A diferencia de un montón de festivales que guardan una relación algo esquizofrénica entre su imaginería y la ciudad que los alberga, hay algo verdadero en la relación del Festival de Cine de Mar del Plata con su gente, entre la identidad de clase media de este balneario obrero originalmente solventado por los planes de Juan Domingo Perón y el lema “las estrellas son las películas”. El eslogan proviene del director y guionista recientemente fallecido José Antonio Martínez Suárez, principal homenajeado del festival, quien siguió cumpliendo sus funciones hasta el año pasado, con 94 años. Cuando recibió el premio honorífico en la ceremonia de apertura, la hija del director levantó la estatuilla y llovieron aplausos, pero cuando bajó el trofeo y reveló su otra mano con el dedo índice y el medio señalando la V de la victoria, la sala se derrumbó en una instantánea ovación.
Argentina es un país plagado de estos pequeños gestos. Sin embargo, tras la victoria política de la dupla Fernández, en esta Mar del Plata fresca y soleada se respira un aire distendido que contrasta con el denso banco de niebla en el que se vio sumergida el año pasado; un estado del tiempo que guardó un paralelismo psicocósmico con un festival marcado por abucheos en la inauguración, prohibición de discursos de agradecimiento en el cierre y enfrentamiento entre espectadores.
Acorde con este recibimiento, la película de apertura es una versión restaurada de Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), de Martínez Suárez (película que serviría de referencia para el reciente blockbuster de Juan José Campanella El cuento de las comadrejas). Más allá del homenaje, la elección de la película es polémica: el film está estructurado en base a una serie de retos, casi como una hermosa coreografía de argucias y trampas que se tienden entre tres viejos que quieren mantener su vida en una mansión de campo y una astuta joven que quiere comprarla. En principio no hay nada que haga ruido, pero lo inesperado de la selección no yace tanto en el evidente humor y los giros del film, sino en el desenlace de una historia en la que una serie de femicidios dispara una reflexión ligera y despreocupada en la que el trío de varones parece enaltecer un saber de barrio en el que la amistad está por encima de todo, incluso de la vida de algunas mujeres. Me consta que una trama con un mensaje como este debe entenderse en el contexto y la sensibilidad de la época, pero, más allá de esto, hay un componente misógino evidente. Por eso, cuando termina la función uno se va del auditorio esperando una tormenta verde de cineastas, estudiantes o espectadoras feministas potencialmente indignadas. Sin embargo, nada de esto sucede: quizá la serenidad proviene de la estima que se les tiene al director de la película y al festival, una especie de respeto curioso, similar al que les tenemos a nuestros abuelos cuando dicen algo jodido o subido de tono.
Las primeras jornadas transcurren en una dinámica demencial de cinco o seis películas por día. Un film que parece hacer honor a este particular estado mental es Ne croyez surtout pas que je hurle, de Frank Beauvois, hecho exclusivamente con recortes de películas, en el que el director/narrador/montajista cuenta los vaivenes de una depresión en cuyo transcurso vio 400 films en menos de un año. Lo único que vemos son extractos de esas 400 películas, y el montaje genera una extraña sensación: en la medida en que cada recorte dura apenas unos segundos y que no hay imágenes tan icónicas como para identificar la mayoría de los films (Beauvois casi no muestra rostros, todo está reducido a planos detalles, acciones aisladas y escenarios), lo que vemos deja de ser una oda al cine y se convierte en un fiel retrato de la fragmentación psíquica del narrador. Es como si, en su mayor nivel de angustia y ansiedad, la memoria se difuminara y todo lo que quedara de ella fueran pedazos de escenas e imágenes reconfiguradas ex post facto. Para la psiquis festivalera no sólo es un hondo retrato de las inclemencias del alma, sino también algo que se asemeja mucho a la forma de organizar el mundo que comienza a tener uno cuando entra en la dinámica de ver seis films al día: de golpe, sale del cine y es como si la gente actuase mal su propia vida. A la vez, de las películas queda menos la trama y más las escenas, imágenes, detalles.
Escrito en el fuego
En esta estructura podríamos enfrentar dos films que son radicalmente opuestos desde lo formal: Nona, si me mojan yo los quemo, de la chilena Camila José Donoso, es un extraño collage de estilos, narraciones, bifurcaciones temporales, documental y thriller. Parte del plano detalle cenital de unas manos que arman un cóctel molotov, y la siguiente escena muestra a una señora mayor que arroja el proyectil incendiario. No vemos sobre qué lo arroja, sólo vemos el incendio reflejado en sus lentes de sol, como si más que un espejo fuese una ventana a su fuego interno. El documental es caprichoso y parece estar estructurado alrededor de un evento que recrea la abuela de la directora: el día que decidió prender fuego la camioneta de un amante celoso que la seguía a todos lados. Con sólo eso, José Donoso crea un thriller documental en el que se entremezclan imágenes de numerosos incendios suscitados en una región de Chile, y la extraña y progresiva presunción de que quizá sea la abuela quien esté detrás de ellos. Así contado parece un lío insondable, pero, de alguna manera, con este film la directora logra uno de los momentos estéticos más intensos del festival. Cuando habla del documental se pone a llorar; se refiere a la situación de Chile, y cómo esta película termina por comentar, tangencialmente, o casi como un augurio, mucho de lo que pasa en la actualidad. La sensación de déjà vu es innegable, al punto de que hay un momento en que la abuela tiene un ojo emparchado por una operación de cataratas y muchos sentimos el fantasma de esos ojos perdidos durante las últimas manifestaciones.
