis, donde vivió la mayor parte de su vida: junto con los vecinos levantaron una policlínica, un liceo popular, un gimnasio y, entre tantas obras, se encargaron del calabozo que, al poco tiempo, Tola inauguró como preso de la dictadura, que se ensañó con él y su familia.

Su primera exposición fue en Buenos Aires (en 1950) y recibió un aplaudido reconocimiento crítico, entre el que se destacó el del escritor Manuel Mujica Lainez (“Otro gol uruguayo”, tituló su nota). En paralelo a su lucha por la libertad, la defensa de la aventura y la reivindicación del encuentro (su casa de Piriápolis no sólo fue el refugio del pueblo, sino también de emblemas como Juceca, Alfredo Zitarrosa y Mario Levrero, que comenzó a guardar sus cuentos por insistencia suya), Tola comenzó a integrar el grafiti y el dibujo a sus cuadros, en los que, como advierte Carlos María Domínguez en su íntima y lograda biografía, La rebelión de la ternura –la nueva edición de Banda Oriental se presentará hoy a las 19.00 en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV)–, “el feísmo, las rupturas de escala, las asociaciones surrealistas y la deliberada desprolijidad estaban lejos del gusto burgués que dominaba los salones de arte, como de la épica que alentaba el realismo social, aunque las temáticas tuvieran una relación directa” con su lucha contra los abusos del poder y los dilemas éticos.

Hoy será la primera vez que la obra de Invernizzi llegue al MNAV, y lo hará con la exposición de una de sus series más importantes: su relato del Via crucis, que pintó entre 1990 y 1991, y que está integrado por 15 telas de gran tamaño. En el catálogo de la muestra, la investigadora Vanina Arregui plantea que no es menor esta curiosidad que genera que un artista del siglo XX, “no católico, comunista peculiar, estéticamente transgresor y empapado de vanguardismo, haya tomado el Vía crucis para la que –creo– podríamos considerar la más enorme de sus obras, tanto en términos literales como metafóricos”. En esta importancia coincide su hijo, Claudio Invernizzi, que destaca su mirada profana sobre un Cristo que, en definitiva, se emplea para comprender el derrotero de la condición humana. Siempre por fuera del tiempo y de las modas, Tola bromeó, en vida, con un posible epitafio, que hoy interpela como un relámpago de desasosiego: “Joven pintor murió de viejo sin llegar a madurar”.

¿Cómo fue tu vínculo con el Tola?

Lo conocí cuando estábamos haciendo la biografía de Onetti [Construcción de la noche, 1993] con María Esther [Gilio]. Lo entrevisté porque sabía que había un vínculo entre ellos dos; nos citamos en un bar y estuvimos hablando dos o tres horas. Ahí me planteó toda su teoría sobre el erotismo de los años 40. Yo, obviamente, quedé fascinado. Él murió en 2001, y después de hacer una apertura para El País Cultural, surgió la idea de hacer esta biografía. A partir de entonces empecé a contactarme con la familia, los amigos y la gente que lo había conocido.

¿Cómo fue el proceso del libro? Porque no es fácil ir registrando esa personalidad entre el mito, el desborde, la entrega.

Al mito lo fui descubriendo de a poco. Lo que me interesó fue que, de pronto, se explicitaba cómo, a partir de su ocultamiento de ciertas virtudes, generaba la adjudicación de muchas otras por parte de los amigos.

Es interesante esa contradicción que planteás desde el comienzo, porque cuanto más ocultaba sus hazañas, más temerarias se volvían.

Eso, explícitamente, muestra cómo se conforma un mito popular, en una suerte de tensión entre la timidez y la adjudicación de la fascinación de los demás. Esto fue muy atractivo, y vertebró la idea de que el Tola fue haciendo una progresión, desde una violencia gratuita a una organizada, y a sentir culpa por ella. Se trata de un mito de bondad y fraternidad. Porque si ves la cantidad de amigos que tejieron esa red solidaria, tanto en Montevideo como en Piriápolis, es asombroso. Se descubre cómo, en los años 50, aquello que no hacía el Estado lo asumían los vecinos. Hay una anécdota de que los milicos le pedían que a la mezcla del calabozo le pusiera sal [para que fuera más húmedo], y él se negó porque dijo: “Este lo voy a inaugurar yo”. Cada nueva aventura era una caja de sorpresas.

En ese devenir increíble entre su personaje, su obra y su vida, se evidencia que fue un renegado de la lógica social, que prefirió el orden de la fantasía, el margen, y el rechazo a la vida burguesa.

El Tola, con su vida de intensidad, desmiente toda esa moral pequeñoburguesa tan típica de Uruguay, que pasa la vida luchando para garantizarse una vejez tranquila. Fue un verdadero transgresor, y eso lo convirtió casi en un personaje de ficción. El anecdotario es muy rico, pero más allá de eso, para cualquier lector hay un orden interpelante en su vida. Y para mí también lo fue. Él prueba que, contra toda la previsibilidad social y la moral de la época, un hombre siempre tiene una aventura personal que cumplir. Y con qué libertad la asumió.

Siempre acompañada de un compromiso ético.

