Es habitual en estos tiempos que cada tanto se recuerden los 50 años de algún disco fundamental de la música universal contemporánea, con especial interés en la discografía de The Beatles; el año pasado fue el Álbum blanco y en 2019 es el turno de Abbey Road. Lo mismo sucede en el ámbito local, donde hace algo más de medio siglo surgían al menos dos escenas fundamentales: la del candombe beat –este año se cumplen cinco décadas del primer disco solista de Ruben Rada– y la llamada generación del 60, integrada entre otros por Alfredo Zitarrosa, Los Olimareños, Daniel Viglietti, Héctor Numa Moraes y, por supuesto, José Carbajal El Sabalero, quien en 1969 editaba su larga duración debut Canto popular, título que terminó de definir a este movimiento de cantores que se nucleaba alrededor de los ritmos folclóricos y la canción de protesta.
José Carbajal había nacido en Juan Lacaze el 8 de diciembre de 1943, el Día de las Playas, como le gustaba recordar. Quinto hijo de una humilde familia de trabajadores, su infancia y su adolescencia transcurrieron en esa localidad de Colonia, un pequeño reducto industrial en la granjera comarca helvética. El primer acercamiento a la música fue a los siete años, cuando su madre, Carmen, lo mandó a clases de violín, práctica que sostuvo durante casi dos años; sin embargo, no retomaría los estudios hasta más de una década después, cuando la guitarra –y, sobre todo, la composición de canciones– lo empezó a cautivar.
A los 14 años ya estaba enrolado en la fábrica textil del pueblo –ahí, frente a la casa paterna–, aquella que le daba trabajo a 1.500 vecinos y que era, junto con la papelera, el motor de la economía local. Para poder terminar el liceo promovió junto con otros compañeros la creación del liceo nocturno, y a fuerza de exámenes libres cerró esa etapa. Eran los tiempos en que empezaba a despuntar sus primeras canciones en algún rincón seco del rancho de Hebert Macario Pereira, un veterano zapatero que reunía a la muchachada alrededor de historias desopilantes, mate y tortas fritas, en el periférico barrio de Villa Pancha. Esta tríada, el universo obrero, el de los libros y el de la bohemia, fueron delineando el perfil de artista en el que se convertiría: un cantor popular, comprometido y con la palabra como bandera.
Sin embargo, recién en 1966 debutó ante un público ajeno al círculo íntimo. Fue en el concurso de músicos del Festival de Colonia, al que se presentó por inquietud de sus amigos. En esa oportunidad ganó el primer premio. Había cambiado la fábrica por el oficio de venta puerta a puerta junto con su compinche Roberto Cabrera (el Roberto Guitarrón de “A mi gente”); vendían vasos de plástico, piedras de encendedor, agujas para primus, entre otros artículos. Periódicamente viajaban a Montevideo a aprovisionarse de mercadería; así fue que en 1967 se enteraron de que estaban llamando a inscripciones para el Primer Festival de Música Beat y de Protesta en el Teatro Odeón. Carbajal participó con la canción “Chamarrita de los pobres” y obtuvo el segundo lugar tras un ascendente cantante llamado Gastón Ciarlo, alias, el Dino. A pesar de no haber ganado, esa participación significó el principio de su carrera capitalina; editó un disco con cuatro canciones –que, a decir del propio músico, pasó inadvertido–, empezó a cantar en peñas y reductos folclóricos de la capital, conoció a otros músicos, como Alfredo Zitarrosa, y a promotores, como el productor televisivo Augusto Bonardo, quien, además de hacerlo desembarcar en Canal 4, le definió el sobrenombre que a la postre se convertiría en toda una identidad artística: El Sabalero, evidente referencia al mote de los lacazinos y su vínculo con la pesca y la ingesta del sábalo; la primera composición de José Carbajal, incluida en el olvidado primer disco, también se llamó “Sabalero”.
Modelando la chamarra
Es imposible separar la generación de músicos del 60 del contexto político y social de nuestro país y el continente en esa década. La revolución cubana daba sus primeros pasos, y en Uruguay la guerrilla tupamara tomaba protagonismo en el marco de una creciente debacle económica. Aquel festival “beat y de protesta” coincidía en años con la asunción de Jorge Pacheco Areco como presidente tras la muerte de Óscar Gestido. Los discos editados en ese lustro son testigos de la época. Sólo por nombrar algunos: en 1966 Alfredo Zitarrosa debuta con Canta Zitarrosa; en 1967 Los Olimareños publican Canciones con contenido, y desde el nombre de ese trabajo empiezan a evidenciar su creciente compromiso con muchas de las reivindicaciones de la época; y en 1968 Daniel Viglietti edita Canciones para el hombre nuevo, reflejo también del influjo revolucionario.