Siguiendo la línea de esta dimensión fascinante del fuego, la mejor película del festival (hace tiempo que no iba a un evento en el que la opinión fuera tan coincidente: no es casualidad que se llevara el premio a mejor film en la competencia internacional) fue Lo que arde, en la que Oliver Laxe cuenta la reinserción de un pirómano a la vida rural. Ya los primeros diez minutos valen el resto del metraje y se erige como uno de los mejores comienzos de películas de la última década: una cámara capta una luz que se pasea con sigilo entre los árboles de un bosque espeso. Pronto, los árboles comienzan a caer, o más bien a ser absorbidos como si fueran tragados por un Leviatán de tierra. La cámara baja al nivel del suelo y vemos que los responsables de este extraño espectáculo son unos bulldozers que arrasan con todo a su paso hasta que, en un claro, se topan con un árbol gigantesco y milenario, frente al que no tienen otra chance que detenerse. Es una de las imágenes más sugerentes de conflicto entre el poder destructivo de la máquina y el carácter estoico de la naturaleza que se haya filmado. Sin arriesgar spoilers de una trama más bien sucinta, es necesario decir que desde las obras de Andréi Tarkovski que no se percibía un retrato tan intenso y desgarrador de la naturaleza: agua contra fuego, los hombres y los animales luchando por la supervivencia.
El laberinto de Costa
En el lado opuesto a la ruta formal heterogénea que había planteado Nona, si me mojan, yo los quemo, Vitalina Varela, de Pedro Costa, se presenta como un universo cerrado en sí mismo, en el que, más que estar frente a una película, parecería que estamos dentro de un laberinto de cemento en donde apenas se filtran unos finísimos haces de luz. Vitalina Varela es la máxima expresión del formalismo, con planos tenebristas que podrían ser extraídos del film y exhibidos en un bastidor. Centrado en el regreso a Portugal de una señora que, tras vivir décadas en Cabo Verde, decide volver a su ciudad para asistir al funeral de su marido, que ya ocurrió, el film se adentra en un universo en el que nunca tenemos claro el adentro y el afuera, con esos pasillos y recovecos sumidos a la oscuridad, donde los mismos personajes se erigen como refractores de la luz. Una película que, por momentos, se vive de manera irrespirable por su impoluta perfección y cierre sobre sí misma, y que, sin lugar a dudas, se convirtió en una de las obras más fascinantes del festival.
Entre sus exploraciones formales, quizá uno de los productos más interesantes fue la retrospectiva de la directora Nina Menkes. Sus películas son difíciles de ver; por momentos parece estar jugando con la repetición y el mismísimo hastío del espectador, pero de golpe llega el cachetazo de una poderosísima imagen (una palmera prendida fuego, la muñeca cosida de una negra que dice “I did this for love”, o los moretones, consecuencia de violencia doméstica, de una risueña novia vestida de blanco en Queen of Diamonds), o bien el artefacto cinematográfico comienza a revelar su extraño funcionamiento sobre la subjetividad del espectador y el film se convierte por completo en otra cosa (The Bloody Child sólo retrata el arresto de un ex marine aprehendido justo antes de enterrar a su mujer en el desierto de Mojave, pero la película desmonta cada acción y, a fuerza de repetir una y otra vez ciertas imágenes y movimientos desde múltiples perspectivas, se nos catapulta a un desesperante ensayo sobre la violencia).
El amor según Jonás
Sin embargo, de todas las películas exhibidas la que más me conmovió fue La virgen de Agosto, de Jonás Trueba. Se centra en Eva (Itsaso Arana), una joven madrileña que decide quedarse en la ciudad durante el verano, opción que parece contraintuitiva para un montón de españoles que intentan escaparse a la costa cuando arrasa el calor. Toda la película circula en el tenor de un diario de la protagonista, que se deja perder en las diversas verbenas de la capital, se reencuentra con amigos y conoce gente nueva. En un conversatorio, Jonás dijo que La virgen de Agosto es algo así como el anti Rayo verde, ya que, a diferencia de la película de Éric Rohmer, en la que la protagonista se desespera por encontrar a alguien que la acompañe a viajar en verano, en esta tenemos a una protagonista que se queda y que en ese quedarse acumula gente nueva como si fuese un imán. En la película puede vislumbrarse la bella concreción de una filmografía de autor en la que los seres humanos pasan de ser neuróticos y cerrados en sí mismos (el personaje Ramiro Lastra en Todas las canciones hablan de mí) a abrirse cada vez más a los otros. El cine de Trueba se ha ido convirtiendo en uno de los pocos escenarios en los que la verdadera comunicación entre personas parece concretarse, una especie de espacio plácido donde lo humano realmente acontece.
Una noche después del estreno del film, la mayoría de los invitados se cruzaron, como todas las noches, en un bowling que se había convertido en el sitio semioficial de encuentros del festival. Ahí, de golpe, uno se topó con Jonás Trueba e Itsaso Arana y se enfrentó a la singular situación, casi de fábula, de encontrarse hablando sobre el recuerdo, la crisis de los 30 y el amor con el director y la actriz protagonista de La reconquista, la película romántica que más significado ha tenido para su vida en los últimos años, casi como si todo eso fuese una extensión de la película. Uno sabe que, más allá del sonido de los bolos que impactan en los pinos, hay otro mundo: una América Latina prendida fuego y unas elecciones uruguayas que entonces parecían lejanas y ahora amargas. Pero por un momento todo eso se desvanece en el bello éter del cine, la conversación y la extraña virtud de saberse vivo.