Ahí hay una zona que complejiza la moral y la ética, porque él no era un tipo moral, pero sí era absolutamente ético, y tenía una ética personal, que también compartía con otros personajes. Una buena biografía siempre traza el desarrollo de una vida interesante, pero lo hace vinculándola al país, al contexto que acompaña esa vida. A veces la vida de Tola puede impresionar por el periplo que cumplen una generación y un país, que pasa de un despertar político después del batllismo, alentado por la Revolución Rusa y excitado con la Guerra Civil Española, pero con formas de la política que todavía no comprometían a la integridad personal. Él decía que estaban “alimentados con la leche de la clemencia”, porque ibas en cana una noche y al otro día te sacaba tu padre, no eras un desaparecido. Al mismo tiempo, muchos compañeros de generación compartían eso que decía el Tola, de que un hombre se definía por lo que era incapaz de hacer, más allá de que fuera chorro o proxeneta, y ese era un pacto de amistad con los demás. Después de los años 60 cambiaron muchas cosas, sobre todo el sexo vivido como drama, como ejercicio de la individualidad, que era algo vigente en esa época y que a partir de la liberación sexual es un paradigma que se modifica radicalmente. Puede sonar un poco arcaico cuando él dice que el goce mata, y no sólo el goce sexual, sino también el del poder. Pero si le prestás atención, descubrís que eso le da una densidad interesante.

Y también cómo logró conciliar ese mundo con su obra.

Él vivió una paradoja: su condición de pintor quedó un poco subsumida por el atractivo y la fascinación que ejerció en otros órdenes de la vida. Es paradójico que ahora, por primera vez, su obra ingrese al MNAV, cuando ya pasaron tantísimos pintores uruguayos. Fue ninguneado en ese aspecto. Y se trató de un adelantado a la estética de su época, porque él practicaba el grafiti en sus cuadros; del expresionismo había tomado la integración de las letras desde un punto de vista gráfico, pero no abandonaba el contenido. Entonces, eso de decir “no pinto para mostrar, sino que muestro para decir”, era realmente así. Y el libro lo va contando.

¿Cómo definirías su obra? Porque para él los hechos plásticos eran un modo de apropiarse del mundo, de discutirlo.

Sí, tiene una teoría del sentido del arte como una finalidad práctica, al menos en los orígenes, y después como comunicación. En esto estaba un poco solo, porque en esa generación de pintores él era un artista salvaje y un hombre que no antepone la misión del arte sobre la fraternidad con el otro, o el atender las necesidades del otro; el resto de los compromisos que un artista tiene en su condición de hombre, digamos. Esto lo tenía muy claro, y justificó el grabado y ese grafismo de su pintura. Si ves sus carpetas de grabado, son maravillosas, porque cada serie se acompaña de un cúmulo de reflexiones sobre cómo el arte ya no comunica; el dolor por sus hijos, la culpa de haber traído al mundo condenados a muerte; las distintas etapas de la paternidad; el cuidado de la mujer; y todas las puertas y ventanas que aparecen en su obra son fuertes elementos simbólicos de esa concepción.

También propone una poética muy definida, junto a una exploración constante que a veces llega al desamparo.

A su dibujo sobre la expulsión de Adán y Eva del paraíso, él lo vincula con los desalojos. Ahí encontraría una preocupación por el desamparo, pero es un ejemplo entre muchos otros. Es la idea de que el hombre, como Jesús, está condenado a vivir el mundo sin un amparo que lo preserve de la muerte. Por eso, es necesario asumir un destino. En esa época, en el campo de la pintura, la influencia del taller de Torres García estuvo más preocupada por una ambiciosa búsqueda a nivel formal. Y a Tola también le interesó, pero era alguien más marginal, porque su temperamento era mucho más anárquico. No tenía ni la investidura ni las pretensiones de cómo se debía presentar un artista. Y hoy ver sus pinturas es asombroso, porque se descubre un expresionismo tan moderno que cuesta imaginarlo en los años 40 o 50.

Yendo a la época de la dictadura, en un momento dice: “A veces, uno pensaba: hay que agarrar una ametralladora y matarlos a todos; pero en vez de eso, lo que agarraba era el paquete de yerba y cigarros para los hijos”, que estaban presos. Este es el momento de su mayor desamparo, además de que la familia se convirtió en un emblema a combatir.

Y la represión en los lugares chicos fue muy fuerte, porque no tenías dónde ocultarte; la presencia de la represión era ineludible. Se ensañaron con ellos, que habían construido esa red de solidaridad con los vecinos de Piriápolis y habían hecho tantas obras. A tal punto, que en un momento Mario y Claudio [sus hijos] estaban presos, Milka deportada [por ser porteña], él –después de quedar en libertad– haciendo ese triángulo entre los cuarteles. Fue una hazaña. Hay un cuadro suyo que es una representación simbólica de lo que estaba pasando en su casa, que muestra a un caballo desesperado, un toro echando fuego, una serpiente recorriendo las habitaciones... De esa época hay pasajes muy conmovedores, que confirman que la realidad nunca se deja atrapar ni simplificar. Por eso creo que conocer esta vida te interpela; te obliga a pensar.

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