Mientras tanto, el Sabalero preparaba el trabajo que lo convertiría en una celebridad. Su primer larga duración fue editado por el sello Orfeo en 1969 y grabado, curiosidad aparte, en los estudios de las radios del SODRE (hoy Radiodifusión Nacional de Uruguay) por Henry Jasa. Participaron los músicos Roberto Cabrera, Yamandú Palacios, Los Olimareños y la clavecinista Eva Vicens, cuyo nombre no aparece en los créditos aunque sí se menciona el acompañamiento del clavecín en las canciones “Chiquillada”, “Todo jazmín” y “Grillo cebollero”.
Si bien con el tiempo varias de aquellas composiciones se convertirían en clásicos del autor, la primera en causar impacto fue “Chiquillada”, una canción compuesta en 1967 y que abre el lado A de Canto popular. A pesar de que sus amigos ya le habían advertido de su potencial, el tema, también conocido como “Pantalón cortito”, casi queda fuera del álbum, ya que Carbajal consideraba que la temática infantil no congeniaba con canciones como “El hombre del mameluco”. Según contó Walter Aranda, amigo del músico, en el libro El Sabalero. Cuando todo el sol era nuestro, de Pablo Tosquellas, fue él uno de los primero en escucharla, y quien le aseguró que las dos canciones iban a funcionar gracias a su autenticidad.
De alguna manera “Chiquillada” da cuenta de las principales características del artista: la evocación de sus vivencias y de su entorno, la lírica llana y el rescate de la palabra; “cada palabra es un mundo para el que le pertenece”, declararía años después. “Chiquillada” se convirtió en el boom del momento: las radios la emitían a toda hora, en diarios y revistas publicaban la letra para acompañar la difusión, y no tardó en ser versionada por artistas como Los Olimareños y los argentinos Jorge Cafrune y Leonardo Favio. Es difícil dimensionar 50 años después el fenómeno popular que significó la canción de un solo tirador; tal vez se pueda comparar con lo que generaron, más cerca en el tiempo, “El viejo”, de La Vela Puerca, o “5 minutos”, de Lucas Sugo.
Y detrás de la palabra, la simpleza de su música. Las cinco canciones que componen el lado A de Canto popular son chamarritas. Según el músico, la preferencia por este género surge de Aníbal Sampayo, quien, en paralelo al músico argentino Linares Cardozo, trabajó en la recopilación y rescate de esta danza/canción original de las islas Azores y muy popular a fines del siglo XIX, desde el sur de Brasil hasta el litoral del Paraná, en Argentina, pero casi desaparecida para cuando ambos músicos comenzaron a investigar. Con los años, el Sabalero fue moldeando un estilo; sin embargo, las versiones de este disco, que a pesar de ser las primeras no son las más difundidas, se acercan de manera notoria al estilo de Sampayo. Es el caso de “La sencillita”, uno de los tres grandes hits de ese trabajo y que, en grabaciones posteriores, como la del álbum en vivo Angelitos, de 1984, suena más cadenciosa. “Villa Pancha”, como también se la conoce, da cuenta de ese barrio de Juan Lacaze donde Carbajal vivió con Olga Méndez –la Pequeña– y los hijos de ambos, Alejandro y Susana. Allí también se encontraba el rancho de Macario, en donde aprendió a “modelar la chamarra a semejanza del pueblo para que por el pueblo hablara”.
“Todo jazmín”, “Los panaderos” y “Grillo cebollero” completan el lado A y el mapa costumbrista con el que el Sabalero pinta la aldea. Desfilan por las cinco chamarritas personajes del pueblo, paisajes, aromas, sonidos y colores, situaciones cotidianas, la flora y la fauna, el frío y el candil del invierno, junto al sopor, las siestas y las nochecitas de verano. “Lindo haberlo vivido para poderlo cantar”, asegura en “Chiquillada”, y con similar intención declara al comienzo de “Grillo cebollero”: “Vuelven los recuerdos / desde chiquilín. / Daría mi vida / por volver allí”. Una especie de declaración de principios, un manifiesto artístico que lo guiaría toda su carrera.
El tamboril se olvida y la miseria no
El lado B muestra sutiles diferencias. No hay chamarritas, y si bien se mantiene el universo sabalero como escenario, la tónica deja de ser la evocación infantil para dar cuenta de un mundo adulto, con amores, noches de rondas, sudor obrero, injusticias y revoluciones; en esta cara, el otro es el protagonista. “Canción para Pequeña” es tal vez la menos conocida de las que componen el álbum, y la única en la que aborda lo amoroso. Carbajal y Olga Méndez, la Pequeña, se separaron poco tiempo después, y la canción no volvió a integrar el repertorio del músico.
Todo lo contrario sucedió con “A mi gente”, un clásico que desde entonces integra el repertorio de asados y cantarolas. Carbajal decía no entender cómo un tema sin estribillo y con una serie de personajes difíciles de recordar pudo causar tanto apego; lo cierto es que ni bien se presenta el primer acorde y se escucha “sentados al cordón de la vereda”, el coro ebulle como si se tratara de un rito pagano, y mesas, cubiertos, vasos o cualquier elemento que se encuentre a poca distancia se integra a la percusión. Las guitarras fueron interpretadas por Los Olimareños, quienes al año siguiente incluirían esta y “Al Paco Bilbao” en el disco Cielo del 69; ambas obras se pueden definir como los orígenes de la canción carnavalera, estilo que el dúo treintaitresino terminó de delinear en el larga duración Todos detrás de Momo, de 1971.
Promedia el lado B una historia similar a las chamarritas de la otra cara, pero en tercera persona. “Pichonero” es el gentilicio de los nacidos en Rosario, y deben este mote al oficio de cazar pájaros para alimentarse o para vender en ferias vecinales. Al igual que los sabaleros de Juan Lacaze, en la ciudad vecina se plasmó una identidad en torno a esa ingesta característica. Esta canción litoraleña, que da cuenta también de la ascendencia de Sampayo, contiene un notable equilibrio entre la ternura y belleza de su poesía, con la crudeza de la historia narrada. De alguna manera, con los versos “el que nace pobre aprende a matar, / cuando muera el hambre pichoneros ya no habrá”, anuncia el quiebre definitivo de la obra, desde la evocación pintoresca al canto comprometido y de denuncia de los últimos dos surcos.
El Sabalero solía afirmar que sus preocupaciones eran más lo sindical que lo político; “El hombre del mameluco”, penúltimo tema de Canto popular, de clara referencia fabril, aborda ese universo. El cierre es con “Medio gato”, en la que de manera definitiva se esfuman los recuerdos para posarse en el convulsionado, polarizado y virulento año 1969. “Y esos de botones de oro / déjelos nomás que manden / que si larga hervor la sopa / no hay duro que no se ablande” son los últimos versos del larga duración, al menos en la edición uruguaya, ya que un año después se editó en Argentina, en donde “El hombre del mameluco” y “Medio gato” fueron sustituidas por la litoraleña “Si vieras tú” y “Chamarrita de los pobres”.
Una gran Idea
Canto popular sacudió las bateas. Las crónicas de la época hablan de 1.500 vinilos vendidos en menos de una semana, y más de 5.000 antes de terminar 1969; ese año también editó el álbum Bien de pueblo. José Carbajal alcanzó el estatus que ya ostentaban Zitarrosa y Los Olimareños, y las actuaciones se multiplicaron, extendiéndose mucho más allá del circuito de las vinerías. “Chiquillada” fue, sin duda, la punta de lanza del fenómeno; sin embargo, toda la obra estaba cargada de una fibra renovadora, una nueva forma de decir, compartida en parte con los artistas mencionados en este artículo y con otros tantos que fueron conocidos como “la camada de los 60”.
Esa forma de decir, de crear, de cantar a lo uruguayo, al hombre y sus vicisitudes, y no sólo al árbol en el medio de la penillanura; esa voz propia que también venía moldeando Rubén Lena, entre otros, y que contaba con los antecedentes de Amalia de la Vega, Osiris Rodríguez Castillo y Aníbal Sampayo, es definida a la perfección por Idea Vilariño, quien prologó el disco y definió no sólo este trabajo fundamental, sino a todo ese emergente canto popular, que a esa altura ya había escrito buena parte del cancionero nacional: “El rescate y la recreación actuales de lo folklórico uruguayo se llevan a cabo de manera muy peculiar, bastante diferente, por ejemplo, al proceso que se ha dado en Argentina. Una parte de esa tarea está dedicada al rescate del mundo, de personajes, situaciones, costumbres. Y dentro de ella aún se puede distinguir una zona muy viva, una veta muy rica, que puebla no lo prototípico sino lo atípico y que extrae del o de un pasado más o menos lejano su materia: esos íntimos, entrañables momentos, felicidades, desdichas, juegos casi olvidados, casi pasados por alto; esas cosas que, por estar de tal modo incrustadas en la vida, parecen no tener entidad, casi no tener cuerpo suficiente para dar asidero a una canción. Todo ese tesoro de cosas pequeñas, pobrecitas, cotidianas, olvidables, vulgares, cobra una vida cálida y tierna, y se tiñe de poesía en los versos de Carbajal. Su voz le devuelve la entidad necesaria, los pone ahí para que, por unos momentos, sean vida de nuevo. Espontánea, sencillamente, con toda naturalidad, se integran a esa temática la protesta, la denuncia, la rebeldía”.